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15 de junio 2021

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

VESTIDOS, HUESOS, LOCURA, TABACO

Tiempo de lectura: 8 minutos

Después de años de goteras, de correr las camas en mitad de la noche, de entrenarnos en la gimnasia sonámbula de baldes, palanganas, ollas, papeles de diarios desplegados, trapos de piso, de aprender a dormir con el metrónomo del agua sonando al lado de la oreja, la familia se decidió a levantar las tejas que le daban al inmueble un inverosímil aire alpino, y poner en su lugar una terraza, que sin embargo, para evitar riesgos futuros, no podríamos visitar. El especialista avisó que el trabajo llevaría casi una semana y que era imperioso que a lo largo de esos días no lloviera, pues parte de la casa estaría casi a la intemperie. Una noche, ya amaneciendo, como era de prever, cayó una lluvia de rompe y raje. E inmediatamente salió el sol. Un amigo dormía en casa. Se despertó cuando parte de lo que quedaba del techo viejo, ya sin tejas, se le vino encima. Kilos de yeso empapado. Un enorme boquete dejaba ver el cielo límpido e iluminado. La hermosa primera luz del día que mi amigo, contemplativo, indiferente a todo lo que sucedía a su alrededor (la habitación inundada, los vecinos en camisón o en camiseta ayudando a achicar el agua por las ventanas, los escombros que tapaban parte de su cuerpo) miraba de modo beatífico. Después se fue a vivir a Buenos Aires, después a San José de Costa Rica y más tarde recaló nuevamente en Buenos Aires, en un departamento en la esquina de Córdoba y Esmeralda, no tanto porque le gustara la zona, ni porque fuera conveniente el precio del alquiler, sino porque al visitar con el de la inmobiliaria la que sería más tarde su vivienda, había vuelto a ver, como en una revelación, la misma luz que había visto cuarenta años atrás, en Rosario, a través del impensado hueco abierto en el techo de mi casa convertida, por un momento, en un humilde e involuntario Panteón romano del Litoral. Sé que trató de conmoverme con su relato, de llevarme, por asociación y desplazamiento, hacia aquellos viejos años de juventud y de casas compartidas. Pero no fue eso lo que me impactó sino una noticia para él lateral, turística –tal vez el de la inmobiliaria se la había subrayado y él, indiferente, pero cargando sin embargo con su peso, me trasladaba el entusiasmo a mí, para sacárselo de encima: “acá vivió Alfonsina Storni”. Me acordé, inmediatamente, de un poema de Alfonsina escrito (o pensado, o borroneado, o imaginado) desde la cama de su habitación, mirando a través de la ventana. Por supuesto, di por descontado que se trataba de la misma habitación desde la que mi amigo mandaba whatsapps a diestra y siniestra.Y un halo de intimidad (y de fetichismo) me reunió por un momento con la autora de El dulce daño.  El poema que recordé se llama “Siglo XX”:

“Me estoy consumiendo en vida,/ Gastando sin hacer nada,/ Entre las cuatro paredes/ Simétricas de mi casa.// ¡Eh, obreros! ¡Traed las picas!/ Paredes y techos caigan,/ Me mueva el aire la sangre,/ Me queme el sol las espaldas.// Mujer soy del siglo XX;/ Paso el día recostada/ Mirando, desde mi cuarto,/Cómo se mueve una rama.// Se está quemando la Europa/ Y estoy mirando sus llamas/ Con la misma indiferencia/ Con que contemplo esa rama.// Tú, el que pasas; no me mires/ De arriba a abajo; mi alma/ Grita su crimen, la tuya/ Lo esconde bajo palabras”.

Casi todo deseo es fuente de decepción

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La característica forma de Alfonsina: apocada, a su modo anacrónica, simple, regular (cinco cuartetas octosílabas, con rima asonante en los versos pares) y su característica, también, dinamita temática. Ideológica y política. Como si en el complejo entramado de sus poemas latieran, a la manera de un mandato, los versos del primer poema de Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío: “y muy antiguo/ y muy moderno; audaz, cosmopolita;”. No es que esa mujer sea indiferente a la revolución y a la guerra que están quemando Europa, sino que está haciendo las suyas propias, echada en la cama, mirando, impasible, el movimiento de la rama de un árbol. Como si, en los años 20 del siglo XX, hubiese lanzado una flecha al futuro en cuya cola llevara un mensaje que el feminismo anglosajón tradujo medio siglo después como “Lo personal es político”. Inmediatamente, fui a los papeles. Casi todo deseo es fuente de decepción. El poema fue publicado en Languidez, de 1920. Pero las noticias indican que el edificio de referencia, el Bencich, situado en Córdoba 807, fue inaugurado en 1927. Ese mismo año, Enrique Moreno entrevistó a Alfonsina para el diario La Razón. Anota el cronista que se encontró con la poeta en su departamento “adornado con muy buen gusto, ubicado en un décimo piso desde el que puede observarse la ciudad. El edifico Bencich, construido tiempo atrás en Córdoba 807 es muy moderno y sus ascensores parecen coquetas jaulas lujosas”. El entrecomillado indica que esas deben haber sido palabras textuales de la entrevistada quien, irónicamente, podría estar haciendo referencia a su célebre poema “Hombre pequeñito”, al que la poeta había amado durante media hora (“no me pidas más”) y a quien le avisa que va a saltar de la jaula en la que aquel la querría encerrar.

Hugo Diz.

En 1980, el mismo año en que se cayó parte del techo de mi casa, sacamos con unos amigos un libro de poemas. Categoría: poemas de primera juventud. Lo presentamos en Rosario, en la librería Klee, que regenteaba el poeta Hugo Diz, quien tiempo después, cuando pasaba a visitarlo, rezongaba: “¿Cuándo vas a venir a buscar todos los paquetes de libros que sobraron?”. Viajé a Buenos Aires con varios de esos sobrantes en la valija. Con el fin de sacarlos del depósito de la librería y colocarlos allá. Pero también, cómo no, con ánimo de gloria y consagración. Mi tía Beti, que publicaba cuentos en La Prensa y trabajaba en editoriales, me dio algunas recomendaciones: direcciones de librerías, amigos escritores y periodistas. Hice mi raid. Dejé ejemplares en las redacciones de La Prensa y de La Nación. Sin ningún resultado, ni siquiera en la populosa y sin embargo, se ve, restrictiva sección de “Libros recibidos”. En las mesas de entradas de algunas radios (las que escuchaba mi tía, en las que mayormente emitían música clásica). Fui a varias librerías a ver si “aceptarían tomar en  consignación unos ejemplares”. Algunas, piadosamente, aceptaban. Aun: firmaban un recibo. En una galería del centro, en zona de bancos, tenía una librería Luis Gusmán. Era uno de los recomendados por mi tía. —¿Le digo que voy de parte tuya? —No. De parte de nadie, entonces,fui a ver a Gusmán. —No acepto libros en consignación, me dijo mientras hacía otra cosa. Para no irme sin nada le pregunté si no aceptaría que le dejara un libro para él, para que lo leyera. Tampoco aceptó. Última vuelta, última nota en la libreta de recomendaciones.

—Andá a la redacción de Crónica a ver a Joaquín Giannuzzi. Yo no sabía quién era Giannuzzi. —Es el marido de Libertad Demitrópulos. Fui. Un edificio enorme, en Azopardo y Garay. Me hicieron pasar. Giannuzzi estaba en un escritorio, en medio de muchos otros escritorios, solo. Nos dimos la mano. Me senté. Conversamos un rato. Me habló, vagamente, de unos “jóvenes poetas cubanos”. Nunca pude saber a quiénes se refería. Le dejé nuestro libro. Cuando me iba, se levantó de su silla y me acompañó a tomar el colectivo.  Si no hubiéramos leído sus poemas -como no los había leído yo en ese momento- podríamos pensar: aprovechó la visita de un desconocido que viene de parte de una amiga de su mujer para perder un poco el tiempo y, de paso, estirar las piernas acompañándolo hasta la esquina. Habiéndolos leído, cabe subrayar su gesto soberano. Acompañar desde la cima de la poesía que se estaba escribiendo en la Argentina en esos años (Señales de una causa personal es de 1977 y Principios de incertidumbre de 1980) a un joven lleno solo de ilusiones (“mi pobre cuerpo de muchacho flaco, mi cabellera larga, mis ojeras, mi valija”) a tomar el colectivo en una desprotegida tarde de invierno.

No es que esa mujer sea indiferente a la revolución y a la guerra que están quemando Europa, sino que está haciendo las suyas propias, echada en la cama, mirando, impasible, el movimiento de la rama de un árbol

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Varios años antes de ese encuentro, en 1967, Giannuzzi había publicado en Condiciones de la época el poema “Fábula”. Como Alfonsina, mira la guerra por la ventana “a cubierto del viento social donde toda culpa/ entra en crisis con sus razones podridas”. Con Alfonsina, también cree, a su discreta manera, que lo personal es político. Y como muy pocos de sus compañeros de generación y posicionamiento ideológico, que tomaron los aires de revuelta que campeaban en la Argentina alentados por las noticias que llegaban desde Cuba como impulso para tomar revancha contra el golpe y los golpistas de 1955, Giannuzzi se quedó en la casa, esperando la revolución por la “terrible/ desnuda acción de los otros en la calle”. Y resolvió que el cambio aconteciera en las pequeñas mutaciones de la vida cotidiana (“en el giro de la cuchara en la taza de té,/ en las decepciones periódicas del hígado,/ en la muerte de papá y de las moscas”) en espera de un “nuevo lenguaje que puede estallar en cualquier momento”.

“Abrumado por el tabaco y la cultura/ y convertido en un engaño por su propia clase/ estaba esperando la revolución/ por la desnuda, terrible acción de los otros en la calle./ Pero detrás de los cristales/ a cubierto del viento social donde toda culpa/ entra en crisis con sus razones podridas,/ resolvió que el/ cambio acontecía en las pequeñas mutaciones/ permanentes del cielo y el polvo,/ en el giro de la cuchara en la taza de té,/ en las decepciones periódicas del hígado,/ en la muerte de papá y de las moscas./ Inventó un poema con todo eso/ y el resultado es una estafa a la vieja forma,/ una lejanía cada vez más vergonzante/ de un nuevo lenguaje que puede estallar en cualquier momento.”

Joaquín Giannuzzi

Giannuzzi ha escrito, como Rubén Darío, como Saer, como el colombiano Raúl Gómez Jattin, retratos de escritores: “Bernardo Kordon por el mundo”, “Almafuerte”, “Bécquer”, “Rubén Darío”, “Roberto Arlt”, “Alberdi en Marsella”, “José Asunción Silva da en el blanco”, “Eugenio Montale en una fotografía”, “Franz Kafka en el sanatorio”, “Una broma para Saint John Perse”,  “Posible adiós a Walt Whitman”, “Gottfried Benn, 1910”. Dan ganas de leerlos a todos. Hugo Diz me instruía en aquellas viejas conversaciones en Klee: el secreto de un poema está en su cierre, en su final. También lo está, muchas veces, en sus títulos, aunque estos sean, como en el caso de Giannuzzi, casi siempre denotativos. Uno de sus retratos, singularmente publicado en el mismo libro de 1967, se llama “Alfonsina”. Giannuzzi, que parece haber estado, muchos años después, en el mismo décimo piso del edificio Bencich o, tal vez, en una casa de Núñez donde viviera Alfonsina años antes, o tal vez sólo paseando por su inigualable imaginación realista, anota: “Veo las cosas que ella tocó, la madera/ que pisó con la planta desnuda al bajar de la cama/ la taza celeste de su desayuno real.” Leyendo sus poemas no concibe “la sustancia dramática pegada/ a la materia histórica/ al cuerpo, a la mesa, al peine, a la cuchara”. Alguien, piensa el poeta, “debió moverse detrás suyo,/ una segunda versión inclinada/ para dictarle estas cosas que leo,/ un morador de otro reino que asumía/ la gestación nocturna de lo genuino./ Ella debió ser un simulacro,/ en todo caso un ensayo de lo viviente,/ con vestidos, con huesos, con locura y tabaco”.

Diez años después de aquel encuentro en la redacción de Crónica, ya habiendo leído todos sus libros, algunos encontrados en librerías de viejos, otros publicados por José Luis Mangieri o por Ediciones del Dock, empecé a ver a Giannuzzi cada tanto, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, en Buenos Aires, seguramente en los ciclos de poesía que organizaba Delfina Muschietti. Sus zapatos deformados por sus pies, sus trajes preferentemente grises, cortados, en invierno, por un echarpe rojo, su sonrisa un poco incómoda, como si todo fuese un enorme malentendido, cuando los jóvenes y no tan jóvenes le demostrábamos admiración y le rendíamos pleitesía, me hacían pensar que a él también, como a Alfonsina, alguien que se movía detrás suyo, un morador de otro reino, le dictaba las cosas que escribía y que él, ese que veíamos ahí, a veces solo, a veces hablando con sus amigos de antes, era un simulacro, un ensayo de lo viviente.

Edificio Bencich.

BIBLIOGRAFÍA

Alfonsina Storni, Poesía. Ensayo. Periodismo. Teatro. Buenos Aires, Losada, 1999.

Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza, Barcelona, Casa Maucci, 1920.

Ana Silvia Galán y Graciela Gliemmo, La otra Alfonsina, Buenos Aires, Aguilar, 2002.

Joaquín Giannuzzi, Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 2000.

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