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12 de agosto 2016

Mariano Schuster

Jefe de redacción de La Vanguardia. Editor en Nueva Sociedad.

CAMARADAS OLÍMPICOS

Tiempo de lectura: 6 minutos

A Lucas Malaspina

No siento una especial afición por el lanzamiento de jabalina ni por las carreras de 100 metros llanos. Tampoco disfruto observando como un chino entrenado a destajo da vueltas como un trompo en el cielo antes de caer a una pileta. Seré poco exquisito, pero prefiero el fútbol. Pese a ello, comprendo que las masas sedientas de deportes que ignoran pero de los que hablan con excesiva soberbia, se agolpen para deleitarse con los Juegos Olímpicos. Desafortunadamente, lo desconozco todo sobre judo y canotaje, sobre snowboarding y patinaje artístico. Así que, si me disculpan, diré que prefiero las Spartakiadas, aquellos juegos que, frente al invento del barón Pierre de Coubertin, pergeñaron los soviéticos durante los años veinte.

Se precisaban Olimpíadas Comunistas. Eso fueron las Spartakiadas

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Corría el año 1921 y los camaradas Lenin, Trotsky y Stalin ya estaban encaramados en sus temibles pujas de poder. Toda Rusia vivía las convulsiones de un pasado que amenazaba con regresar, sin saber si aquellos bolcheviques que prometían “pan, paz y tierra” permanecerían en el poder por demasiado tiempo. La oportunidad parecía servida entonces para quienes, como Nikolai Podvoisky, querían simplemente, revolucionarlo todo. El muchacho de pelo enrulado y sonrisa triste, que había cofundado el Pravda, organizado antes que Trotsky el Ejército Rojo y liderado soviets en la fallida revolución de 1905, estaba dispuesto a proponer una exótica idea.

Nikolai Podvoisky

Se desarrollaba el II Congreso de la Internacional Comunista. Miles de delegados habían llegado a Petrogrado y a Moscú para discutir los asuntos más trascendentes del movimiento revolucionario mundial. ¿Cómo desarrollar revoluciones en el resto de Europa? ¿Qué posición debían adoptar los comunistas con respecto a los nacionalismos? ¿Podrían bolcheviques y socialdemócratas alcanzar acuerdos puntuales? Podvoisky, que veía con excentricidad los encarnizados debates, permanecía en silencio. En el momento que levantó su voz, lo hizo para hacer la única propuesta seria de aquel aburrido Congreso. ¿Y si fundamos una Internacional Deportiva?

Los congresales, demasiado ocupados en asuntos tan poco trascendentes como la seguridad, la paz y la igualdad de la clase obrera, no le otorgaron a tamaño asunto, la importancia que merecía. Simplemente levantaron la mano, votaron afirmativamente, y siguieron recitando sus decálogos marxistas. Era suficiente para Podvoisky, el hombre que imaginaba a miles de luchadores de catch y jugador de badmigton cantando La Internacional.

En 1928 30 mil atletas revolucionarios de todo el mundo desfilaron por Moscú

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Los socialistas, claro, se le habían adelantado. Desde 1890, el Partido Socialdemócrata Alemán –como no podía ser de otra manera– organizaba clubes y competiciones entre trabajadores. El laborismo británico, el socialismo yankee, el canadiense, el belga y el francés hacían lo propio. Pero para un ultraizquierdista como Podvoisky, la Internacional Socialista de los Trabajadores y el Deporte, que reunía a los socialdemócratas, no podía enfrentarse con coherencia a los Juegos Olímpicos oficiales. En el fondo, aquellas Olimpiadas Obreras que los socialdemócratas organizaban desde 1925, terminarían, decía, siendo funcionales al poder.

Spartakiada 3

Se precisaban Olimpíadas Comunistas. Y eso fueron las Spartakiadas. En 1928 y bajo el auspicio del viejo camarada, 30.000 atletas revolucionarios de todo el mundo desfilaron por las calles de Moscú hasta el Estadio Dynamo, expresando su más enérgico repudio al olimpismo oficial. La Unión Soviética, ya a las ordenes de Stalin –a quien Podvoisky seguía considerando un verdadero enemigo de la revolución– encontró en aquel espectáculo una forma de contestar al aristócrata Pierre de Coubertin, presidente del Comité Olímpico Internacional, frente a la exclusión de obreros y mujeres en sus competencias. La URSS, decían los líderes de la Internacional Roja del Deporte, no debía competir con las naciones burguesas sino mostrar los nobles valores del socialismo a través de sus nuevos festivales deportivos.

Entre los atletas que disputaron las primeras Spartakiadas se encontraba un joven muchacho alemán. No eran pocos los que lo observaban con admiración cuando caminaba por las calles de Moscú. Su cuerpo era el de un fisicoculturista, pero frente a quienes se detenían a hablar con él declaraba: Soy marxista leninista y creo que nuestra revolución vencerá en todo el mundo. Se llamaba Werner Seelenbinder y provenía de un hogar obrero de Stettin, Pomerania. Aunque había intentado competir en el circuito oficial,  se lo habían impedido una y otra vez. La exclusión de los trabajadores me hizo comprender que nuestro único camino es la revolución – decía el jóven que, ya en 1925, había participado en las Olimpíadas Obreras de Frankfurt organizadas por los socialdemócratas. Allí, en la patria de los obreros y los campesinos, sintió, sin embargo, el llamado de los soviets. Estaba decidido a convertirse en un revolucionario profesional.

Seelenbider ganó su categoría en las Spartakiadas. Y el plan de Podvoisky demostró su éxito.  Apenas regresó a su país se afilió al Partido Comunista Alemán (KPD). Su país, sin embargo, vivía momentos de reacción. En 1933, poco tiempo después de asumir su mando, Hitler prohibió las asociaciones deportivas obreras vinculadas a la URSS y unificó al deporte bajo el poder estatal. Seelenbinder siguió la política de su partido: aceptó integrarse en la federación deportiva oficial, avalada por los nazis, y a través de ella gozó de privilegios. Todo se trataba, decían los líderes del partido, de salir del país y formar grupos de resistencia.

Werner Seelenbinder

Camuflado entre los nacional-socialistas, consiguió continuar su carrera deportiva. Disputó diversas competiciones no oficiales y, en 1933 ganó el torneo oficial de lucha libre en pesos pesados. Sin embargo, hizo lo que nadie esperaba. Al momento de realizarse la entrega de premios, se negó a extender su brazo y a gritar el patético Heil Hitler!. La GESTAPO solo tardó siete días en encontrar al luchador, escondido de las hordas nazis. La prohibición para competir durante un año llegó acompañada del veto para salir del país. Hacia 1935,  Seelenbinder parecía acabado. Su mundo revolucionario, aquel que había conocido gracias a las Espartaquiadas soviéticas, comenzaba a esfumarse. Solo se le admitió trabajar como empleado de transporte.

El fisiculturista alemán Werner Seelenbinder se afilió al PC y boicoteó los JJOO de Berlin en 1936

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Un año más tarde, aquel joven admirador de la URSS pergenió un plan. Los soviéticos le habían enseñado que los Juegos Olímpicos de las naciones capitalistas debían ser boicoteados. Encerrado en su departamento de Berlín, solo atino a pensar: Entonces los de las naciones fascistas merecen ser ridiculizados. Junto a los miembros clandestinos del Partido Comunista Alemán ideó un boicot a las Olimpíadas que se celebrarían en 1936 en su país. Destruirían, pensaba el luchador, el totalitarismo nazi con actos vandálicos y poéticos. Sin embargo, un compañero de Munich tuvo una idea reveladora. Para destrozar a los nazis, había que competir. ¿Competir? – preguntó el luchador. Ante las palabras de su compañero, acabó emitiendo una sonrisa.

Seelenbinder entró en contacto con los delegados de deporte, pidió disculpas por sus actos pasados y requirió ser admitido en la competencia. Los jerarcas no lo sabían, pero el luchador tenía un plan sencillo: ganaría el oro y se negaría nuevamente a hacer el saludo nazi, esta vez frente a las narices del Führer.Werner Seelenbinder 2

Todo, claro, resultó mal. En la primera pelea, acabó destrozado. En menos de diez minutos, mordió el polvo y quedó eliminado de la competencia. Los nazis, que le habían permitido participar con la firme convicción de que resultaría campeón olímpico, volvieron a la carga contra él. El 4 de febrero de 1942, el grupo de la resistencia dirigido por su amigo Robert Uhrig, fue desbaratado.  Seelenbinder y otros 65 miembros del Partido Comunista, fueron sentenciados a muerte. Lo torturaron durante ocho días y luego fue enviado a la carcel de Brandenburg-Görden. Para entonces, ya no era un peso pesado. 60 kilos de destrucción era lo único que llevaba a cuestas.

Nikolai Podvoisky, el revolucionario ruso que había fundado el deporte obrero y comunista, había fallecido cuatro años antes, sin saber que había forjado a uno de los suyos. Las Spartakiadas fueron desapareciendo paulatinamente. Luego de cuatro competiciones internacionales, las Olimpiadas Rojas fueron dadas de baja y reducidas, apenas, al campo soviético. La URSS ya no quería formar revolucionarios mundiales sino competir con las naciones capitalistas. El ingreso al Olimpismo oficial fue la última prueba de ello.

Nikolai Podvoisky y Werner Seelenbider no sabían de deporte pero sabían de honor. No se preocupen si al ver las Olimpiadas les pasa lo mismo.

Spartakiada

 

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