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15 de julio 2023

Lorena Álvarez

TODO CIERRA: APUNTES SOBRE “BLONDI”

Tiempo de lectura: 6 minutos

La familia, la propiedad y las tradiciones suelen ser palabras adheridas muchas veces a costumbres rígidas, a envases rancios del “deber ser”. Sin embargo, Dolores Fonzi, protagonista, directora y co-guionista junto a Laura Paredes, del film “Blondi”, pudo crear, con belleza y gracia, otra mirada sobre las relaciones filiales, el hogar y las formas de transmitir costumbres. Se trata de una historia sencilla, un cuento simple pero envuelto en un mundo de sensaciones. Así podríamos describir a “Blondi”, la exquisita ópera prima de la actriz.

La protagonista, Blondi, interpretada por la propia directora, es una mujer joven que fue madre a los 15 años. Tiene ese hijo, Mirko (Toto Rovito), que podría a simple vista ser su hermano, y una red de contención familiar amorosa: su madre, Pepa (Rita Cortese) y su hermana Martina (Carla Peterson). Las tres mujeres tienen rasgos muy particulares, pero Fonzi las retrata sin caer en el vicio de calcar féminas a lo Pedro Almodóvar. Son mujeres autóctonas, urbanas, que viven en una extensión porteña de algún barrio del primer cordón bonaerense, donde reinan las casas bajas, la tranquilidad y una cercanía necesaria con las luces del centro. Una zona poco explorada por el cine, que suele, habitualmente, retratar al mundo suburbano con paisajes sórdidos.

Su aparente caos tiene orden: una madre que la protege y entiende, un hijo que la ama y es su amigo y una hermana que tomó otro camino pero que es parte de esa cofradía

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La historia tiene una rara y hermosa particularidad: jamás transmite angustia ni neurosis, Blondi no es una mujer al borde de un ataque de nervios ni una chica Sex and the city. Privilegiada en cierto modo, sabe cómo usar ese privilegio. Y cuando digo privilegio hablo de algo módico pero esencial: familia y propiedad. Tiene una madre, una hermana, un hijo y una casa. Lo que no cuenta es cómo obtuvo esa morada aunque uno intuye que es fruto de la herencia de algún abuelo. Blondi no necesita un trabajo demencial para pagar el alquiler y eso se percibe.

Su hogar queda cerca del materno, un par de imágenes dejan entrever ese detalle que no es menor, ya que así se comprende mejor cómo puede transitar su eterna adolescencia: apoyada en ese vínculo. Y ese es otro logro: Fonzi muestra con precisión detalles que transmiten más que mil palabras. El espectador, jugando con su propio imaginario, puede armar a través de minucias lo que falta en la biografía de esas mujeres. Si bien la protagonista con su errático comportamiento podría ser una presa fácil para juzgar -porque además quién no ama señalar al otro- logra con sutileza que podamos adentrarnos en su mundo desdramatizándolo.

Ella misma en cierto tramo de la película se ríe acerca de que “no piensa”. Y uno la percibe así, viviendo de la manera en que vivir solo cueste vida. Envidiable en tiempos donde la cabeza no para y siempre nos falta algo. O siempre estamos debiendo algo, en forma real o en envase de mandato. Es que en su aparente caos tiene orden: una madre que la protege y entiende, un hijo que la ama y es su amigo y una hermana que tomó otro camino pero que es parte de esa cofradía de mujeres que viven sin tantas vueltas. Un tejido afectivo a prueba de todo.

Familia

Pepa, la madre de Blondi y Martina, es fundamental en la historia. Se intuye que las crió sola mientras les banca sus elecciones y aspira a que sean felices. No juzga. Salvo cuando siente que su hija mayor, Martina, la que tomó el camino socialmente aceptable, no la está pasando bien. Martina tiene un marido correcto y apático, dos hijos preciosos, un buen trabajo y una casa perfecta. Pero hay algo en esa vida que parece no pertenecerle. La padece. Como si le pesara por los deberes que se impuso.

Alquilar, construir, intentar comprar o recibir de herencia, son las variadas formas de “tener un techo” y a su vez la clave a la hora de armar nuestra propia historia

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Blondi, la que siempre parece colgada de una palmera, fumando porro y armando fiestas con su hijo, a su vez, vive la maternidad sin tanta vuelta ni frustración. En tiempos donde no desarrollarse parece un pecado, donde el deseo se mezcla con la imposición y pareciera que maternar debe ir de la mano de otras exigencias como una carrera, un trabajo que te guste y buena remuneración, ella hace lo que puede. Ni siquiera eligió esa maternidad pero no la sufre. Se adapta. Es dueña de buena parte de su tiempo, algo que hoy nos escasea a muchos tanto como el dinero, mientras su energía para construir está puesta en el vínculo con el hijo. Vive al día, tiene un auto viejo, y ningún condicionamiento estético le saca tiempo, ni dinero. No llega a jipi con OSDE. Pero llega a ser envidiable. Transita.

El hijo, producto un poco de todas esas mujeres, tampoco pasa facturas. Comparte la vida con su madre, a la que ama y un poco cuida, mientras hace lo que más le gusta, dibujar. Tampoco sabemos si tiene un trabajo, pero de tenerlo uno intuye que es precario.

Blondi y Martina son madres pero dejan en claro que aún necesitan la protección que brinda el lugar de hijas, y a su vez emanan la comodidad que sienten en sus roles de tías. Todas se necesitan, se protegen, se ayudan. Están presentes.

Propiedad

Muchos filmes suelen despertarme a la hora del “the end” distintas reflexiones. Este fue uno. Después de adentrarme en la toda la extensión de la maternidad, aunque yo no sea madre – y con un detalle que no es menor, pues me hizo extrañar mucho a la mía, una mamá muy joven casi como Blondi que se murió en mis treinta y cortos- me puse a reflexionar sobre el valor del techo propio.

La casa, el hogar, la propiedad, ese bien que nos cambia tanto que hasta podríamos aseverar que signa muchas de nuestras decisiones. Alquilar, construir, intentar comprar o recibir de herencia, son las variadas formas de “tener un techo” y a su vez la clave a la hora de armar nuestra propia historia. La responsabilidad, la ansiedad o los miedos que trae no estar amparado en una vivienda es parte de la adultez y hoy la imposibilidad de acceder a ella, al menos en las grandes urbes, hace que a las ansiedades e incertidumbres de estos nuevos y precarios tiempos se sume ese punto de manera agigantada. Y tener tu casa heredada no es menor a la hora de la libertad.

Blondi no es una mujer al borde de un ataque de nervios ni una chica Sex and the city. Privilegiada en cierto modo, sabe cómo usar ese privilegio. Y cuando digo privilegio hablo de algo módico pero esencial: familia y propiedad

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Hace poco cuando se estrenó “El fin del amor”, la serie basada en el libro de Tamara Tenembaun, la protagonista, alter ego de la autora, ni bien se separa y con dificultades para alquilar se va a vivir a la casa de sus abuelos, que ya no la habitan pues viven en una residencia para adultos. Se adueña del espacio poniendo su impronta mientras pelea con su madre -ya hay otra hermana que también podría vivir ahí-. Pero ese fragmento de la serie que parece menor es de suma importancia. Se puede hacer lo que uno guste, pero qué importante es no sentir la presión de pagar un alquiler. Y Tenembaum nunca suele pasar por alto la importancia de las elecciones y la economía. Lo maravilloso es que en esta otra historia Tamara también tiene una vida feliz, algo caótica y con un lazo familiar muy potente forjado, también, a través de una ausencia paterna. Y un techo casi propio.

Volvamos a “Blondi” y lo que no pude dejar de pensar: además de la familia, esa casa, ese refugio- muchas escenas se desarrollan en un lugar tan cálido como la cocina- le permiten a la protagonista echar raíces, justo a ella que siempre parece estar volando. Porque a pesar de lo disfuncional que parece todo, va a bailar con su hijo, la madre cree en esquemas de Ponzi, su hermana sigue sus impulsos, nada nos parece tan terrible porque la película en el fondo transmite lazos afectivos muy fuertes y hermosos. Que no es poco.

Tradiciones

En algún reportaje Dolores contó que ni bien conoció a Toto Rovito en la filmación de “Argentina 1985” -film dirigido por su pareja Santiago Mitre-, sintió que ese chico podía ser su hijo en este proyecto. Y fue un acierto. Actúa fluido, amable, con la naturalidad necesaria para compartir escenas con grandes actrices, pero a su vez no pude dejar de pensar que sus lazos familiares aparecen, casi mágicamente, en la historia.

La abuela paterna de Toto, Bárbara Mujica, con la que comparte un aire muy fuerte a simple vista, además de ser una de las actrices más talentosas de los años ’60,’70 y ’80, fue una madre jovencísima. Conoció a quien fuera el padre de sus hijos, otro actor muy joven llamado Oscar Rovito, a los 14 años y antes de los 20 ya tenían una familia con dos chicos.

Gabriel, uno de sus hijos al cumplirse 30 años de la muerte de la actriz, contó en un reportaje que “lo que más recuerdo de mi mamá son las largas charlas que teníamos hasta altas horas de la noche, en un bar, tomando un café, o en alguna peña folklórica. Nuestra relación era muy amorosa, ella tenía 17 años recién cumplidos cuando yo nací y nos criamos juntos, prácticamente, y a veces parecíamos más hermanos que madre e hijo”.

Leyendo esto uno podría decir que para Dolores la de Toto fue una elección tan mágica como su película. A quien a simple vista en cualquier escena podrían confundirlos con hermanos. Todo cierra.

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