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24 de marzo 2024

Florencia Angilletta

ME ACUERDO

Tiempo de lectura: 7 minutos

Todas las historias de amor son historias de fantasmas

David Foster Wallace

En algún momento de la vida se cumplen cuarenta años. Por lo general, suele ser antes de que lo marque el calendario. Algún evento, hito o desliz –es decir, cierto rito de pasaje– que empuja el cambio de década. La edad es móvil. Miramos las fotos de un militante de los setenta cuando tenía 25 años y nos parece un señor. Ahora, en cambio, quizá, los cuarenta sean recién el ingreso al club de la adultez. La franja que dice ya no sos una joven promesa. Entrar del lado de lo hecho. Del duelo por lo que no fue. De las vidas que no se vivieron.

La década de los cuarenta se superpone, para algunos, con los 40 años de democracia. Una generación nacida al calor de las urnas, formada bajo el kirchnerismo y que ya le toca jugar un poco al meme del perro grande (entre el dengue, los temporales de lluvia, la escalada inflacionaria y un gobierno que termina siendo su qué es esto). A lo mejor ése sea nuestro mayor destino sudamericano. De todos los lados del mostrador alguna vez se siente la profunda extrañeza, la extrema incomprensión del y esto con qué se come. Aunque la historia tiene sus carriles. No pide permiso.

Por capricho, y con probabilidad por deformación profesional, marco como gesto de lo que implica estar en los albores de los cuarenta el haber llegado a participar de un escrache. Trato de hacer –justamente– memoria y de recordar cómo alguien podía enterarse de un escrache cuando no había teléfonos con Whatsapp y ni siquiera mensajes, y cuando internet todavía era algo que se usaba en un ciber. Me acuerdo de algunos carteles pegados en árboles o postes de luz. Me acuerdo de algún “boca en boca” en alguna fiesta. A veces era leer el suplemento “No” de Página 12 buscando fiestas y cruzarte con un anuncio en el diario. De alguna manera llegamos.

La edad es móvil. Miramos las fotos de un militante de los setenta cuando tenía 25 años y nos parece un señor. Ahora, en cambio, quizá, los cuarenta sean recién el ingreso al club de la adultez

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De alguna manera llegué. Pendejísima. No fueron muchos a los que fui, quizás dos o tres. Años 99, 2000. Esos años prekirchneristas, desérticos, a su modo febriles o límbicos. Algo de esa experiencia quedó grabada en mí. Caminar por un barrio que resultaba familiar, cercano. Como Belgrano o Villa Urquiza y ver cómo chicos más grandes derramaban pintura roja sobre las paredes. Me acuerdo: fue la primera vez que vi a una persona con una remera que tenía una inscripción de Montoneros.

Me acuerdo estar mirando –o fichando– muchachos durante el escrache. Si hubiese un lugar bautismal generacional, aguas del Jordán, para muchas de quienes estamos rondando los cuarenta va por ahí. La otra forma del cuento de hadas. El beso entre un civil y un hijo o hija de desaparecidos. Acercarse de alguna forma a ese nervio, a ese dolor, a esa entraña de la Argentina. Sortear los muros de Berlín de quienes podían pertenecer, opinar, decir. El beso por asalto. Me acuerdo.

El karma de vivir al sur: la relación entre lo instituyente y lo instituido. De cómo ciertas periferias, ciertas demandas, ciertas peleas se convierten en una política de Estado (¿de Estado o de gobierno?). En 2020 HIJOS cumplió 25 años. El entonces ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro, hijo de desaparecidos, vinculado a HIJOS desde su fundación, publicó en Twitter una foto de él, joven, delante de la bandera, con su cuello rodeado por el típico pañuelo blanco y negro –el llamado “pañuelo palestino”, un signo de época–. ¿Qué pasa para que esa juventud llegue a ocupar cargos jerárquicos en la función pública? ¿Cómo se transforman las demandas de los escraches –“juicio y castigo”– en una política de…?

El hijo apropiado por la dictadura puso su firma en los DNI de los argentinos. HIJOS, diríamos las instituciones, contienen la luna y el lado oscuro de la luna. Anoto la frase de un amigo: “ganar es lo peor”. Pero todos, más o menos, somos esos adolescentes que sueñan con ganar. Algo. ¿Para qué se relaciona un gobierno con su sociedad civil? Resultan nítidos los efectos de “ganar”, aunque ¿cuáles son los desafíos para que aquello que estaba pulsando no termine siendo un museo de sí mismo? El Estado puede terminar siendo la máquina de estatalizar la agenda pública. Si todo es Estado, ¿dónde queda una política social de la memoria?

La memoria no es el acontecimiento memorizado. Es una operación. Y para que haya memoria tiene que haber olvido. Sin olvido no hay memoria. Porque la fantasía de recordarlo todo puede actuar como una forma del autoritarismo

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“Escuchar con los ojos a los muertos”, decía el poeta Francisco de Quevedo. La memoria siempre establece una relación, un corte, un subrayado. Frente a la fantasía de completitud, de objetividad y ecuanimidad, la memoria es una operación. Nunca es el acontecimiento sino lo que se hace con lo que el acontecimiento hace de nosotros. Muchas veces se acusa a la memoria de fragmentaria, parcial o escurridiza. Pero la memoria no se organiza primordialmente por el paradigma verdad o mentira. No es su función la informativa o referencial. Porque se parece a escuchar con los ojos a los muertos. A mezclar, a ponderar, a elegir. Es palpable en el cine, que expone la memoria con la técnica de los puntos de vista –una misma escena es recordada por los personajes de distintos modos–. La memoria no es el acontecimiento memorizado. Es una operación. Y para que haya memoria tiene que haber olvido. Sin olvido no hay memoria. Porque la fantasía de recordarlo todo puede actuar como una forma del autoritarismo.

Por eso, en parte, es que el pasado nunca deja de cambiar. Es una máquina viva. Y las memorias sólo existen en plural. Incluso dentro de una misma subjetividad los ejercicios de memoria difieren (no es lo mismo el país que nos contamos a los veinte que a los cuarenta). La memoria no es engañosa. Engañoso es pensar que la memoria funciona como una película aséptica, como una reproducción referencial de lo vivido. Elige tu propia memoria. Un país elige los muertos que llora. Los que lloramos todos, todas. La disputa por la memoria, lejos de aligerar, puede activar las discusiones públicas; la disputa por las políticas de memoria en plural.

La memoria no se ejerce solo desde la comuna 15 de la Ciudad de Buenos Aires. Desde el inconsciente de una chica formada en Letras, Artes o Cine. Las memorias de los setenta son las memorias de eso que está cocido, recontra cocido, que se ha vuelto un mantra laico enseñado en las instituciones. Y también la memoria se hace de lo crudo, de los benditos años setenta de la gente común, de todos los mostradores y mechas. Como de las personas que, desde lugares periféricos y muchas veces insólitos, contribuyeron y hasta salvaron una vida.

Y la memoria también se hace con la de los hijos e hijas de militares y policías. Muchos de quienes son parte de una burocracia profesional. Que no es siempre ni excluyentemente antidemocrática pero que tampoco cabe en una romantización burda. Cómo una memoria puede no ser social. Poder reflexionar sobre los efectos de las políticas de memoria. La necesidad –imperiosa– de que esas políticas sean un patrimonio de todos los argentinos y no sólo de un sector que nació destinado a conmoverse cuando le pasan la película La noche de los lápices. Esto no implica reducir ni banalizar. Pero frente al ataque al “consenso” que ejercen las provocaciones del gobierno de Milei la respuesta no tendría por qué ser sólo reactiva. Porque nos vuelve a colocar en el lugar del qué es esto. Qué tenemos para decir que implique asumir estas memorias en plural.

Marzo es un mes de memorias. Recordamos a las mujeres muertas en una huelga en Nueva York hace más de cien años. Recordamos la última dictadura militar hace 48. Recordamos las pascuas judías y cristianas. Me acuerdo cuando era chiquita, de las primeras veces que me di cuenta de la cercanía del calendario entre unas pascuas y otras, de lo junto que puede estar lo diferente.

La memoria no se organiza primordialmente por el paradigma verdad o mentira. No es su función la informativa o referencial. Porque se parece a escuchar con los ojos a los muertos

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Hoy es domingo de Ramos. Es la memoria del día que Jesús entra en Jerusalén con el pueblo vivándolo con olivos. El comienzo de su pasión y de la Semana Santa. Me acuerdo de las personas que me trajeron el olivo y de las muchas veces que lo di. Ese ramito recuerda algo que fue costumbre y ya es casi una tradición de buena suerte. Dicen que a la misa de Ramos van más personas que a la de Navidad. Muchos queremos eso entre las manos, eso en nuestras cocinas.

El drama argentino se concentra en la pregunta cómo pasamos de ser fans de la película 1985 –que, como se ha dicho, de algún modo le devolvió los derechos humanos a la sociedad– a tener un gobierno abiertamente contrario a las políticas de derechos humanos. Quizás allí radique –como una miniatura– su diferencia con el macrismo. El mileismo no es el contrario funcional del kirchnerismo. Es el nombre de una época nueva, desconocida, inquietante. Una época frente a la cual puede haber sólo condena o estigmatización, que sigue alimentando el ellos y el nosotros. Que sigue haciendo una política de destrucción de lo otro. Una negación. Quisiera que no existas.

Pero la democracia es la vida y la vida no es la vida de un sector, de un sólo partido o de una sola opción. Es la vida tejida entre mil memorias. Y si hoy, sobre todas las cosas, vale la pena recordar, vale la pena decir me acuerdo, puede ser allí donde algo de la memoria todavía nos siga poniendo en riesgo. Como en la historia del dueño de una peluquería que fue capaz de darle a una empleada las llaves del negocio para que pudiera llamar desde el teléfono de línea a su hermano que estaba clandestino. Como en la historia un abogado conservador que fue capaz de firmar un habeas corpus. Como en la historia de la prima de la militante que fue capaz de tirarse por el incinerador con una agenda entre las piernas. Como en la sangre por venir. Como en la historia que aún no se escribió.

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