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12 de noviembre 2023

Luciano Chiconi

EL TEOREMA DE ADELINA

Tiempo de lectura: 11 minutos

La utopía de una minoría silenciosa que había caminado al costado del fuego de los setenta tendría su ventanilla de reclamos en el nuevo mar abierto de la democracia del 83: si la dictadura del Proceso se consumaba como la vivencia trágica que desembocaba en la cancelación final del partido militar por parte de la clase media argentina, estaba bastante menos claro que vastos sectores de esa clase media hubiesen cancelado sus sueños de una política que “hiciera mercado”. A pesar del liberalismo político que Alfonsín sellaba en la piel del sistema, la democracia también estaba marcada por el desafío social de representar y desplegar una economía de mercado sin “el ruido” de los fierros y las botas. Todavía más: la democracia lucía como la nueva tierra prometida ideal para entrar al mercado.

La Unión del Centro Democrático (UCD primero, Ucedé después) debutaría en el mercado político con una misión práctica concreta: tejer la relación entre la joven clase media y la guita que “producía” ese capitalismo pos-83 chocado, sin un service macro que lo pusiera a la altura de la nueva democracia. Si había “prosperidad política”, la Ucedé se encargaría de señalar que no había “prosperidad capitalista” gracias a la persistencia corporativa “anti-mercado” del Estado: la nafta adulterada de YPF, el plan Megatel, los pollos de Mazzorín.

La Ucedé le hablaba al empresario honestamente liberal que tenía que lidiar con la patria contratista, al joven profesional que pagaba los impuestos que “valía” un empleado de SEGBA, al universitario que arrancaba una pasantía con toda la furia en una multi, y también al nostálgico que añoraba la forzada hegemonía liberal del pasado. Por los márgenes del liberalismo institucional de masas que encarnaba Alfonsín, la Ucedé predicaría un liberalismo de a pie, más árido y casuístico, sobre cuánta guita real podía ganar el hombre común (el tipo que no estaba cerca del Estado, ni de un sindicato, ni de una empresa asistida) en la democracia naciente.

La democracia también estaba marcada por el desafío social de representar y desplegar una economía de mercado sin “el ruido” de los fierros y las botas. Todavía más: la democracia lucía como la nueva tierra prometida ideal para entrar al mercado

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A los quince años, Adelina Inés Dalesio de Viola ya estaba politizada. Era liberal, así, a secas, una idea sin partido, por afuera de una época que imponía el modo de vida revolucionario a izquierda y derecha: la liberación soplaba más fuerte que el liberalismo en la educación sentimental de la juventud sesentista. Cuando volvieron Perón y las urnas, Adelina militó en la testimonial Nueva Fuerza, cuando se guardaron las urnas dejó la política y vivió la vida común del sector privado en la misma época que lo descubrían los jóvenes viejos peronistas que fundarían la Renovación. Cuando llegó el ’83 y la clase media civil agarró la batuta de la sociología política de la nación a partir de la extrañeza de masas frente a los setenta, la vocación liberal silvestre de Adelina de Viola tomó una dimensión representativa “hegemónica” en la conformación de la opinión pública no estatal de la democracia. Su condición de cuadro vandorista de la clase media metido dentro de la política se cristalizaría a medida que la consolidación del modelo político del orden democrático de Alfonsín demoraba la esperanza callejera del derrame como conquista del régimen.

Desde su fundación, la dinámica de acumulación política de la Ucedé tensionó entre dos polos sociológicos: el partido vandorista de clases medias de Adelina y el partido “de clase” dirigente de Alsogaray. El nuevo pueblo liberal de Adelina y la casta propietaria de las ideas liberales argentinas sintetizada en los Alsogaray. Renovación e historia. Práctica y teoría. Esta tensión no evitó que en el terreno de la realpolitik partidaria, Alsogaray y Dalesio de Viola se aliaran en muchas ocasiones para frenar o bloquear la irrupción de nuevos rivales internos a los fines de controlar el poder del partido o conformar listas, pero en la larga marcha social de la identidad liberal moderna, Adelina y el ingeniero encarnarían la contradicción principal de la Ucedé a la hora de pensar la realización política de un liberalismo para la Argentina.

Adelina arrancaría en el primer mostrador de la democracia liberal del 83: concejal de la Capital Federal. Alejada de los grandes temas que planteaba el poder alfonsinista en el plano nacional (es decir, la clausura cultural de los setenta a través del progresismo democrático), Adelina apuntaría a construir su figura política sobre la base del carisma barrial (su condición de nacida y criada en el sur porteño) y desde allí predicar lo liberal no como un dogma sino como un tema vecinal que tuviera sentido dentro del hogar del votante. A diferencia de muchos políticos de la “corporación civil” que iba formando el sistema de poder democrático, Adelina sabía cuánto salía un kilo de papas o cuántas horas pasaba el hijo de una empleada de una compañía de seguros en una guardería. La práctica en el subsuelo de la política municipal forjaría un rasgo esencial del pensamiento político de Adelina de Viola: la idea de que el político debe “participar” del escenario social argentino para que las ideas liberales prosperen.

No se pueden entender los Massa, los Monzó, los Gray (pensados como estereotipos del político profesional del partido de masas pos 2001) sin entender antes los desplazamientos pioneros de Adelina sobre el sistema político

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En ese sentido, cada etapa de su guerra fría contra los Alsogaray estuvo signada por la intención de que la Ucedé no se transformara (como ella misma decía) en un “partido de académicos” ni en una helada tecnocracia liberal. Si Alsogaray inducía al partido de cuadros técnicos como reflejo de su propia biografía (el teólogo-cirujano liberal del partido militar, de Frondizi o posteriormente de Menem), Adelina, más hija de la democracia, pensaba en el liberalismo como un proyecto político integral que pasara por el trance popular de ir al pie de una nueva, difusa y muy policlasista clase media. A raíz de esta puja, Adelina de Viola trascendería como uno de los pocos dirigentes de la Ucedé con vocación para pescar por afuera del núcleo ideológico clasista y construir un link entre el asalariado y la ambición sana por el billete. Predicar el sueño de que, como ella misma decía, los proletarios se transformaran en propietarios.

Esa praxis plebeya en contraste cultural con la vieja “orgánica” liberal haría crecer la figura política de Adelina, y anticiparía por dónde pasaba ese aspecto posmo nada secundario de la “nueva” representación democrática: Adelina de Viola sería una de las pocas expresiones de la dirigencia política (junto con el entonces gobernador Menem) que entendería el capital político insondable de la televisión en la construcción de esa “cultura sucia” que era la democracia. En este sentido, el inmortal “socialismo, ¡las pelotas!” a Silvia Díaz en el programa de Susana Giménez podría leerse como la coronación de un largo proceso de siembra televisiva que Adelina había iniciado muchos años antes, cuando entendió rápidamente que la televisión era la plataforma apolítica que aportaba sentido a la “opinión pública” del votante. El rasgo central de Adelina de Viola era que además de ser abonada a programas políticos como Tiempo Nuevo (donde junto con Neustadt construiría el dialecto popular de lo que luego sería el “doñarosismo”), también iba al típico magazine del mediodía, al típico programa “para la mujer” o al programa de humor, y en todos estos lugares exhibía una gimnasia letal para combinar una anécdota familiar sobre la inflación, un comentario picaresco sobre la intimidad matrimonial, un consejo legal a las mujeres que querían adoptar un hijo o pronosticar la liberación de impuestos que un comerciante quería escuchar. Adelina hacía política para los “apolíticos”, y su huella anticiparía un mandato de acumulación que la mayoría de la clase política (y no solo el peronismo) adoptaría recién con los cambios de representación forzados por la “liquidez” de la crisis del 2001.

Esta dimensión mediática singular de Adelina, sumada a su constante ambición política por plantear un liberalismo bastardo con la Villa 31 adentro, explicarían al menos en parte dos fenómenos políticos concurrentes: el ascenso de la Ucedé del 8% de los votos en las legislativas de 1983 al 22% (y casi “tres tercios” con el PJ y la UCR) en las de 1989 en la Capital Federal, y el trasvasamiento ideológico del partido sintetizado en la preponderancia electoral de Adelina. En esa nueva tensión con los Alsogaray se terminaría definiendo la suerte hegemónica de la Ucedé y la relación del “partido liberal” con el poder y con el peronismo.

En el plano de la disputa política, Adelina de Viola había desarrollado una posición cultural muy anti-radical como opositora al gobierno de Alfonsín; su verborragia liberal se apoyaba en la crisis económica y de poder estatal que implicaba la inflación; a su vez, apelaría a cierto cinismo runflero para ilustrar la crisis de la identidad progresista de los derechos humanos que el alfonsinismo trataría de sostener como capital político excluyente a medida que se oscurecía la realidad económica. En ese “vacío de poder” entre democracia y mercado que se cristalizaba en 1987-89 se iría edificando una convergencia conceptual (aunque no orgánica) entre Adelina y el peronismo: para Adelina, el liberalismo no tenía sentido si no se realizaba en una hegemonía de poder concreto.

A diferencia de muchos políticos de la “corporación civil” que iba formando el sistema de poder democrático, Adelina sabía cuánto salía un kilo de papas o cuántas horas pasaba el hijo de una empleada de una compañía de seguros en una guardería

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Ahora bien: la trayectoria “peronista” de Adelina de Viola estaría atravesada por vaivenes personales que también reflejarían un más global proceso “evolutivo” del peronismo desde su condición básica de partido de poder hasta su consumación como liberalismo económico realmente existente de la democracia. En un principio, Adelina apoyaría al peronismo menemista como el poder político indiscutido de la nueva etapa, pero cuestionaría “por derecha” la política económica del gobierno como táctica de avance en la interna de la Ucedé justo cuando Alsogaray entraba al PEN como asesor de Menem y María Julia iba a Entel.

La crítica de Adelina a la privatización de Entel (el gatopardismo de un monopolio estatal por otro privado) anticiparía la crítica que luego Cavallo extendería a todas las privatizaciones pre-Convertibilidad, más enfocadas en el objetivo político de “descorporativizar” al Estado que en generar un mercado capitalista competitivo. El cuestionamiento de Adelina tenía objetivos políticos concretos: por un lado, mantenía su “pureza liberal” frente a los Alsogaray que no hacían un liberalismo “en serio” en la gestión, y por otro lado inducía a la idea de que el peronismo era “el poder”, pero no había madurado hacia una economía liberal.

Durante 1990, Adelina de Viola profundizaría su apoyo político al poder peronista (por encima de las diferencias liberales en la economía): la diputada de la Ucedé sería una de las principales voces “no peronistas” que en la jornada del 3 de diciembre militaría de manera irrestricta la represión terminante de Menem a los carapintadas. A su vez, desplegaría la confrontación final con Alsogaray por el control y destino de la Ucedé. No se trataba solo de la puja por un “sello de goma”; en una sintonía política más fina que preanunciaba la época, se discutía el formato político de una gobernanza liberal argentina. Si Alsogaray expresaba el anhelo de una alianza tecnócrata “por arriba” con Menem que no metiera las patas en el barro del peronismo, la obsesión de Adelina era que la Ucedé se incorporara al sistema de poder del “partido del orden”, que se transformara en una cultura social a caballo del sentimiento “peronista” pragmático de la sociedad. Según Adelina, no habría liberalismo sin clase media, sin empleados en negro, sin grasada. La imagen de Adelina estaba tallada a imagen y semejanza de los votantes “independientes” del menemismo: era una “liberal” sin título universitario. Donde había una necesidad, tenía que haber derrame.

En el punto más agudo de ese debate, de ese dilema, surgiría una frase, un concepto, un teorema: hay que peronizar al liberalismo o liberalizar al peronismo. Una frase que Adelina dijo, y que si no dijo se le atribuye, y que si no se le atribuyera, su propia biografía definiría con mucha mayor contundencia que la explicación de la idea. Adelina dijo esa frase, pero lo más inapelable radicaba en que Adelina era esa frase.

El planteo de Adelina iba mucho más allá de la enunciación idealista de un dogma económico o de hacer alianzas partidarias; proponía un rumbo político que saldara los problemas del poder democrático para amalgamar política, mercado y sociedad. Se trataba de una propuesta cultural: procesar la teoría liberal por el tamiz de una idiosincrasia de masas, y parir una gobernabilidad. En la práctica, la “cuestión liberal” era un tema que urgía mucho más al PJ que a la Ucedé, ya que el menemismo se estaba quedando sin liturgia para encontrar una racionalidad económica que cortara la hiperinflación y lo proyectara como partido del orden.

Adelina Dalesio de Viola dejaría la Ucedé en 1991, renunciaría como diputada y se incorporaría al gobierno como funcionaria del Ministerio del Interior de Manzano. A diferencia de María Julia Alsogaray, que concebía su aporte al menemismo bajo la estricta letra técnica de las privatizaciones, Adelina se incorporaría como pura funcionaria política al “ministerio del poder”, y desde allí cumpliría una labor de “cuadro” orientada a apuntalar y promocionar la voracidad hegemónica del menemismo en temas clave: la reforma constitucional, la reelección presidencial y el sistema de mayorías y minorías políticas en el Estado que se acordaría en el Pacto de Olivos.

La diputada de la Ucedé sería una de las principales voces “no peronistas” que en la jornada del 3 de diciembre militaría de manera irrestricta la represión terminante de Menem a los carapintadas

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A esa altura, la convertibilidad certificaba el nacimiento del peronismo liberal y Adelina ya no estaba obligada a ser la voz de la moral económica del gobierno (ni sería mejor intérprete de eso que Cavallo); nuevamente, los avatares biográficos de su salida de la Ucedé e ingreso al gobierno de Menem serían más ilustrativos que su “aporte liberal” a la gestión como reflejo aluvional de la “propiedad peronista” de la experiencia liberal argentina. La peronización de Adelina cerraría la etapa de la puja clasista Ucedé-PJ y fraguaría una especie de know how groncho en la identidad del liberalismo argentino, aún hoy ineludible a la hora de conformar una propuesta liberal exitosa.

Fiel a su camino biográfico, la etapa de Adelina de Viola como funcionaria del PEN (1991-1994) no puede leerse como una virtuosa obra técnica de gestión (en ese sentido, Adelina no fue una gran funcionaria), sino como un nuevo paso entre la salida de una “orgánica” y el ingreso a otra. Cuando se fue de la Ucedé, Adelina perdió la batalla contra el partido elitista de Alsogaray y se fue sola, no se llevó masa crítica del partido. Sin embargo, su entrada al gobierno no significó una inmediata entrada al PJ. Durante esos años de transición, Adelina mantuvo una influencia política y “operó” sobre las nuevas camadas dirigentes y militantes de la Ucedé para alentar la fuga de cuadros ucedeístas al peronismo.

Se podría decir que esta tarea tuvo un efecto diferido: si Adelina de Viola entró sola al gobierno y solitaria fue su adhesión orgánica al PJ en 1993, ese movimiento personal también revelaba anticipadamente un fenómeno político “de base” que se producía en la idiosincrasia fronteriza de la nueva cultura liberal: la conformación de una dirigencia juvenil peronista que había pasado por la escuela primaria de la Ucedé. No se pueden entender los Massa, los Monzó, los Gray (pensados como estereotipos del político profesional del partido de masas pos 2001) sin entender antes los desplazamientos pioneros de Adelina sobre el sistema político.

Finalmente, Adelina de Viola tendría su bendición justicialista: firmaría la ficha de afiliación, tiraría los deditos en v, cantaría la marchita, se abrazaría con El Tula, se la vería radiante cometiendo los excesos de la fe del converso, orgullosa de refregar por la cara del progresismo opositor esa avasallante impunidad cultural de mayorías del peronismo como partido del orden. Su llegada al PJ eclipsó la estelaridad liberal que le había dado la fama, y la convertiría en un áspero cuadro palaciego de la causa menemista en tanto “fin de la historia” de la realización del poder político liberal en la Argentina. Liberada ya de las urgencias de una representación “saldada”, el peronismo le brindaría más comodidad cultural para desplegar su talento atávico para la compadreada, para el exabrupto controlado, para el guiño y la provocación picaresca que la política todavía toleraba más en los hombres, para darle el peso justo a la puteada en el debate político, para encarnar cierto maquiavelismo barrial del éxito menemista. La luz protagónica de Adelina de Viola se apagaba porque la batalla cultural que ella misma había encendido en 1983 ya estaba ganada. El liberalismo ya no pertenecía más a Adelina: el liberalismo ya estaba en la calle, en las palabras, en las cosas y en la democracia.

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