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18 de julio 2021

Ernesto Semán

MATAR AL SALMÓN

Tiempo de lectura: 18 minutos

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Tres días después de que la legislatura de Tierra del Fuego prohibiera la salmonicultura en las aguas jurisdiccionales de la provincia, Pablo Gerchunoff explicaba los problemas que una medida así ponía en el horizonte: “Exportar para consumir, porque consumir demanda dólares… No hay política popular sin exportaciones.” La prohibición fue algo así como el primer test en el campo real para la “coalición popular pro-exportadora” de Gerchunoff, probablemente el mejor historiador económico de la Argentina. “No hay política popular sin exportaciones”, agregó en Twitter aquel día: “O sí. La hay con deuda. Elijan.”

No hay política popular y aumentan los pobres. A lo loco. En los días siguientes a la prohibición decidida por la legislatura fueguina, Martín Schapiro se extendió en una de las reflexiones más abarcativas sobre economía y salmoniculturay crítica de la medida fueguina, con el irrefutable dictum de que “sin crecimiento es imposible bajar de forma sostenida la pobreza”, algo imperioso en un país donde ésta “ha alcanzado hasta el 42 por ciento de la población.” Y agregaba: “Es mejor regular que prohibir.” Claudio Scaletta, el economista con un análisis más detallado que el resto sobre la salmonicultura, agregaba bravíamente irritado: “Para la economía no importa de quién sea el producto ni la naturaleza del bien que se exporte, lo que importa es que generar divisas permite aumentar salarios. Así de simple. Y no generarlas nos conduce al estancamiento y a la pobreza”, una de esas frases que pasará a la historia, entre otras cosas porque si hay algo que la economía estudia, si hay algo que le permitió a Marx discutir la idea de tasa de rendimiento decreciente de David Ricardo al analizar la performance de la agricultura norteamericana, es la tensión permanente entre crecimiento y recursos naturales. En todas estas declaraciones, las preocupaciones ambientales eran acomodadas a las necesidades productivas (“busquemos cómo regular”) o políticamente menospreciadas (“ambientalismo bobo”). Matías Kulfas, uno de los mejores ministros del actual gobierno, también criticó la medida mientras sus asesores subestimaban el excesivo celo ambiental que había movido a prohibir una actividad que, en caso de que no nos acordáramos, permite exportar, crecer y así reducir la pobreza que, recordemos, es del 42 por ciento.

Pucha, uno leía las reacciones contra la legislatura de Tierra del Fuego y terminaba creyendo que a la Argentina nunca se le había ocurrido exportar para crecer, que fruto de esa falta de estrategia había crecido la pobreza (al 42 por ciento, ni olvido ni perdón), y que la falta de exportaciones era fruto del excesivo celo prohibicionista de los ambientalistas a lo largo de la historia. Desde las entrañas de su último consumo, la estrella menguante del desarrollismo exuda su última gota de sangre reinventando la historia argentina.

No. Argentina lleva más de un siglo guiada por la idea de que un aumento en las exportaciones de productos primarios está en la base de una economía estable y una sociedad próspera. Pocos consensos tan extendidos. La Década Infame imaginó que ese sería el resultado del Pacto Roca-Runciman (no siempre estuvo equivocada), el peronismo creyó -con mejores resultados- que ese lugar lo ocuparía el IAPI. El general Lanusse corrió a un costado sus recelos sobre Salvador Allende, convencido de que una marea exportadora a Chile beneficiaría a la Argentina y moderaría a su vecino. Menem tuvo su esperanza exportadora en el breve espacio entre la estabilización del peso y su sobrevaluación. El kirchnerismo desarrolló lo que probablemente sean las políticas más inclusivas de la historia argentina desde los años ’40 sobre la base de la expansión de la capacidad exportadora del agro y la minería. Macri imaginó que el clivaje social del cordón exportador le permitiría civilizar a un cordón industrial bonaerense que aún después de dejar el gobierno siguió describiendo como un obstáculo para la economía de los bienes transables. Hasta la última dictadura militar contrataba a la agencia de publicidad norteamericana Burson-Marsteller para promover mercados “para la colocación de exportaciones tradicionales… y no tradicionales de alto valor agregado producidos por la industria argentina.”

El reclamo para reacomodar toda otra prioridad a la posibilidad de exportar para crecer y para reducir la pobreza que es del 42 por ciento es parte central de la política que llevó a la Argentina adonde está y al índice de pobreza adonde está

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No. La preocupación socioambiental no está entre las primeras 15 mil razones por las que la esperanza en el sector externo de la economía nos desesperanza periódicamente desde hace un siglo. Durante décadas y décadas, la creciente presión social por la preservación de la riqueza nacional no ha sido ningún impedimento para que el país sobrecultivara, deforestara, perforara y rociara con cuánto químico hubo disponible amplias zonas de su territorio, produciendo vacas, sojas, maíz, y otros productos primarios con un éxito notorio. Las preocupaciones ambientales recién tomaron fuerza en los últimos 15 años; me temo que Argentina lleva produciendo pobreza desde hace al menos medio siglo. Como bien señalan quienes buscan alternativas futuras en alguna forma de biodesarrollismo como base de una “coalición federal, popular y exportadora”, la inserción internacional deficiente y la recurrente crisis en la balanza de pagos parece intrínseca a cómo se ha pensado hasta hoy el sueño exportador.

No. Los problemas no se resuelven desde el problema. El reclamo para reacomodar toda otra prioridad a la posibilidad de exportar para crecer y para reducir la pobreza que es del 42 por ciento es parte central de la política que llevó a la Argentina adonde está y al índice de pobreza adonde está; difícilmente sea también la solución.

Ahora sí, hablemos de desarrollo, salmonicultura y las cosas más importantes y sobre las que menos se hablan: la calidad de los alimentos, el salmón y la naturaleza.

I

Las posiciones a favor de la salmonicultura son parte de una mirada desarrollista que cuela argumentos relacionados con la Industrialización por la Sustitución de Importaciones que lleva 70 años y los presenta relativamente impolutos ante una nueva realidad en la que la relación con los recursos naturales es otra, tanto material como política y conceptualmente. Convertido en centro vital del Modelo Argentino de Desarrollo Insustentable (MADI), el desarrollismo exportador es un espacio a prueba de toda evidencia. Sus verdades son gritos. Por ejemplo, que la salmonicultura es la segunda exportación de Chile y ayudó a revertir buena parte de la pobreza, olvidando que en aquel país los estudios que se prohibieron en la Argentina comenzaron en 1969, hace más de medio siglo, cuando el mundo, la economía y la salmonicultura eran distintas. Con ese criterio, mejor pedirle a Tierra del Fuego que vuelva a producir videocasseteras. ¡Los países que lo hicieron fueron un éxito! Defendiendo la regulación por sobre la prohibición, Schapiro también argumenta que garantizar “los controles necesarios… no requiere inventar nada: Canadá, Noruega, Finlandia, Dinamarca o Australia, entre muchos otros, demuestran que es posible realizar actividades extractivas fortaleciendo los entramados productivos y la actividad económica sin dejar de lado las exigencias de la actual crisis ambiental”. Además de que esa mirada deja de lado las numerosas críticas a la falta de regulación del extractivismo en esos países, ¿es necesario recordar que Argentina no es uno de esos países, y que las capacidades estatales no se producen mágicamente a partir de ponerle enfrente un problema irresoluble por el solo hecho de que se hayan hecho en otros países con otros Estados y otras historias?

Las preocupaciones ambientales recién tomaron fuerza en los últimos 15 años; me temo que Argentina lleva produciendo pobreza desde hace al menos medio siglo

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El hoy se cuela apenas en el reconocimiento de la debilidad estatal. Ya lo dijo el general, mejor que decir es hacer, mejor que prohibir es regular. ¿Por qué el Estado no puede prohibir? Es una de las pocas cosas que el Estado sí puede hacer, dentro y fuera de la economía. Eso hace Canadá o Noruega, varias actividades económicas; eso hace el estado de Washington con la salmonicultura, con una afrenta mayor al espíritu moderno y desmantelando decenas de pequeñas represas para que los salmones salvajes puedan volver a circular sin obstáculos. Y el Estado puede priorizar. ¿Va a exportar salmón, armas, juguetes, láminas de aluminio, soja, microchips, cemento, proteínas de laboratorio, música? Claro, me olvidaba que a la economía no le importa cuál sea el bien que se exporte. Y en cualquier caso, Argentina es un país de mierda que no puede darse el lujo de decidir qué exporta, qué produce ni qué come.

En nombre del pragmatismo, el MADI propone solucionar los problemas presentes a partir de reciclar las políticas que los generaron, apostando a una industria que funcionó comenzando hace medio siglo en otro país y garantizando su éxito con regulaciones de países que no son éste ni aquel. Visto así, no hay contraste más fuerte entre el realismo de la legislatura fueguina y la esperanza chamánica del complejo exportador.

Alejandro Lanusse y Salvador Allende.

Claro que este es un desarrollismo distinto. Regulado, controlado, con todos los papeles. Desarrollismo ideal, no el realmente existente. Redoblar la apuesta al desarrollo del sector externo “con la condición” de que esta vez se haga bien es como el alcohólico que jura que esta es la última copa. Nos recargamos de energía para que nuestras creencias estén a prueba de evidencia y salimos al ruedo. Scaletta sugiere incluso que el ministerio de medio ambiente debería ser subsidiario del de producción y uno se pregunta porqué no también el de educación y el de justicia y el de trabajo, porqué no crear en verdad una gran Presidencia de la Producción, pasearse por el país arriba de una locomotora poderosa, trasladar el gobierno a una plataforma offshore y dejarse de joder. Nos hacemos una línea sobre un retrato de Frondizi (yo tenía un vidrio con la cara de Allende y la tarjeta de un museo con la foto de Marilyn, y ahí se concentraba el imaginario triunfal, final y principio del momento dorado de un mundo sensualmente industrial, los verdaderos rostros de la Alianza para el Progreso) y le pedimos al desarrollismo un poquito, sólo un poquito nomás, su última gota, el fondito para mojar la miga. Hacemos fracking del desarrollismo, sobre todo, porque no sabemos qué más.

Y en este desahucio reinventamos el realismo: exportación o dungadunga, dice Gerchunoff con conocimiento. Elijan. En un cuento, en su cuento, César Aira se preguntaba: “¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido.” El verdadero realismo es una relación de poder por definir quiénes son esa cierta gente. El 42 por ciento de pobres, obviamente. Ay ay ay, me temo que, para la escena pública, el 42 por ciento de pobres son los nuevos 30 mil, una plataforma moral muda e inquebrantable, debidamente endiosada, en nombre de la cual se puede hacer cualquier cosa mientras Argentina busca la bala de plata que la saque del nihilismo espiralado de su caída final.

¿Por qué el Estado no puede prohibir? Es una de las pocas cosas que el Estado sí puede hacer, dentro y fuera de la economía. Eso hace Canadá o Noruega, varias actividades económicas; eso hace el estado de Washington con la salmonicultura

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II

La asociación entre el éxito de la salmonicultura en Chile y la presencia Noruega en aquel país es fruto de un recorte impreciso y conveniente. Se entiende: describirla como uno de los hijos dilectos de los Chicago Boys forjada durante el pinochetismo genera contradicciones en la base moral del MADI, en la protesta nacionalista y en el reclamo por la aparición con vida del 42 por ciento de pobres.

La salmonicultura en Chile tiene tres etapas. La primera, entre 1969 y 1973 es sobre todo exploratoria, financiada por el Estado y con la colaboración de la agencia de cooperación japonesa y los cuerpos de paz norteamericanos. Los estudios de factibilidad y primeros ensayos (lo que se esperaba hacer en Tierra del Fuego) generaron las condiciones básicas, aunque el gobierno de Allende le dio poca relevancia, entusiasmado como estaba con la expansión delirante de la pesca de merluza a bordo de las flotas soviéticas. La industria tomó vuelo en 1976, cuando Augusto Pinochet decidió pagar la deuda de Chile con la empresa de comunicaciones norteamericana ITT por su expropiación durante el mandato de Allende. Como experimento novedoso, Chile le sugirió a ITT poner esos fondos en la Fundación Chile, un ente mixto que estaría integrado por una contribución equivalente de ITT y destinada a la modernización del sector primario de su economía (¿El sueño exportador de un sector primario moderno estuvo en la base del proyecto económico pinochetista? El sueño exportador de un sector primario moderno estuvo en la base del proyecto económico pinochetista). Fue la Fundación Chile la que financió la etapa inicial de la industria y su desarrollo tecnológico, y la que atrajo a los primeros capitales, comenzando con Jon Lindbergh, uno de los hijos del aviador Charles Lindbergh, quien movió a Chile algunas actividades de investigación de su compañía salmonera. La Fundación Chile también cumplió un rol central en administrar el peso del conocimiento científico en el proceso de decisiones sobre el desarrollo de la industria, sobre sus regulaciones laborales y sobre su impacto ambiental. ITT nombraba a una parte de los miembros de la dirección, pero nada de esto ocurría lejos de La Moneda, ya que “para evitar que la Fundación fuera utilizada por intereses especiales, los representantes del gobierno en el Consejo Directivo eran designados directamente por el Presidente de Chile.” 

Las empresas noruegas que lideraron el despegue de la industria una década después se beneficiaron de ese marco y lo explotaron ilimitadamente.

La cría del salmón (el atlántico, en el Pacífico), se hizo sobre todo en lo que era la región de Los Lagos, aprovechando sus ventajas naturales de fiordos y rías, particularmente en las zonas marinas de Puerto Montt. Hasta el 2007 al menos, el crecimiento explosivo de las salmoneras se vinculó a un notable descenso de la desocupación y de la pobreza, no sólo por la producción en las salmoneras sino por el procesamiento y elaboración posterior del salmón en las procesadoras más allá de la costa. La pobreza en la zona era (y es) más alta que el promedio nacional, pero aún así las mejoras fueron notables. Pero aquel año, el brote del virus ISA (Infectious Salmon Anaemia) destruyó al sector. Perdió cerca de mil millones de dólares y más del 30 por ciento de su fuerza de trabajo. Dos años después, las salmoneras aún perdían el 60 por ciento de su producción fruto del ISA. La recomposición del tejido social generado alrededor de las salmoneras se veía ahora quebradiza.

La industria, de todos modos, se recuperó a partir del 2011 y desde entonces no ha parado de crecer. Schapiro describe los números impactantes del sector: con cerca de un millón de toneladas de salmón y trucha salmonada, Chile es el segundo productor del mundo detrás de Noruega (los números del salmón palidecen, de todos modos, frente a la piscicultura en general, donde China tiene un dominio absoluto). Cuando termine este año, Chile producirá el doble de salmón y trucha que lo que generaba antes de la llegada del ISA. Al centro de esa recuperación está el capital noruego, asociado muchas veces con empresas chilenas, en cuya creación se mezclan técnicos con empresarios y ex funcionarios locales de la dictadura. De punta y exportable, el salmón es el cobre del siglo XXI. Y más: Al igual que el sector frutícola, las salmoneras son el puente de plata entre la modernización de la economía operada durante el pinochetismo y el exasperantemente lento progreso social vivido en democracia, la economía generando riqueza y el Estado perfeccionando políticas sociales, los empresarios modernos y los ex pobres consumiendo. La modernización del sector primario alimenticio es, sobre todo, el sueño de un país que puede ser más igualitario fruto del crecimiento y no de la puja distributiva. Que ese Chile haya estallado hace casi dos años podría ser, uno quisiera, un llamado de atención. Y sin embargo.

La industria se recuperó luego del 2007, con creces, pero la hecatombe dejó a la luz el ensamblaje básico del éxito de la industria. Los trabajadores de la industria, que habían salido de la pobreza, vivían ahora en la miseria, pero una miseria digna. El salario del sector hasta la crisis del ISA era de apenas un dólar por encima del salario mínimo, lo cual no permitía “reproducir las condiciones mínimas de subsistencia”. Sucedía, entre otras cosas, que Noruega derrocha capital pero no se dedica precisamente a exportar sus estándares en materia de regulación laboral. Durante los períodos de “silencio socioecológico” y de “imperativo económico”, una clave de la productividad del sector era la inexistencia de sindicatos y el control total de hecho de las empresas sobre el costo laboral. “La mano de obra no cuesta nada en Chile”, confesaba un empresario salmonero a una investigadora en el 2007. Tenía razón: Después de ajustar por poder de paridad de compra la realidad de los dos países, el PBI per cápita de un trabajador en las salmoneras de Noruega era 2,73 veces mayor que el de su par en Chile, trabajando muchas veces en la sucursal de la misma compañía. En agradecimiento a haber dejado atrás los altos índices de pobreza, las trabajadoras de las procesadoras hacían jornadas de hasta 12 horas, seis días a la semana, de pie a muy bajas temperaturas y en contacto permanente con agua helada. Las tareas de los buzos y trabajadores en las salmoneras se inscribían en la “flexibilidad del mercado laboral”, probablemente la expresión que viajó desde fines de los ’70 al siglo veintiuno con mayor comodidad.

Amputados, hacinados y alimentados a soja y antibióticos, los bichos se parecen poco al salmón original, pero las compañías les reintroducen sabores y colores artificiales que nos devuelven una monstruosidad que ya no es el salmón pero tampoco su negación

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Pasado el período de acumulación originaria, los salarios recuperaron su poder de compra y las condiciones en muchas de las plantas cambiaron, pero la ecología política de un sector es difícil de modificar: aún en el 2020, la decisión de las salmoneras de seguir trabajando sin parar durante la pandemia convirtió a Puerto Montt en la ciudad con la mayor tasa de contagios en la región. Este año y pese a la presión sindical, las empresas ubicadas en Quellón lograron que el gobierno las exceptuara de muchas de las obligaciones sanitarias durante el periodo de cosecha de uno de los salmones -el coho-, convirtiendo a sus criaderos y procesadoras en uno de los lugares de contagio de COVID más efectivos.

El tendal laboral acompañó al cataclismo ecológico de la región en las últimas décadas de un modo singular. En la agenda ambientalista, por ejemplo, la energía nuclear era una preocupación ante la posibilidad de accidentes fatales que sucedieron en muy pocos casos. La salmonicultura, en cambio, presenta un desafío radicalmente distinto: desde el comienzo, los accidentes están encriptados en el proceso de desarrollo tecnológico y expansión del sector, los accidentes son el sector. Una jaula puede albergar hasta 200 mil salmones en su periodo de engorda previo al procesamiento, y es normal que en un espacio reducido una empresa tenga 10, 20 o más jaulas. El hacinamiento de los salmones facilita la transmisión de enfermedades, un accidente que se soluciona con altas dosis de antibióticos. Por eventos climáticos, deficiencia en las redes, problemas de materiales o depredadores externos, los peces son proclives a escapar, infectados o cargados de antibióticos, lo que aniquila a los salmones salvajes. Noruega buscó solucionarlo agregando cobre a las redes, y para el 2002 estaba derramando unas 200 toneladas de cobre al mar por año. Los salmones que no escapan, son alimentados a través de unos tubos que disparan unos pellets producidos por la industria de alimentos para peces, algo así como el monstruo detrás del monstruo. Los pellets para salmones eran, sobre todo, de pescado. En el 2007, Chile necesitaba entre 2,6 y 3,3 kilos de pescado para producir un kilo de salmón. Noruega y Escocia llevaron a la extinción o cuasi extinción a más de media docena de especies en el mar del norte produciendo alimento para la salmonicultura de todo el mundo. La crisis movió a las compañías a buscar un sustituto, la soja, reforzando en muy pocos años la presión para la extensión de los cultivos de soja barata en el Amazonas. Soja barata, soja para peces, para pobres, para exportar.

Los peces que no escapan, contaminan. Más de lo que uno pudiera imaginar. Durante décadas, las sobras de alimentos y antibióticos de cada jaula se suman al excremento de 200 mil peces para depositarse en el suelo marítimo. Aunque el problema es global, Chile lo sufre exponencialmente. Sucede que Noruega no sólo no exporta sus regulaciones laborales, sino que tampoco replica en el exterior sus políticas ambientales. De ahí que, “gracias a las regulaciones laxas” diseñadas en colaboración con las mismas compañías noruegas, las salmoneras usaran en Chile una cantidad de antibióticos 810 veces más grande que en Noruega: 0,64 kilos por tonelada en Chile frente al 0,0007 en Noruega. Marine Harvest, la compañía salmonera más grande del mundo, usaba en el 2009 732 gramos de antibióticos por tonelada de salmón en Chile, y sólo 0,2 en Noruega.

La multitud de desechos tóxicos elimina otras especies, reduce el oxígeno en el agua y produce un sedimento tóxico en un mar que no tiene chances de absorber o disolver esas cantidades y como si esto fuera poco, alimenta la aparición de algas que, a su vez, provocan la muerte de los salmones cuyos restos vuelven a contaminar. Hace sólo dos meses, más de seis mil toneladas de salmón murieron en Chile a causa de la aparición de algas nocivas que florecieron gracias a las altas temperaturas de las aguas y, sobre todo, por la “existencia de una gran cantidad de nutrientes” de los que se alimentan estas algas, producidos por la basura tóxica de las propias salmoneras.

Cuándo es que el mundo se divide en dos, dónde están los que usan el rebenque y dónde los que ponen la espalda, dónde se juntan los pobres y los salmones y los desviados y los rechazados para construir un nuevo poder

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Los salmones también son sometidos a una serie de experimentos genéticos para que pierdan su capacidad reproductiva y el instinto natural que los caracteriza (nacen en agua dulce, pasan su vida adulta en el mar y regresan, en general contra corriente, al mismísimo punto en que nacieron para procrear y morir). Amputados, hacinados y alimentados a soja y antibióticos, los bichos se parecen poco al salmón original, pero las compañías les reintroducen sabores y colores artificiales que nos devuelven una monstruosidad que ya no es el salmón pero tampoco su negación.

Junto al salmón y los océanos, los trabajadores y los pobres son los más perjudicados por el ciclo perverso de accidentes y soluciones. La contaminación provocada por las salmoneras liquidó la pesca artesanal y afectó a aquellos más pobres que supuestamente venía a ayudar. En Chile, los merluceros de Puerto Cisnes reflexionaban sobre el milagro de la salmonicultura, cuyo “beneficio ha sido contaminarnos, quitarnos aquello con lo que trabajábamos”, una reflexión que se repetía en distintas formas para quienes vivían de los erizos, bivalvos varios y una enorme variedad de vida marítima en extinción. El deterioro del medioambiente que los rodea y la desaparición de otras industrias deja a los trabajadores ante la única posibilidad de abrazar las salmoneras, y no precisamente porque sea una panacea: entre 2013 y 2019, la experiencia chilena que los exportacionistas argentinos citan como modelo es la industria con la mayor tasa de mortalidad de trabajadores de toda la salmonicultura del mundo.

Tranquilos: poco y nada de esto habría sucedido en Tierra del Fuego si el lobby de las compañías noruegas hubiera prosperado. Mientras buscan en Tierra del Fuego extraer las últimas ganancias de una industria altamente cuestionada, las mismas firmas exploran nuevas tecnologías que dejarán obsoletas a las salmoneras tal cual las conocemos. Después de dosificar alimentos y pesticidas, colocar “bandejas” debajo de las redes para recoger los desperdicios y mejorar las redes para evitar escapes, las empresas terminaron por construir los criaderos en tierra. En el lenguaje del sector se llaman RAS (en inglés, Recirculating Aquaculture Systems), y como para dejar en claro que las presuntas ventajas comparativas de Tierra del Fuego importan seis bledos en la industria alimenticia actual, los experimentos más exitosos se están realizando en Dubai, una ciudad de los Emiratos Árabes que no se caracteriza precisamente por sus fiordos y aguas frías. Argentina tiene décadas de experiencia en este tipo de emprendimientos con otros peces, en varios casos con pequeños productores, en otros con participación de científicos del CONICET; hay criaderos de dorados en Chaco o en Misiones, truchas en La Rioja, pejerreyes en Chascomús -justo al lado del restaurant en el que Raúl Alfonsín comía pejerreyes con puré para cerrar sus acuerdos políticos-, que se dedican al consumo interno, a la exportación y a la repoblación de peces en otros espacios de agua. Tierra del Fuego no prohíbe la exploración de estas posibilidades (la ley refiere sólo a las aguas jurisdiccionales y lacustres). En el mejor de los casos, la aventura noruega en la Patagonia hubiera contaminado lo suficiente antes de dejar atrás una multitud de infraestructura abandonada y otra ristra de lamentos sobre porqué esta vez tampoco funcionó el milagro exportador.

no es por irritar, pero uno de los que percibió la contradicción entre propiedad, naturaleza y maltrato de animales fue Adam Smith, quien comprendió antes que muchos el continuo en el que viven los seres humanos, los animales y el resto del planeta

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III

Nada de esto es un invento de la salmonicultura. La industria alimenticia ha sido el campo de experimentación de tecnologías que conjugaran producción en masa, maltrato animal, deterioro ambiental, consumo y disciplinamiento social. Al fin y al cabo, para perfeccionar la cadena de montaje que revolucionó la producción en masa, Henry Ford se inspiró en los frigoríficos de Chicago. Pero muchas cosas cambiaron alrededor. Conceptualmente, sabemos hoy que el mundo siente, sufre y se daña en formas que desconocíamos hace un siglo. Lo primero que uno aprende en historia social es que aquellos que callan no necesariamente consienten, y que incluso quienes consienten, sufren. La ciencia corrobora hoy lo que los saberes ancestrales reconocían desde mucho antes: que los árboles sienten, reaccionan ante el peligro, transmiten información, actúan colectivamente; que las ballenas aprenden mediante procedimientos que no se reducen a instintos o reflejos, que los elementos inertes de la naturaleza cumplen funciones vitales para el resto. No es un dato menor: lo segundo que uno aprende en historia es que la noción de quién y qué es un sujeto de derecho es particularmente inestable, también, pero no sólo, entre los seres humanos. La legislación actual en distintos lugares del mundo, desde Colombia al Estado de Washington, son una alerta. Faltan doce segundos para que la naturaleza sea un sujeto de derecho más (y no es por irritar, pero uno de los que percibió la contradicción entre propiedad, naturaleza y maltrato de animales fue Adam Smith, quien comprendió antes que muchos el continuo en el que viven los seres humanos, los animales y el resto del planeta), y que lo que hoy es visto como la consecuencia necesaria de una actividad productiva sea designado como un crimen.

Cualquier actividad productiva genera efectos en la naturaleza, pero transformación, destrucción, extinción, basura, desechos, no son todos la misma cosa. En Patrimonio, Philip Roth narra la experiencia de acompañar a su padre durante sus últimos meses de vida. Son tiempos sin sentido, atolondrados de tareas nuevas o tristes, pero en un momento revelador, tiene que ingresar al baño para comprobar que su padre se ha cagado encima. Mientras lo limpia, Roth (o su personaje) tiene por fin una revelación: que en esa mierda está el patrimonio, que la caca que limpió su padre mil años atrás cierra un ciclo en la que limpia el hijo, que el verdadero legado es ese ciclo de solidaridad generacional, acompañamiento y mierdas. ¿A qué viene esto? A que transformación y destrucción no son lo mismo aún si van de la mano. A que hay un ritmo y un contenido y un momento para las cosas, para matar, alimentarse, morir, tirar el resto, y volver a empezar. Y a que una parte importante de la salida a la crisis de la Argentina pasa por reencontrar ese ritmo y dejar de considerar a la naturaleza, a los pobres (el 42 por ciento) y al país como un desecho.

¿Por qué? Porque quienes construyeron durante décadas la esperanza exportacionista del MADI no estuvieron frente a la emergencia socioambiental fenomenal que enfrentamos hoy y por tanto no tenían que responder a los desafíos del hoy, a las preguntas del hoy. El mundo está en un momento abismal, al borde de cambios irreversibles que afectan y afectarán aún más a los pobres en nombre de los cuales se proclaman ideas que los acercarán más al precipicio de una sociedad con la riqueza y el poder concentrados y los desechos sociales y ambientales esparcidos.

Pero esto no termina mal, ni en la ciudad del llanto, ni en el eterno dolor. El punto de fuga de ese paisaje sombrío es el encuentro tan improbable como inevitable entre el activismo socioambiental y el plebeyismo argentino. El kirchnerismo, su sublime y último arquitecto, no se ha preocupado precisamente por pensar a fondo la continuidad entre la justicia social y la ambiental, ni es siempre el gran administrador de la coyuntura que imaginan los propios. Pero algo que lo ha caracterizado, si algo lo explica o explicará su final, es la vitalidad de un sexto y un séptimo sentido para detectar dónde está el conflicto del hoy, cuál es el lado democratizador del mañana, por dónde se expanden los derechos, y un octavo y un noveno, porqué no, cuándo es que el mundo se divide en dos, dónde están los que usan el rebenque y dónde los que ponen la espalda, dónde se juntan los pobres y los salmones y los desviados y los rechazados para construir un nuevo poder. Es, literal, una cuestión de supervivencia.

hay criaderos de dorados en Chaco o en Misiones, truchas en La Rioja, pejerreyes en Chascomús -justo al lado del restaurant en el que Raúl Alfonsín comía pejerreyes con puré para cerrar sus acuerdos políticos-, que se dedican al consumo interno, a la exportación y a la repoblación de peces en otros espacios de agua

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(Agradezco a Mariano Schuster, cuyas ideas y conversación orientaron el curso de estas palabras. Los desvaríos son míos.)

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