
6- San La Muerte
En las novelas protagonizadas por Philip Marlowe hay siempre una escena que a Raymond Chandler, su autor, parece haberle fascinado al punto de incluirla hasta un par de veces en el mismo libro. En ella, el detective ingresa a una casa para descubrir que en su interior ha cometido un asesinato. El muerto suele ser algún personaje turbio que yace en un sillón con una mueca burlona en los labios y un vaso de whisky en la mano. También puede aparecer en cuartos de baño, dormitorios, kitchenettes o roperos. Por lo general, a su lado descansa un cenicero lleno de colillas manchadas con carmín.
La puesta en escena habilita al lector-voyeur a colarse en su vida cotidiana y verlo congelado en sus actividades más privadas. La “Casa Chandler” es un museo involuntario donde la víctima protagoniza su propio diorama. “Así vivía la gente en California en la década del cuarenta”, parece decir el muerto, con la paradoja de ilustrar el “vivía” con su propio cadáver.

La cosa no es tan rara como parece: sabemos más de las víctimas de Jack The Ripper que de cualquier otra mujer proletaria que haya vivido en la Inglaterra victoriana, tragada por el paso del tiempo, el peso de la historia y el soplido de las hojas del almanaque.
La Buenos Aires del Eternauta sería el paraíso de Philip Marlowe. Imaginen cuadras y cuadras de casas llenas de gente muerta, esperando a que uno se meta adentro y revuelva los cajones, mire debajo de la cama, revise la heladera. Es la ciudad museo perfecto, un poco como la República de los Niños pero cabeza abajo. Visto así el asunto, no es tan raro que el Mano insista en la belleza de una cafetera, alabándola como si fuera un artefacto expuesto en El Louvre.
Por esa ciudad fantasma se pasea Juan Salvo con su linternita, y sus jóvenes lectores no podrán evitar identificarse un poco con él, pero sólo un poco. Porque esos jóvenes lectores saben también que en alguna de esas casas están ellos mismos y su pila de revistitas Hora Cero, y en el cuarto de al lado, Papá y Mamá, que parece que duermen en la cama grande pero que no duermen.
En resumen, la consigna básica de El Eternauta es que el lector está muerto y luego viene todo lo demás. “¿Está el pasado tan muerto cómo creemos?”, escribió Oesterheld en otra historieta; un joven lector del Eternauta vuelve esta pregunta juego con un “¿Dale que estábamos muertos?”.

Por supuesto, la conciencia de ser pasado se lee de otra manera vista desde el futuro. Acá estamos nosotros, confirmando que la ficción la pegó de nuevo y quién nos dice que estemos vivos.
Apunto el posible disparador, ya mencionado en otros lados, de los fusilamientos en José León Suárez, ocurridos un año antes de la publicación del Eternauta. Oesterheld no vivía demasiado lejos de la zona de donde ocurrieron y pudo haberse enterado por diversos medios. Es difícil rastrear el paso de la noticia por la prensa de la resistencia peronista -clandestina y no siempre documentable- y este era el tipo de noticias que no iban a encontrarse en los diarios; no como ahora, que sale todo. Las notas de Rodolfo Walsh, publicadas por entregas primero en la revista Mayorías y luego en la Azul y Blanco de Marcelo Sánchez Sorondo (recopiladas en el famoso Operación Masacre publicado en 1957 por los mismos editores, caramba con la prensa nacionalista de la derecha) debieron ser el canal más probable.
En efecto, en la medida que la lucha “deshumaniza” a Salvo al punto de convertirlo en Eternauta, nuestros invasores de pacotilla (que, ahora sabemos, no son más que perejiles intergalácticos) se humanizan un poco
La analogía entre los fusilamientos de Suárez y la situación inicial de El Eternauta es poderosa: un grupo de amigos que se reúne a la noche a escuchar por radio un match de box en la casa de uno de ellos, en Florida, sólo dista del otro que se reúne a jugar el truco en el chalet de Salvo lo que lleva cruzar la Avenida Maipú. Este paralelismo será reforzado más tarde por la adaptación del libro de Walsh dibujada por el mismo Solano López. En lo que diferirán estos dos grupos es en la dirección a tomar. Los “ficticios” marcharán hacia el centro; mientras que los reales, cargados en camiones, serán llevados en el sentido opuesto a las agujas del reloj, rumbo a los basureros de Suárez. La conversión a objeto (incluido el posterior descarte) ya estaba prevista en la fase final del Homo Faber.
7 –Mecánica Popular lo sabía
Hay un elemento inquietante revoloteando en todo este asunto del Homo Faber, Salvo y los mundos de El Eternauta, que, por escabroso que resulte, no debería ser dejado de lado sin dedicarle una última palabra. Formulado como hipótesis, resulta más bien idiota. Pero Oesterheld, como cualquier lector de Poe, sería el primero en reconocer en que la línea que separa lo escabroso de lo idiota es tenue y que puede asesinarse a un viejo simplemente porque no nos gusta uno de sus ojos.
Se ha citado extensamente el peso de la literatura popular en El Eternauta. En él, la tradición de la historieta argentina se cruza con la ciencia ficción (el material de los pulps empezaba a publicarse de a poco en la Argentina), etcétera. Pero hay algo más.
Cualquiera que haya revisado la cantidad de revistas norteamericanas que se editaban en español en América Latina por ese entonces y sepa leer, entenderá cómo ese conjunto, que iba desde el Selecciones del Reader’s Digest a Mecánica Popular, funcionaba como otro órgano de propalación de una especialidad imperial conocida como “penetración cultural”. Sin embargo, las formas de este imperio de cara a sus víctimas han ido mutando (la figura del famoso “perverso polimorfo” viene al caso) y el lector actual se sorprendería ante variables largamente extinguidas.
La Buenos Aires del Eternauta sería el paraíso de Philip Marlowe. Imaginen cuadras y cuadras de casas llenas de gente muerta, esperando a que uno se meta adentro y revuelva los cajones, mire debajo de la cama, revise la heladera. Es la ciudad museo perfecto
Mecánica Popular, modelo 50’s, es una maravilla para el buscador de estas especies muertas: el famoso “Hágalo usted mismo” de sus páginas (ya de por sí perimido por la cultura del descarte) es salpicado por promociones de emisiones radiales tipo La Voz de las Américas -tiemblo sólo de imaginar al locutor – y de un método de evaluación particular destinado a la producción industrial. Digamos que el Ford 1955 Fairlane Crown Victoria es examinado por un tal “Granjero, de Iowa”, que opina sobre las dimensiones de la “cajuela”, mientras que “Comerciante, de Sioux Falls” prefiere divagar sobre los problemas de su amortiguación. Cada uno de estos supuestos críticos está definido por su oficio y especialidad, y todos ellos conforman una especie de democracia corporativa a la que uno no le daría la espalda ni siquiera en una sala bien iluminada.

Pero el imperio entra por los ojos: las infaltables ilustraciones (y hay decenas de ellas) nos muestran a la típica familia norteamericana reunida en torno a una nueva puerta para el garaje, una práctica mesita de luz o algún artefacto similar. Es demasiado fácil imaginara Juan Salvo, rodeado por una Elena y una Martita sonrientes, poniendo a punto un nuevo traje aislante, mientras afuera cae la nevada. El Eternauta también está hecho de esto, y eso es lo que lo hace grande. Y pequeño. Y terrible.
Y ya que estamos, me pregunto cuál será el peso que habrá tenido el “Hágalo usted mismo” en la teoría revolucionaria del foquismo, tan en boga en la década siguiente a la publicación de la historieta. Con toda seguridad, ninguno; y, sin embargo, cuando un imaginario anda dando vueltas suelto por las calles, otra que los copos fluorescentes. Dejo esta inquietud a plumas más calificadas.

8- Final ni triste ni solitario
Incluso un Eternauta tiene que descansar de tanto en tanto y ya es hora de guardar los juguetes en su cajita, para que sigan juntando polvo en el techo del ropero hasta el próximo Armagedón.
Pero habíamos empezado con el Mano y la sugerencia de cómo este extraterrestre de alguna manera no nos sorprendía tanto, nos sonaba de algún lado. En efecto, en la medida que la lucha “deshumaniza” a Salvo al punto de convertirlo en Eternauta, nuestros invasores de pacotilla (que, ahora sabemos, no son más que perejiles intergalácticos) se humanizan un poco. Los tenemos vistos. Se integran fácilmente a Buenos Aires. La ciudad no era tan fácil como pensaban los marcianos, después de todo; y si es cierto que los copos venidos de imaginarios lejanos matan todo lo que tocan, el sustrato telúrico, el ejido urbano o como lo quieran llamar también tiene lo suyo y produce efectos graciosos en el recién llegado.
La analogía entre los fusilamientos de Suárez y la situación inicial de El Eternauta es poderosa: un grupo de amigos que se reúne a la noche a escuchar por radio un match de box en la casa de uno de ellos, en Florida, sólo dista del otro que se reúne a jugar el truco en el chalet de Salvo lo que lleva cruzar la Avenida Maipú
En el caso que nos convoca, tenemos la nevada, incesante, y algo que se mueve en lentos círculos por debajo. Se trata de un cascarudo, uno de mirada especialmente melancólica. Lleva un pantalón raído que le llega a los tobillos (de algún modo hay que llamar a esas pincitas negras), calza gorra a cuadros y fuma Imparciales, o una marca todavía más barata. Parado en la esquina, vocea de tanto en tanto la última edición de la tarde con una dicción rasposa, dado que la modulación aguda del cascarudo no da para más.
La tierra tiembla.
—Que hashé, Cashcarudo—suena, atronador, el vozarrón. El tamaño colosal del Gurbo no le impide lucir una campera de cuero negro, acaso un poco ajustada, con la sigla UOM a la espalda.
—Y acá andamos, qué querés—contesta la vocecita del Cascarudo. —Que los pibes, que el teledirector, tengo hecho un lío la cabeza. Encima ayer se me quemó el lanzarrayos.
—Qué cagada, no eshtán trashendo repueshtos de Lashkaria, no eshtán trashendo. ¿Te dije lo que me vino eshte mes de nevada?
—Buenas…—los interrumpe una tercera voz. — ¿Todo bien? Déme El Mundo.
—Uuujh —contesta la pequeña bestia,—qué macana, Señor Mano, El Mundo no trabajo. ¿Crónica no es lo mismo?
Pero tratándose de un Mano, es El Mundo o nada. El tipo se enciende un Benson & Hedges (o varios) y se aleja displicente rumbo a la oficina. Canturrea por lo bajo. Mimnio athesa eioioio.
—Qué amargo, dió. Ni contesta, ahora.
—Shiempre el mishmo shorete. Eshcuchate eshta: ¿a que no shabés donde le pushieron la glándula?
FIN
