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14 de agosto 2021

Juan Di Loreto

EL ABRIGO

Tiempo de lectura: 3 minutos

“Finito -insistió con el cigarrillo en los labios-.

L ‘avventura è finita”

Osvaldo Soriano, Una sombra ya pronto serás

Las bibliotecas se componen de materias diversas. Son familias de familias de libros, un amasijo dispuesto de cruces, omisiones, ausencias notables, presencias exageradas e invitados que se han quedado demasiado tiempo.

Las bibliotecas, digo, la suya, la de uno; no las bibliotecas públicas o institucionales que siguen un mandatos, organigramas y misiones más que los vaivenes de una biografía. Las bibliotecas personales hablan también de obsesiones pasajeras, ideologías o ese afán acumulador que tenemos en la edad en que el mundo se sospecha infinito. Ahí el libro tiene algo de sagrado, de objeto intocable, donde hay que rogarle a un Dios inmanente que la edición no sea pegada y se deshoje a apenas abrirlo. 

El encanto de las bibliotecas personales tienen cierta declinación con el tiempo. No en la calidad de los libros, sino en la relación con que se tiene con ellos. Ya se encuentran libros subrayados con lapicera (con una de esas Bic azules, que cada tanto dejan manchones capaces de perforar un pozo petrolero en la mismísima Texas), incluso se los utiliza como libretas de almacén, topes en las puertas o para liquidar algún insecto veraniego. Le pasan los años como a las personas que la construyen, son como un reflejo del dueño; su esplendor y la declinación inevitable. Todas las vidas que uno vivirá estarán contenidas en esa agrupación libresca. Un amor, una separación, una amistad, los apuntes de la facultad que aparecen y desaparecen, miniaturas que regalan las tías, postales, fotos, recetas, señaladores ocasionales, revistas, papeles, muchos papeles. Y, por supuesto, muchos libros prestados.

A diferencia de las redes que habitamos a diario, de noticias sobre noticias, de ese continuum que ya no tiene escapatoria, la biblioteca es finita

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Porque a veces no tenemos en casa ese libro o, incluso, una biblioteca. Roberto Arlt aparece como un gran ejemplo de estas carencias. En El juguete rabioso muestra una relación torcida con esos estantes y esos libros que otros llaman “biblioteca”. La biblioteca es un territorio a conquistar para Arlt y por su mundo. Traza las dificultades del acceso a la cultura, como dice Piglia. Para Arlt la cultura hay que salir a buscarla. Pero salir a buscarla literalmente: a los muchachitos marginados, sin un peso y con una brújula cultural un poco imantada por la condición de clase, la única que les queda es asaltar una biblioteca por la noche. La lectura es un atraco y su fortaleza es una biblioteca.

Por eso las bibliotecas, y uno diría todo en este mundo, no son algo del orden de las cosas, de los objetos. Las bibliotecas están ahí para producir ciertos sentidos, para componer alguna clase de relato, para esbozar cierto pensamiento. Si las vidas componen relatos, vincularse a una biblioteca (la propia, la del amigo, la popular de la vuelta, la que se tenga a mano), es dejarse atravesar por otros relatos del mundo.

La biblioteca personal, esa de metal o madera, esos estantes, constituyen una experiencia fundamental para el siglo XXI. ¿Por qué? Porque a diferencia de las redes que habitamos a diario, de noticias sobre noticias, de ese continuum que ya no tiene escapatoria, la biblioteca es finita. Son esos libros que están ahí. Y esa finitud, esa clausura espacial (pero no de sentido), propia de lo físico, se diferencia radicalmente de la catarata incesante de las noticas y redes. Esa biblioteca, por su misma limitación, constituye una experiencia donde nace algo imposible: un abrigo de la multiplicación incesante del mundo que agobia a eso que todavía llamamos “ser humano”.

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