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08 de octubre 2023

Diego Labra

YO ME SALVO

Tiempo de lectura: 12 minutos

No hace mucho caí en cuenta que mis padres se divorciaron en el contexto de la crisis que decantaría meses luego en el estallido del 2001. Sus problemas maritales tenían raíces más profundas, pero el  crispado clima social y la falta de guita contribuyeron a inflamar las tensiones. Un año antes nos habían sacado de una escuela privada con nombre de prócer yanki a la que quedaron debiendo una deuda refinanciada y nos pusieron en la pública del barrio. Como si los tiempos políticos marcaran los tiempos del corazón, su matrimonio se extendió de la primavera democrática al quiebre del modelo menemista a manos de la Alianza. Mi hermano, mi hermana mayor y yo nacimos entre la hiper y la convertibilidad.

Buscando evitar el conflicto, mi vieja se fue de la casa de los abuelos paternos donde vivíamos con lo puesto y sin nosotros. Faltaban quince años para la marea verde. Como nos destornillábamos de risa cuando, durante las visitas de fin de semana a su precario monoambiente sin cable, almorzábamos con esas repeticiones de Poné a Francella que nunca bajaron de los dos dígitos de rating. Laburó de lo que pudo, como pudo: en un call center, limpiando casas y criando hijos de otros por hora. Se puso a estudiar un profesorado a la par mía y empezó a dar clases ni bien estuvo habilitada a anotarse en el listado de emergencia. Durante la pandemia, gracias a que todo el personal jerárquico de la escuela era grupo de riesgo, llegó a directora. La fuerza para completar ese periplo del héroe anónimo la sacó de muchos lados. Uno no menor fue la literatura de autoayuda que descubrió durante aquel difícil trance de la separación.

Empezó con revistas pseudocientíficas del estilo Conozcas Más, donde se mezclaban recomendaciones dietarias como agregar amaranto a la ensalada con perfiles sobre personajes históricos excéntricos tales como el inmortal alquimista francés Conde de Saint-Germain o el profeta vernáculo Benjamín Solari Parravicini. Le siguieron best-sellers infalibles para puesteros y manteros como Tus zonas erróneas de Wayne Dyer, Usted puede sanar su vida de Louise Hay, Muchas vidas, muchos maestros de Brian Weiss, los compilados de metafísica de Conny Méndez y muchos libritos de Osho, controversial gurú de la India que por entonces era caballito de batalla del grupo Penguin Random House. Recuerdo cepillarme los dientes frente a un espejo adornado con papelitos pegados con cinta scotch que contenían las afirmaciones positivas que ella se repetía a sí misma cada mañana. Sí, mamá, vos te merecías sentirte realizada y plena, ser feliz. Todavía lo merecés.

Como si los tiempos políticos marcaran los tiempos del corazón, su matrimonio se extendió de la primavera democrática al quiebre del modelo menemista a manos de la Alianza. Mi hermano, mi hermana mayor y yo nacimos entre la hiper y la convertibilidad

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De fondo, su búsqueda espiritual tenía como fin dar con un ordenamiento universal benigno en tiempos de crisis, de sentir algún grado de control sobre la propia vida en un mundo que se presentaba ingrato y cada vez más caótico. Si me esfuerzo, seré recompensado. Si amo, me amarán de vuelta. Dar clases en escuelas periféricas durante la década ganada la hizo enamorarse de Cristina y abrazar su evangelio estatista cuando toda la vida había sido más bien gorila. Pero nunca dejó de cultivar su costado más místico. Al contrario, de ahí sacó fuerzas para lidiar con la difícil tarea de paliar un poco la jodida realidad de sus alumnas y alumnos, muchas veces condenados por el azar de la cuna a una vida de mierda.

En el mainstream de los canales de aire, ese boom de la literatura de autoayuda se tomaba mayormente con sorna. Recuerdo unos exteriores de CQC en que alguno de sus noteros cancheros le mostraba una foto de Osho a modelos famosas y les preguntaba si reconocían a Bin Laden para hacerlas quedar como boludas. Por entonces en la cima de su poder, la industria del chimento trató con su habitual ánimo depredador a la crisis emocional devenida en redescubrimiento místico de la conductora Jimena Cyrulnik. Pero mi madre no estaba sola al encontrar en esos libros algo de alivio a una crisis tan personal como social. De hecho, al comienzo de la década pasada, uno de cada cinco libros vendidos en Latinoamérica pertenecía al amplio género de la autoayuda.

Si bien un fenómeno editorial de tales dimensiones necesariamente alcanza a todo tipo de lectores, este parece haber permeado particularmente entre mujeres de clase media en medio de la crisis de la mitad de su vida. Aquellas que en nuestro país fueron criadas bajo el posperonismo de la democracia como excepción y un catolicismo desdibujado que puertas adentro se reducía, cada vez más, a una serie de sacramentos vacíos que solo servían como excusa para hacer una fiesta. Las primeras que pudieron divorciarse de maridos abusivos o tan solo indolentes, pero que se encontraron atrapadas entre los valores tradicionales inculcados a los cachetazos por sus madres y la revolución de los pañuelos de colores de sus hijas. Entre el sueño del “…y vivieron felices para siempre” de la novela rosa y el deseo de ser otra cosa diferente a esposa y madre. Es anecdótico, pero hace un tiempo salió el tema en una juntada con amigos y varios confesaron que sus progenitoras, divorciadas o aun casadas, empleadas en relación de dependencia o amas de casas, recurrían por igual a ansiolíticos recetados para llevar mejor los largos días de nido vacío y expectativas incumplidas.

¿Cómo proyectás tus propias metas y objetivos? ¿Cómo articulás tu proyecto de vida? Hasta el más convencido de que la salida es colectiva administra puertas adentro su propia tiempo y esfuerzo en pos de un progreso individual, tanto material como emotivo

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Vanina Papalini, investigadora del CONICET y la Universidad Nacional de Córdoba, realizó años atrás una inmersión de largo aliento en la producción y consumo de los libros de autoayuda en Argentina. Mientras que las bibliotecas de las facultades se llenaban de volúmenes sobre la “marea rosa”, el retorno del Estado y estudios sobre juventud y militancia, Papalini problematizó aquello que era evidente para cualquiera que pasara por la vidriera de una librería de shopping: un fenómeno editorial y social transnacional que crecía exponencialmente a medida que nos adentrábamos en un siglo XXI signado por el mundo unipolar del capitalismo triunfante y en crisis recurrente.

Self-help, literalmente autoayuda en inglés, fue el título de un best-seller mundial publicado en 1859 por el británico Samuel Smiles. Sin embargo, Papalini afirma que quien busque antecedentes directos a lo que hoy entendemos por el género no debe buscarlos en aquel sencillo manual de ética protestante, sino en los posteriores Cómo ganar amigos e influir en las personas (1936) de Dale Carnegie, y La ley del éxito (1928) y Piense y hágase rico (1937) de Napoleon Hill. Tanto Carnegie como Hill eran estadounidenses que nacieron en la pobreza rural decimonónica y alcanzaron grandes fortunas con el éxito de libros que se volvieron rompeventas en el contexto de la desesperación y miseria que siguió al crash de Wall Street en 1929. Sobre el segundo también pesan acusaciones de desfalcos y credenciales fraudulentas de las que suelen rodear a los promotores del hágase-a-usted-mismo y el emprendedorismo, siendo bautizado por un periodista anglosajón como “el mayor estafador del que nunca escuchaste hablar”.

Una segunda tanda de ingredientes infaltables en la autoayuda contemporánea como el esoterismo, el misticismo orientalista y una lectura licenciosa de los descubrimientos de la física cuántica fueron introducidos en los setenta, tal cual anunciaron hitos editoriales como El Tao de la física (1975) de Fritjof Capra. En un contexto de repliegue del estado de bienestar y de la izquierda a nivel global, y con el fin del verano del amor de los sesenta a manos de la Guardia Civil que abrió fuego sin reparos contra una protesta de estudiantes universitarios en Kent State, matando a cuatro e hiriendo a otros nueve, la rebeldía hippie abandonó las calles y se volcó definitivamente hacia dentro. La meta ya no sería cambiar el mundo, sino cambiarnos a nosotros mismos (y, así, si cambiásemos todos y cada uno, cambiar el mundo).

La autoayuda tiene límites laxos, señala Papalini, por lo menos en la vidriera de las librerías. Business management, novelas alegóricas como El Alquimista de Paulo Coelho, manuales para padres primerizos y libros de meditación son ubicados en anaqueles bajo dicho rótulo con fines netamente comerciales, “aunque no lo sean estrictamente”. Gracias a su “gran capacidad de asimilar corrientes ideológicas muy disímiles y traducirlas en técnicas prácticas”, en este género convergen elementos disímiles que van desde “la vulgarización del conocimiento experto” al “ideario de los movimientos contraculturales”. Lo fundamental para identificarlo, afirma la investigadora, es la presencia de “un conjunto de prescripciones o ‘recetas’” avalados por “un discurso legitimador que se apoya en alguna teoría de la subjetividad” como, por ejemplo, “diversas teorías psicológicas o psicoanalíticas” o “las neurociencias”. Es decir, estas “culturas terapéuticas” proveen al lector de “un lenguaje y conceptos que le permiten tanto identificar las metas, como diagnosticar las situaciones que atraviesa y los bienes y las técnicas que necesita para superarlas” con el fin de “mejorar la performance y superar los malestares causados por sus propias condiciones de existencia”. La autoayuda te explica por qué no sos feliz y te ofrece un método infalible para remediarlo.

Encerrados en casas trabajando por Zoom, montando improvisados emprendimientos con ayuda de herramientas tan disímiles como Whatsapp, el IFE y Mercado Pago, o desesperando ante la imposibilidad de ganarse el mango y así acceder a las cosas que deseamos en una economía rota e inflacionaria, la sensación de que cada uno se debe y puede salvarse solo quedó muy al alcance de la mano

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Sea de dónde sea que provenga el orden cósmico superior que respalda el autodiagnóstico y la técnica de superación propuestas, en la autoayuda contemporánea la responsabilidad última del resultado depende del individuo, de uno mismo. Somos todos empresarios de nuestra propia realización. Paradójicamente, al cargarse por completo con el yugo del propio destino, encontrando “soluciones biográficas a contradicciones sistémicas” como describen los sociólogos alemanes Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim, uno se libra de la ansiedad y angustia que genera encontrarse a la merced de fuerzas societales que nos exceden. Es decir, lo que adquiere el creyente al creer es una garantía de felicidad, como tituló Papalini a su libro. La certeza de que sí se sigue al dedillo una fórmula de optimización y desarrollo de sí mismo, vendrá no solo la prosperidad material, sino también la plenitud emocional y espiritual. De nuevo, si me esfuerzo, seré recompensado. Si amo, me amarán de vuelta.

Hace ya una década Papalini concluía que “la autoayuda se volvió parte de nuestro sentido común”, y esa afirmación es acaso hoy todavía más certera. Desplegadas sobre los ejes cartesianos del mapa político argentino, sus ideas son asociadas principalmente al individualismo new age de la derecha PRO, con sus retiros espirituales y visitas de gurúes indios. Tras el estupor generado por las PASO, el reflejo de la candidata presidencial Patricia Bullrich fue relanzar su campaña con una vuelta a un discurso abonado en una cosmovisión humanista de country. Pero no faltan tampoco tributarios por izquierda al caudaloso río de la autoayuda, desde el hipismo decrecionista antivacunas de El Bolsón a la relectura feminista de la astrología y otras pseudociencias.

En realidad, ese “se volvió parte de nuestro sentido común” se constata a un nivel más micro de la sociedad civil. Sé sincero. ¿Cómo proyectás tus propias metas y objetivos? ¿Cómo articulás tu proyecto de vida? Hasta el más convencido de que la salida es colectiva administra puertas adentro su propia tiempo y esfuerzo en pos de un progreso individual, tanto material como emotivo. Gente con posgrado asegura en una sobremesa haber manifestado un logro académico muy deseado como ganar una beca en el exterior. En un país tan pasado de rosca como este, si no sobrestimás un poco tu propia agencia te volvés loco.

Evidencia de este sentido común fue justamente lo que encontraron Pablo Semán y Nicolás Welschinger al dar sin querer con el contorno del “pueblo mileista”. Extendiéndose bien por fuera del núcleo duro de la militancia libertaria e incluso más allá del electorado que votó por La Libertad Avanza en las últimas PASO, los sociólogos identificaron la adhesión a una ética y cosmovisión “mejorista” que tiene muchos puntos de contacto con el análisis de Papalini. Por “mejorismo”, Semán y Welschinger entienden “la idea de que el progreso personal es posible y que se basa en el esfuerzo individual”, la cual permea “una gama de muy variadas relaciones con el Estado y la política”. Entre los jóvenes entrevistados, quizás ellos mismos hijos de madres y padres lectores de literatura de autoayuda, “ni libertarios, ni peronistas, ni cambiemitas” admiten “no querer regalos sino posibilidades”. En este sentido, el “mejorismo” emprendedorista “no es una categoría meramente económica sino centralmente moral”: “el esfuerzo personal es la medida de todas las cosas y la cuantificación de su rentabilidad la vara con que juzgar la dignidad ajena”.

Quien quiera hacer época, construir el próximo “ismo”, tendría bien en entender que un derecho no es un fin en sí mismo, sino un medio para aspirar a más. No es el techo, es un piso

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La coyuntura de la pandemia global del COVID-19 que, por un lado, aceleró la transición hacía el home office y la uberización del trabajo y, por otro, contribuyó a la profundización de la condiciones macroeconómicas que continúan deteriorando la situación material de la mayoría de los argentinos, actuó como una centrífuga social que resultó ideal para la difusión de esta ética mejorista. Como agregan Semán y Welschinger, “a la ideología se la constituye en la experiencia y la experiencia del Estado y del mercado en las dos últimas gestiones de gobierno ha sido fuente de un sinsentido para muchos electores que fueron encontrando en las explicaciones de Milei un ordenamiento convincente”. En las películas yankis siempre se repite la remanida definición que reza que la locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes, y de los tres tercios solo uno se encolumna detrás un actor político que todavía no se probó nunca en el sillón de Rivadavia.

Años atrás, Papalini remarcaba que el ideario conceptual y práctico de la autoayuda estaba “vaciado de todo contenido impugnador” y, por eso mismo, resultaba “una clave fundamental para un sistema social y laboral que reposa en la capacidad de resiliencia de los sujetos y su readecuación a sus cambiantes exigencias”. Encerrados en casas trabajando por Zoom, montando improvisados emprendimientos con ayuda de herramientas tan disímiles como Whatsapp, el IFE y Mercado Pago, o desesperando ante la imposibilidad de ganarse el mango y así acceder a las cosas que deseamos en una economía rota e inflacionaria, la sensación de que cada uno se debe y puede salvarse solo quedó muy al alcance de la mano. Especialmente cuando hasta los más heterodoxos entre los economistas de la tele explicaban que la plata con la que el Estado te salvaba por un lado estaba generando por otro las condiciones para que se prolongue una crisis económica que ya está en edad de entrar a primer grado.

La pandemia y las medidas que se tomaron para contrarrestarla, como la cuarentena y la vacunación obligatoria, también ofrecieron una marco propicio para el salto de fe desde el mejorismo y la autoayuda más pragmática a cosmovisiones esotéricas y conspiranoicas. Como describe en una entrevista reciente Naomi Klein, intelectual de izquierdas canadiense que supo estar muy de moda en torno a la crisis económica del 2008, en los Estados Unidos muchas Karens suburbanas están siendo empujadas por sus profesores de yoga por el tobogán de extremización ideológica que termina en el “mundo del revés” de la alt-right. Empezás desconfiando en darle a tus hijos una vacuna que parece haber sido desarrollada demasiado rápido y terminás convencida que el Partido Demócrata está secretamente integrado por reptilianos que regentean el tráfico pedófilo de niñas y niños oculto tras una cadena de pizzerías. Para aquellos más alienados, desesperados por encontrar comunidad y un sentido propio en un mundo complejo y hostil, una vez que se abre la puerta a la duda puede resultar muy difícil volver a cerrarla.

En Argentina, queda por verse qué tanto quedará corrida la ventana de Overton tras este período eleccionario. Que estemos discutiendo los pocos consensos básicos que nos quedaban (Malvinas, democracia, universidad y la salud pública y gratuita) es signo de que su elasticidad ciertamente será puesta a prueba. El otro día con un amigo concluíamos que, con plata en el bolsillo, los argentinos somos los más liberales del mundo con respecto a la vida de los demás. Pero es igual de cierto que creemos, con justicia, que nos merecemos el mundo y todas sus cosas y, cuando a pesar de rompernos el lomo laburando y estudiando no llegamos a ellas, se torna difícil contener el impulso mezquino de buscar culpables entre los Otros. Más aún cuando resulta tan sencillo sacarle rédito electoral a lo que, de última, es una frustración legítima. 

Más allá del resultado de octubre, durante estas elecciones emergió a la superficie una transformación social más profunda que, como demuestran las investigaciones de Papalini, Semán y Welschinger, venía desarrollándose desde hace décadas. Un cambio que excede sobradamente al fenómeno editorial de la autoayuda que consagró a Rolón y Stamateas como los best-seller nacionales del siglo XXI: una sociedad tradicionalmente enamorada del Estado puso al individuo y el esfuerzo personal en el centro de la agenda. Ante un Estado disminuido que más que presente “hace presencia”, muchas argentinas y argentinos parecen dispuestos a sacrificar una red de contención que se encuentra ya por el subsuelo por la escueta posibilidad de ganarse vivir en un penthouse.

¿Cómo dejamos que los poster boys del mérito sean tipos cuyo único éxito es haber sabido administrar los millones con lo que ya nacieron en un país lleno de médicos, abogados y profesores cuyos abuelos no sabían leer ni escribir? Están mal los incentivos, diría un economista. Hay que poner en valor simbólico, pero también metálico, ese esfuerzo. En este sentido, quien quiera hacer época, construir el próximo “ismo”, tendría bien en entender que un derecho no es un fin en sí mismo, sino un medio para aspirar a más. No es el techo, es un piso. Me esforcé, ¿dónde está mi recompensa?

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