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10 de febrero 2022

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

UNA CAMISA DESORBITADA

Tiempo de lectura: 8 minutos

Por asuntos de trabajo volví a leer los poemas de Emma Barrandéguy, y encontré este, situado en el Tigre, que abre con una linda y discreta descripción, no ampulosa ni sobrecargada, del entorno de las islas, en la que algunos muy buenos adjetivos (“enloquecidos”, para verdes, “desvalidos”, para tornillos) desvían con elegancia la notación objetivista:

Barcos muertos/ con sus costillas llenas de musgo,/ inútiles defensas/ de madera agujereadas/ donde asoman tornillos desvalidos y toscos/ sauces obstinados en sus verdes ramajes/ sobre el tronco caído mecido por el río, / añosas casuarinas/ mostrando sin pudor sus raíces al aire/ y verdes enloquecidos/ cayendo sin prisa/ hasta el borde de los riachos.

Y cierra, ese primer impulso, promediando el poema, con esta suerte de verso anafórico: “Muelles, muelles, muelles”. Sería, pensé, una cita, una paráfrasis, un homenaje, al “Colinas, colinas, colinas”, de su paisano Juan L. Ortiz, amigo y compañero de militancia comunista. Aunque también, sin perder nada de lo anterior, podría ser una broma taimada, ahora dirigida solamente a Ortiz, en complicidad con las que el mismo Juanele hacía a veces a sus lectores, como en ese verso que comienza, evocativamente, “Oh, atardeceres de allá”, para terminar, deceptiva y contraelegíacamente, “iguales a los de acá”.

Emma y los cigarrillos (Foto Archivo Eduner).

Viajamos en 2003 o en 2004 a conocer y a entrevistar a Emma, estimulados por la enorme noticia que había propagado María Moreno al publicar y prologar, a fines del 2002, Habitaciones, esa buenísima “memoria novelada” (“catarsis de los avatares de una conciencia”, la llama justamente la prologuista) que propició un merecido entusiasmo de Diana Bellessi, inscripto en la contratapa del libro: “Bienvenida al fuera del canon, a la línea fronteriza de la gran escritura argentina”. Fuimos a Victoria en colectivo. Y en Victoria nos subimos al auto de Claudia Rosa con destino a Gualeguay. Pero con Claudia al volante, y con el poema de Juanele “Entre Diamante y Paraná” como modelo de viaje en dispersión (de “demora y demora”) no llegábamos nunca ni a Gualeguay ni a la casa de Emma. “Colinas, colinas, colinas”, recitaba Claudia medio a los gritos, siguiendo el movimiento ondular del auto, para mostrarnos inmediatamente después las “tierras blancas” de Juan José Manauta, novela de la que recitaba algunos de sus párrafos de memoria:

“De allí era posible contemplar un miserable panorama de ranchos desperdigados y sin orden desplegándose en las tierras blancas, con el lujo inaudito del río y su corona tangencial brillante, que tras de limitar con una especie de rúbrica lo habitable, propiciaba después el hirsuto paisaje de ceibos y espinillos, donde retrocedía el pasado aborigen y matrero de la soledad entrerriana.”

Y cierra, ese primer impulso, promediando el poema, con esta suerte de verso anafórico: “Muelles, muelles, muelles”. Sería, pensé, una cita, una paráfrasis, un homenaje, al “Colinas, colinas, colinas”, de su paisano Juan L. Ortiz

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Para desarrollar, sobre el pucho, una teoría acerca de la luz en la literatura de Entre Ríos que podía equipararse, decía Claudia, a la luz de la pintura holandesa del SigIo de Oro, no porque hubiese obligadamente una sintonía entre los artistas y las épocas sino porque unos y otros habían escrito y pintado bajo un parecido impulso de contorno natural: “tierras bajas, mucha agua y mucho sol”, decía. Y paraba el auto en la banquina, para mostrar: “¿ves?”. Y aun, antes de entrar a Gualeguay, nos desviamos hasta Puerto Ruiz, a conocer la casa, casi rancho, donde había nacido Juanele. Golpeamos la puerta. Salió un pibe, de seis o siete años. Claudia le preguntó si podíamos entrar a conocer. ¿Por qué querríamos conocer “por dentro” la casa en la que había nacido el poeta y vivido apenas tres años, entre 1896 y 1899, de la que, en términos estrictos, no quedaría nada más que su fachada y su estructura, seguramente, además, modificadas mil veces? El chico dijo que le preguntaría a la mamá. Y la mamá, atenta a toda desilusión de los viajeros, nos negó el paso: “Dice que mi papá está durmiendo la siesta”. Después, sí, entramos a Gualeguay, recordada por Emma en los años 1960, cuando vivía en Buenos Aires, en un poema tensionado entre la nostalgia por el tiempo y el espacio perdidos y el programa generacional, enunciado por ella misma varios años después: “en contra del regionalismo, y a favor del cambio social”. ¿Cómo escribir entonces un poema sobre el pasado, en lugar de sobre el futuro, sobre la región, en lugar de sobre el mundo? En su justo título, “Antiprovincia”, y en su elaborada e inspirada resolución pueden encontrarse respuestas parciales a esa pregunta:

Mi mano no te evoca/ porque en ti no tuvo ademán ni caricia,/ sólo alguna vez la tierra/ escurriéndose entre los dedos./ Polvo y barro, sustancia conocida./ Mis ojos no te evocan/ porque saben que el espinillo/ no es privilegio de belleza/ ni las lomas o el agua/ sitio exclusivo para el canto./ Mis oídos recogen/ el cacareo de la siesta,/ cuerno del heladero de la infancia,/ petardo de una moto a medianoche./ Mi boca es el sabor y las recetas,/ el paladar que no la blanda puerta/ donde el beso acumula su prodigio./ Lo que de mí retienes se alza solo,/ fuera del tú/ sin el que nada somos./ Es el perfume que me trae el aire/ a través de las rejas de una casa./ Así tras el olfato en mí recobro/ esa figura de papel que he sido/ en las borrosas fotos de otro tiempo.

El programa generacional, enunciado por ella misma varios años después: “en contra del regionalismo, y a favor del cambio social”

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Unos años después de aquella visita, cuando leí Ludwig Börne. Un obituario, de Heirinch Heine, en versión de Miguel Vedda, se me revelaron mis propias decepciones al conocer lo que en mi imaginario era una ciudad de reyes:

“Me dijeron que aun vivía en Frankfurt, y cuando algunos años después, en 1827, tuve que pasar por esa ciudad para dirigirme a Múnich, me propuse firmemente hacerle una visita al Doctor Borne en su hogar. Conseguí hacerlo, pero no sin tener que preguntar bastante y buscar por lugares errados; en todos los sitios en que trataba de informarme acerca de él, me miraban de modo extraño; y en su lugar de residencia parecían, o bien conocerlo muy poco o bien preocuparse aun menos por él. ¡Qué extraño! Si oímos acerca de una ciudad distante en la que vive uno u otro gran hombre, involuntariamente pensamos en él como el centro de la ciudad, cuyos techos incluso emiten destellos de su fama. ¡Nos sorprendemos, entonces, cuando llegamos a esa ciudad, y tratamos de encontrar realmente en ella al gran hombre, y tenemos que preguntar durante mucho tiempo antes de encontrarlo entre la gran muchedumbre!”

En efecto, los techos de las casas bajas de Gualeguay no emitían, como imaginé que iría a suceder, destellos de la fama de Juanele, de Emma, de Mastronardi, de Juan José Manauta, de Amaro Villanueva. De hecho, la casa en la que había vivido Juanele y en cuya vereda, imaginaba yo, se habían producido, setenta años atrás, algunas de las conversaciones entre el dueño de casa y Mastronardi, recordadas por este en su Memorias de un provinciano, tenía la puerta tapiada y en una de sus paredes se podían ver cuatro agujeros que, según supe después, correspondían a los cuatro clavos o tornillos que sostenían una placa recordatoria que algún gualeyo habría arrancado, tal vez para comer. Y creo que a la casa de Emma, si no hubiese estado Claudia al volante, no hubiéramos llegado nunca cosa que, de entrada nomás, suspendía la idea de la “curiosidad” que la publicación de Habitaciones, según Emma, había provocado en su ciudad: “Curiosidad, supongo, por saber cómo fue mi vida en Buenos Aires, donde yo me fui para vivir sexo, libertad y trabajo, que era lo que acá no había”. Sin embargo, nadie parecía demasiado curioso en Gualeguay. Fuimos con Emma al cementerio, a conocer la imponente tumba de Carlos Mastronardi y la humilde de Juan L. Ortiz y visitamos la biblioteca Fomento, escenario destacado de la crónica La internacional entrerriana, de Agustín Alzari, que la describe así:

“La sala de lectura de la planta alta, con sus anaqueles repletos de libros del piso al techo, el corredor con balaustres de madera que la bordea a unos tres metros de altura, y la diminuta escalera caracol disimulada en una de las esquinas.”

Qué justo y al mismo tiempo extravagante adjetivo para una camisa, imaginamos, secándose en el alambre: desorbitada. ¿Fuera de que órbita? ¿De la de la casa de mujeres solas?

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Emma estaba contenta. Tenía entonces 90 años, y moriría dos años después. Su libro, convertido en Buenos Aires en un succés d’éstime, volvía significativos y relevantes cada uno de los episodios de su vida. Sus poemas soviéticosde los años 1930, escritos bajo el impulso de la enorme figura de Raúl González Tuñón y de su extenso poema “Las brigadas de choque”:

“A mí me gustaba la poesía política. Leía a Raúl González Tuñón. Nos reuníamos acá en casa, con Juanele y otros. Leíamos El capital, en unos fascículos amarillos, que venían de España. Cuando llegamos a la plusvalía, ahí se terminó la enseñanza: nadie entendía nada. En esa época yo publiqué mis primeros poemas. Unos poemas de una virulencia asquerosa, impresos en unas hojas sueltas, de papel canson. Yo escribía sobre los campesinos, sobre la tierra que tenía que ser para los campesinos, toda una cosa que es el símbolo de una época, ¿no? Y a mí se me atacó mucho acá, los parientes dejaron de saludarme, y esas cosas, porque los poemas eran supercomunistas.”

Su larga estadía en Buenos Aires, trabajando primero en el diario Critica y después como secretaria de Salvadora Onrubia de Botana. Su vida amorosa, parte de la cual había sido relatada en Habitaciones y celebrada en los ambientes queer, en los que Emma pasó a ser no solo “una de las nuestras”, sino una precursora viva. Una que la hizo antes. Una que la hizo sola. Y si bien aceptaba con mucho gusto los halagos, mantenía cierta distancia en relación al entusiasmo que en ese ámbito ella y su libro habían provocado: “Mire, me diría después, con la libertad sexual no se hace gremio. Es cosa oculta, cosa de la intimidad”.

De todos sus poemas de intimidad (amor físico, amor intelectual, encuentros,desencuentros, con hombres, con mujeres) me gusta sobre todo “El verano desata”. Casa de provincia. Verano. Noche. La protagonista. Sus tías. Animales muertos. Y un espacio vacío que solo podría ser ocupado por un hombre, cuya ausencia se marca por partes: “Ningún olor a cigarrillo”. “Ninguna camisa desorbitada en el alambre”. Qué gran verso este último. Qué justo y al mismo tiempo extravagante adjetivo para una camisa, imaginamos, secándose en el alambre: desorbitada. ¿Fuera de que órbita? ¿De la de la casa de mujeres solas? ¿De la hilera de ropa de mujeres, imaginémosla: camisones, faldas, enaguas, bombachas, medias, que está secándose en el mismo alambre? ¿De la recta línea geométrica del alambre tenso del que cuelga la camisa, inflada por el viento de la tormenta inminente y conformando un hueco enorme que sólo podría ser cubierto por un fantaseado tórax, enorme también?

El verano desata sus estrellas fugaces/ sobre el patio./ Y la oliofraga asoma a su perfume/ más allá de las verjas./ Entre el grillo y el gato/ gira la actividad de la noche./ Meciéndose,/ soñando,/ desprendida de los largos peinadores/ un ansia./ Una esperanza trepando por el jazmín,/ bordeando el aljibe,/ imprecisa entre las conversaciones.// “¿Quién sabe si para el carnaval/ florecerán las varas/ de los nardos”./ Quién sabe.// Nadie,/ ningún hombre,/ ningún olor a cigarrillo/ en la galería de peces muertos,/ ninguna camisa desorbitada en el alambre.// Sólo la noche del brazo de la tías/ cuando ponen bajo techo las hamacas,/ “Quizás llueva”/ “Quizás una tormenta de verano”./ Las puertas de los cuartos entornadas/ y será siempre,/ ¡siempre hasta mañana!

BIBLIOGRAFÍA

Emma Barrandéguy. Pescar por fin tu corazón inquieto. Poesías completas. Caballo Negro. Córdoba, 2019.

J. L. Ortiz. En el aura del sauce. Eduner-UNL. Santa Fe, 2020.

Emma Barrandéguy. Habitaciones. Catálogos, Buenos Aires, 2002.

Juan José Manauta. Las tierras blancas. Sophos. Buenos Aires, 1959.

Heinrich Heine. LuwdigBörne. Un obituario. Introducción, traducción y notas de Miguel Veda. Gorla. Buenos Aires, 2009.

Agustín Alzari. La internacional entrerriana. Emr. Rosario, 2014.

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