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30 de agosto 2023

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

PÓNGANME EN LA PUNTA DE UN PALO Y ÚSENME COMO AFICHE

Tiempo de lectura: 7 minutos

Con la línea nos dieron el aparato básico de Siemens, de plástico rojo. El modelo no debe tener más de 25 años, pero en internet lo ofrecen como “antigüedad” por 4.000 pesos. Como el teléfono era elemental y no tenía contestador automático ni identificador de llamados, la cosa era a suerte y verdad. Sólo levantando el tubo podíamos saber quién estaba del otro lado. Por otra parte, el número que nos había tocado repetía cifras: dos veces el 4 y tres el 7. Dada su facilidad nemotécnica, era muy ambicionado por distintos comercios que llamaron para comprar la línea y, de hecho, un negocio muy popular en aquellos años de crisis, de compra, venta y trueque de artefactos de segunda mano que se publicitaban, creo que bajo ese nombre, “segunda mano”, en la más o menos incipiente internet o en unos tabloides que se repartían gratis en la calle, una especie de antecedente primitivo de Mercado Libre, tenía un teléfono muy similar al nuestro, solo cambiado por un número. De modo que cuando finalmente habíamos templado el ánimo para atender el teléfono a quien fuese que nos estuviera llamando, alguien, equivocado, desde alguna parte, daba un número de código y nos decía “llamo por la bañadera” o “¿están todavía los colchones?”. Entonces decidí, primero, dejar de atender los llamados e inmediatamente le tomé el gusto, luego de haber hablado por teléfono horas de mi vida que podrían medirse en meses o en años, a no usarlo más. Mis hijos, a quienes les encantaba responder el llamado de la campanilla, quedaron entonces a cargo de levantar el tubo y en caso de que la comunicación fuese para mí, decir que no estaba, descontando una estricta selección de familiares y amigos a quienes previamente debían reconocerles la voz. Tal vez al tanto del ardid y dispuesta a anularlo, dada la necesidad de la comunicación, la estricta Norma Desinano, antes de preguntar por mí, se presentó: “habla la directora de la escuela de Letras” y quien la atendió, dado el manifestado estatuto de autoridad, comprendió o intuyó que no podía censurar el llamado.

Después del golpe de 1955, al que Marechal llamaba, sintéticamente, “contrarrevolución”, “rostros amigos” le negaron el saludo en la calle y le cerraron “todas las puertas vitales y literarias”, decretando, sobre él una suerte de “muerte civil” o asesinato colectivo

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¿Qué querría Norma? Decirme que se había reunido con Inés Rosbaco, profesora en nuestra Facultad de la carrera de Ciencias de la Educación y, nosotros no lo sabíamos, sobrina de Elbia Rosbaco de Marechal, la famosa Elbiamor. Y en mi cabeza, mientras Norma me empezaba a contar la historia, sonaban los versos de Leopoldo, que yo había conocido, mucho antes que en su libro La alegropeya, musicalizados y cantados alguna vez, seguramente en el Café del Este, o en alguna de las peñas de fines de los años 1970 o principios de los 1980, por Rubén Goldín:

Tomo un pedazo de pan duro,

lo remojo en el agua

y lo doy a los pájaros de arriba.

Come un gorrión el pan y luego tiende

sus alas al espacio:

Elbiamor, el pan duro se ha convertido en vuelo.

Se nutre de mi pan una calandria

y en seguida retoma su profesión de trino:

Elbiamor, el pan duro se ha transformado en música

¿Y para qué había llamado Inés a Norma? Para decirle que su tía, viuda desde hacía treinta años, no estaba bien de salud y había venido a vivir a Rosario, cerca de su hermano y de su familia. Y levantado, al venir, el célebre departamento de avenida Rivadavia 2341, 7º 30, en Buenos Aires. El mismo desde el que una mañana, “muy de mañana” una vez que le llegara “desde el Oeste un rumor como de multitudes que avanzaban cantando y gritando”, Marechal, luego de vestirse rápidamente bajó para unirse a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo:

Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina “invisible” que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron, les dieron la espalda.

El mismo en el que tres años más tarde, en 1948, le puso punto final a Adán Buenosayres, dedicada, en esa primera edición

A mis camaradas martinfierristas, vivos y muertos, cada uno de los cuales bien pudo haber sido un héroe de esta limpia y entusiasmada historia.

Cuando, poseedor del carnet número 46 de dicha “comisión pro-candidatura” iba, con otros compañeros, a ver al General para recordarle la falta de recursos, Perón les decía: “Pónganme a mí en la punta de un palo y úsenme como afiche”

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El mismo en el que codo a codo con el general Juan José Valle redactaron el manifiesto de la fallida revolución de junio de 1956, titulado “Al pueblo de la patria”. El mismo departamento en el que, como le contó en una extensa entrevista a Alfredo Andrés, construyó, con Elbia, “una isla” en la que practicaron durante más de diez años “un robinsonismo amoroso, literario y metafísico” una vez que, después del golpe de 1955, al que Marechal llamaba, sintéticamente, “contrarrevolución”, “rostros amigos” le negaron el saludo en la calle y le cerraron “todas las puertas vitales y literarias”, decretando, sobre él una suerte de “muerte civil” o asesinato colectivo, por haber sido uno de los primeros entusiastas impulsores y publicistas de la candidatura presidencial de Perón para las elecciones de 1946, hecha con medios y economía precarios: inscripciones con carbonilla en las paredes, concentraciones populares, algunos espacios en la radio para los que, cuenta, escribía monólogos humorísticos. Cuando, poseedor del carnet número 46 de dicha “comisión pro-candidatura” iba, con otros compañeros, a ver al General para recordarle la falta de recursos, Perón les decía: “Pónganme a mí en la punta de un palo y úsenme como afiche”.

*

La venida de Elbia a Rosario no solo suponía vender el departamento sino, además, levantar la biblioteca: donarla. Y eso era lo que quería saber Inés Rosbaco cuando se reunió con Norma Desinano. Si querríamos y podríamos recibir esa donación. “¿Cosa facciamo?”, me preguntó Norma, hablando imprevistamente en italiano. Por supuesto, había que resolver formalidades: de propiedad, del estado y del contenido de esa biblioteca, del carácter de la donación, del espacio que tendríamos en la Escuela para alojarla, del personal para su catalogación. Pero, un punto por debajo o un punto por encima del papelerío obligatorio nos preguntábamos: ¿cómo vamos a decir que no? La recibimos. Conociendo el afán bibliófilo de Marechal y con los libros a la vista, muy rápidamente, y recordando a Van Houten, el buenísimo personaje de Los desterrados, de Horacio Quiroga, al que “en razón de que le faltaba un ojo, una oreja, y tres dedos de la mano derecha” llamaban “lo-que-queda-de-Van-Houten”, nosotros pasamos a llamar al legado “lo-que-queda-de-la-biblioteca-de-Marechal”. Según testimonios de quienes la habían conocido en su plenitud, tal vez faltaran decenas o cientos de ejemplares, muchos de ellos, probablemente distraídos selectiva y furtivamente por ocasionales visitantes de Elbia, admiradores del poeta, o simplemente, para usar una palabra cara al propio Marechal, “unos vivillos” si es que los otros, al fin, también no lo eran.

*

Pero aquí está, para quien quiera verlo, un ejemplar de la primera edición de Molino rojo, de Jacobo Fijman, dedicado así: “Para Leopoldo Marechal, poeta bárbaro. Fraternalmente”. Y otras primeras ediciones muy importantes, siempre dedicadas con admiración y cariño, por Baldomero Fernández Moreno, Arturo Capdevila, Raúl Scalabrini Ortiz, Silvina Ocampo, Witold Gombrowicz, Gyula Kosice, Héctor A. Murena, Néstor Groppa, Aurora Venturini, Amelia Biagioni, Alberto Szpunberg, Roberto Santoro, Miguel Ángel Bustos:

A Leopoldo Marechal, Adán de un Buenos Aires mitológico, para siempre vivo. A Elbia, armonía de su jardín, en recuerdo de su amigo que los quiere.  

Y una primera edición de La canción de Buenos Aires. Responso para porteños, de 1968, de Leónidas Lamborghini, prologada por Oscar Masotta, que no solo está dedicada a Marechal como “el noble amigo y el gran poeta” sino que incluye una carta manuscrita antecediendo a los cuatro poemas del libro sobre la ciudad de Buenos Aires que propician, para los lectores, una relación entre ambas obras no subrayada todavía:

Estimado Marechal. No sé qué me empuja a dejar constancia aquí mismo y ante Ud. de la importancia que le asigno a estas 4 composiciones que siguen. Durante años y años troté Buenos Aires tratando de atrapar el sentido de esa larga, dolorosa experiencia. Ahora -quizás sea una simple ilusión- veo en estas 4 composiciones ese sentido: era el deseo de poseerla. Y una suerte de metafísica del deseo es lo que yo veo de alguna manera sintetizada en estas 4 letras para la ciudad. No es que el tema en sí, la revelación de ese sentido me parezca novedoso. Pero lo que sí me sorprende es el modo, la manera simple en que me parece haber logrado transmitir esa trascendental experiencia, luego de haberla buscado por caminos formales diría yo más complicados. Hay otro tema: el de la concepción de la ciudad como una prisión del deseo. El de verme atrapado, sin salida, entregado definitivamente a la desenfrenada tentativa de liberarme de ella y de mí mismo. Me sorprende también la casi increíble economía de medios con que está dicho todo eso y el orden expresivo que he logrado imponer a esa realidad caótica. La identificación ciudad-destino, punto de partida de serie, es un enfoque dostoievskiano que me había perseguido por años.

Y, qué lástima, no encontramos entre los papeles entreverados en los libros la extraordinaria carta que, cuenta Marechal, le escribiera en los años 1930 Roberto Arlt, “en tinta roja y con su firma de jeroglífico”:

Querido Leopoldo: te escribe Roberto Arlt. He leído en La Nación tu poema “El Centauro”. Me produjo una impresión extraordinaria, la misma que recibí en Europa al entrar por primera vez a una catedral de piedra. Poéticamente, sos lo más grande que tenemos en habla castellana. Desde los tiempos de Rubén Darío, no se escribió nada semejante en dolida severidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de producir en prosa algo tan bello como lo tuyo se me debilite. Te envidio tu alegría y tu emoción. Que te vaya bien.

Bibliografía

Alfredo Andrés. Palabras con Leopoldo Marechal. Carlos Pérez Editor, Buenos Aires, 1968. Hay reedición, Editorial Ceyne, Buenos Aires, 1990.

Leopoldo Marechal, La alegropeya, Ediciones del Hombre Nuevo, Buenos Aires, 1962.

Elbia Rosbaco de Marechal, Mi vida con Leopoldo Marechal Paidós, Buenos Aires, 1973.

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