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10 de septiembre 2021

Joaquín Harguindey

LA OTRA RETIRADA

Tiempo de lectura: 8 minutos

CÓMO UN CONGRESO AUSENTE AYUDA A LOS ESTADOS UNIDOS A FRACASAR EN EL MUNDO Y POR QUÉ ELLO NO VA A CAMBIAR

En retrospectiva, es probable que una de las lecciones más importantes obtenidas por los Estados Unidos durante los veinte años de su trágico experimento en Afganistán es que no logró inspirar, ni comprar ni crear por la fuerza un socio local lo suficientemente adecuado como para permitirle desligarse de un conflicto indeseado por la mayoría de los estadounidenses ya desde poco después de su inicio.

Este fiasco forzó la prolongación de una ocupación con objetivos crecientemente vagos, agotó la paciencia de la sociedad estadounidense y volvió políticamente atractiva una extracción simple y rápida, aborrecida por los liderazgos de las comunidades de defensa y política exterior aún cuando fue la preferencia mayoritaria durante más de una década.

Los efectos de este fiasco y los de su homólogo iraquí se han hecho sentir en las preferencias electorales estadounidenses y en el comportamiento de su representación política en cuanto al rol militar de los Estados Unidos en el mundo. El apetito nacional por intervenciones militares en países distantes se encuentra claramente disminuido en comparación a los principios de los 2000 y ambos partidos han tenido mucha prisa por dejar atrás sus declaraciones y votos de la época para abrazar en cambio una doctrina de política exterior más cautelosa, sea en sus versiones de Don’t Do Stupid Shit, America First o Foreign Policy For The Middle Class  a lo largo de los años.

Pero aún si estamos hoy efectivamente en la presencia de cierto grado de introspección por parte de los Estados Unidos acerca de los límites de su poder bélico, su capacidad de arrojarle dinero a un problema hasta que desaparezca y su habilidad para comprender el funcionamiento de sociedades extremadamente diferentes, la magnitud de la catástrofe no ha sido suficiente para impedir que las instituciones estadounidenses que condujeron a esta misma situación veinte años atrás continúen operando en idéntica forma que en aquel entonces en importantes sentidos. Lo cual es tal vez igual de serio hoy que en 2001.

Los efectos de este fiasco y los de su homólogo iraquí se han hecho sentir en las preferencias electorales estadounidenses y en el comportamiento de su representación política en cuanto al rol militar de los Estados Unidos en el mundo.

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Un poder no deseado

Si le han prestado atención a medios estadounidenses durante este último acto de la guerra en Afganistán, es probable que hayan visto mencionada o invitada a la Representante Barbara Lee (D-CA) en algún momento. Lee ha adquirido a un gran costo la reputación de una Casandra en cuanto a la guerra afgana, dado que además de vaticinar un conflicto sin rumbo estratégico ni victoria fácil, fue la única política en ambas cámaras en votar en contra de la resolución del Congreso que otorgó al ejecutivo el poder para iniciar el conflicto en septiembre de 2001.

La postura de Lee fue considerada antipatriótica en su momento y luego fue eclipsada por críticas menos abstractas y más centradas en el desempeño estadounidense concreto en Afganistán, pero es posible que de todas las advertencias y recomendaciones incluidas en la discusión nacional acerca de la guerra, la de ella sea la que cuenta con la brecha más grande entre su mérito y el grado de atención recibido: Lee creyó y cree todavía que no debe dársele al Presidente los poderes para comenzar y continuar una guerra indefinidamente, sino que es el deber principal del Congreso autorizar iniciativas bélicas, supervisarlas, determinar sus objetivos y decidir finalizarlas llegado al caso.

La concentración de los poderes bélicos en el Presidente, el argumento señala, no sólo corre en contra del diseño constitucional estadounidense sino que deposita la iniciativa en una sola rama de gobierno, opaca la supervisión del desempeño de los militares al volverla interna al ejecutivo y provee la situación ideal para que la política exterior dependa del criterio e intereses de una sola persona. La retirada del Congreso de la toma de decisiones bélicas podrá servir para distanciar aún más a los congresistas de un área con abundancia de riesgos y pocas recompensas para ellos, pero esa toma de decisiones estará mucho más vulnerable a las burbujas políticas que se forman en las altas jerarquías y a la manipulación de los decisores civiles por parte de la burocracia militar.

Por desgracia para Lee y para quienes vemos una conexión directa entre esta crítica y la catástrofe afgana, quienes mayormente no han compartido este análisis son sus colegas en el Congreso. Excluyendo un breve intervalo posterior a la guerra de Vietnam, la tendencia en los Estados Unidos desde el inicio de la guerra fría hasta nuestros días ha sido el de un perpetuo retroceso del Congreso ante el Ejecutivo en lo que refiere a las decisiones de política exterior en general y política bélica en particular.

Los Representantes y Senadores han aprovechado la desconexión entre el electorado y la política exterior del país, así como las dificultades enfrentadas por el ciudadano raso al intentar informarse acerca de la miríada de actividades de un país con presencia global, para abdicar sus poderes de control en repetidas ocasiones y cargar al Presidente con las decisiones difíciles y los frecuentes costos ante la opinión pública.

Asimismo, jugadores astutos entre los contratistas militares, grupos de interés estadounidenses o extranjeros y los miembros presupuestariamente más rapaces de la burocracia del Departamento de Defensa han sabido aprovechar la opacidad generada por este deterioro institucional para llevar a cabo políticas no solo de marcado auto-interés sino inconfundiblemente dañinas para el interés nacional estadounidense.

En el caso afgano, esta retirada del Congreso ha sido ocasionalmente señalada en relación al inmenso costo financiero del fiasco y al nulo interés del Congreso en modificar el curso de la guerra mediante la imposición de condiciones al Ejecutivo para futuro financiamiento. Pero una crítica más amplia, como la mencionada anteriormente, debe centrarse también en el vago instrumento legislativo que autorizó a todas las administraciones a partir de 2001 a usar las fuerzas armadas en cualquier lugar donde se encontraran individuos conectados a los ataques del 9/11 y que acabó siendo utilizada como respaldo legal para acciones militares en 18 países distintos además de Afganistán sin autorización legislativa explícita.

Paralelamente, episodios como la publicación de un grupo de documentos en 2019  detallando el severo grado de manipulación del público por parte del liderazgo militar a lo largo de toda la guerra son claras señales de que la rama ejecutiva no puede o no quiere supervisarse a sí misma más allá del partido que ocupe coyunturalmente la Casa Blanca. Dejados a su albedrío, sucesivas administraciones no han logrado más que extender un costoso fracaso durante décadas, apenas enfrentando ocasional supervisión luego de crisis particulares y disfrutando de una rama legislativa pasiva el resto del tiempo.

Es por ello razonable concluir tal vez que si los Estados Unidos desean evitar una repetición de los errores que condujeron a este desenlace de la guerra en Afganistán, el país probablemente deba modificar no sólo su doctrina de política exterior de ahora en adelante sino la forma en la que sus instituciones legislativas arriban a ella y la llevan a cabo.

Desafortunadamente, aún no está claro que ellas siquiera puedan hacerlo en su estado actual.

Una crítica más amplia debe centrarse también en el vago instrumento legislativo que autorizó a todas las administraciones a partir de 2001 a usar las fuerzas armadas en cualquier lugar donde se encontraran individuos conectados a los ataques del 9/11

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Un Congreso tercerizado

Si bien la degradación general de las instituciones estadounidenses ha sido un leit motiv de la discusión política global desde hace ya muchos años, un aspecto de ello poco apreciado o entendido ha sido el de la reducción deliberada de las capacidades de pensamiento político autónomo en el Congreso.

En conjunto al proceso de concentración de la toma de decisiones de política exterior en el ejecutivo, las últimas décadas también han visto el constante desabastecimiento de recursos para el correcto funcionamiento de múltiples instituciones del gobierno federal que son esenciales para la recolección y el procesamiento de la información que produce buenas políticas públicas. En términos generales ello ha conducido a peores resultados en la mayoría de las iniciativas del gobierno federal, una menor capacidad de acción gubernamental y a una menor satisfacción con el desempeño de las instituciones públicas por parte de los estadounidenses.

Quienes buscaron y se han beneficiado de esta mayor incapacidad estatal han sido fundamentalmente individuos y grupos de interés acaudalados que pueden suplir esta falencia pública por vía del accionar de instituciones privadas propias. Como recompensa por este auxilio de información, gestión y diseño, a menudo estos actores logran orientar las políticas públicas hacia sus intereses, más allá de la utilidad de ello para el bienestar de todos los demás.

En el caso del Congreso, esta captura institucional por parte de una élite adinerada tomó la forma primero de un estancamiento y luego de un declive en los recursos y personal especializado permitidos al legislativo que ha continuado desde los años 80s.

En los últimos cuarenta años, aún mientras el mundo producía más y más compleja información, aún mientras la sociedad estadounidense se volvía más económicamente desigual y un número pequeño de actores ricos adquiría poderes políticos desproporcionados, aún mientras el número de consultores, grupos de interés, think tanks, institutos de políticas públicas y lobbyistas se multiplicaba exponencialmente en Washington DC, la capacidad del legislativo de investigar por sí mismo y poder resistir presiones de los poderosos durante su proceso de toma de decisiones no sólo no creció al paralelo de estas transformaciones sino que se contrajo.

Prácticamente no hay organismo hoy en el Congreso que tenga más de dos tercios de los profesionales que tenía cuarenta años atrás asesorando al cuerpo, a las comisiones o a los legisladores individuales. Algunas oficinas de investigación incluso fueron eliminadas por completo luego de la Revolución Republicana de 1994, como parte de un recorte presupuestario del Congreso que se solapaba con las ambiciones de control centralizado del entonces Presidente de la cámara Newt Gingrich.

En el caso del Congreso, esta captura institucional por parte de una élite adinerada tomó la forma primero de un estancamiento y luego de un declive en los recursos y personal especializado permitidos al legislativo que ha continuado desde los años 80s.

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El caso de los despachos legislativos en Representantes es particularmente notorio e ilustrativo del caso, dado que el personal hoy con alrededor de 760.000 personas por distrito congresual es casi un tercio menor en número al de cuarenta años atrás, cuando cada Representante debía ocuparse de 510.000 personas. Estos despachos, debido a ello, destinan cada vez más de sus integrantes a tareas en los distritos y no en DC, poseen menos recursos para contratar profesionales talentosos e impedir que sean reclutados por los grupos de interés y enfrentan un panorama laboral en el que casi la mitad de los asesores no planean extender su tiempo allí más de dos años.

En la medida que esto continúe siendo así, la capacidad analítica independiente del Congreso continuará disminuyendo y su dependencia en actores privados externos (a menudo los más activamente interesados) continuará en alza. Es esta situación la que fue diagnosticada por Lee Drutman en The Atlantic ya media década atrás: Put simply, the pressures have increased. The ability of the government to deal with them has not.

Es esta situación la que fue diagnosticada por Lee Drutman en The Atlantic ya media década atrás:¨Put simply, the pressures have increased. The ability of the government to deal with them has not.¨

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Es por ello tal vez bastante fácil establecer una conexión entre el fiasco de los Estados Unidos en Afganistán y la disfuncionalidad que ha recorrido su sistema político desde hace años. Lo que no obstante se perfila bastante más difícil es vislumbrar la posibilidad de una reforma política que revitalice las instituciones necesarias para devolver cierto grado de control ciudadano sobre la política (bélica o no) y hacer menos probables futuros fiascos tanto del otro lado del mundo como en su propio país.

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