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23 de octubre 2021

Florencia Angilletta

LA LENGUA DE LAS MADRES

Tiempo de lectura: 5 minutos

Cuando era una nena y mis padres estaban separados, fantaseaba con que se volvieran a encontrar en el velorio de Charly García. No era exactamente que se vieran –eso sucedía– sino que se encontraran. Bajo un símbolo de paz. Pero no como una bandera blanca, como un minuto de saludarse en el medio de Vietnam, sino como algo que los sacudiera y les mostrara esa gelatina invisible que tenían adherida. Eso que los unía. Eso que pasa entre el amor y el odio, entre la sociedad y la política, entre el arte y el mercado, entre la democracia y el consumo. Entre mi padre y mi madre.

En la boca de Charly siempre está la Argentina. Esa terceridad. Pero no porque armonice lo contrario o porque haga un menjunje de blend entre diferencias, sino porque hace algo que es más que la suma de sus partes. Eso es un encuentro. Lo más parecido a García es Borges, quien también está hecho, como señala Piglia, de “dos linajes”. Pero Charly hizo de Borges algo en la punta de la lengua.

Ese estar en la punta de la lengua es la devoción. El día que desfilen los cuerpos que han sido salvados. La fantasía de la muerte de Charly era una resurrección. Como si algo tan extremo evocara esa “sombra terrible” de la juventud de mis padres, como si moviera esos cimientos y pudiese traerlos de vuelta. Mi familia es un casete sin cinta. En esa austeridad de palabras tengo dos frases brevísimas sobre las que se monta mi “memoria”. La primera es cuando salió Parte de la religión, mi papá dice: “escuchábamos ese disco todo el tiempo”. La otra es en el 92, en el reencuentro de Serú en River, ese recital infinito. Ellos habían llegado tarde y entraron al campo corriendo. Mi papá dice “me acuerdo de esa sonrisa de tu mamá”. Todo amor es un herencia: apropiada, combatida, temida, traicionada, deseada. No lo sabía, pero el amor para mí nunca fue caminar de la mano: es entrar corriendo juntos a un recital. De las dos cosas que vi jactarse a mis padres: de la universidad y de la colección de discos. Colgar un diploma, colgar un póster. Charly sintetizó esa educación sentimental post 1983 –su discografía solista– en la que la biblioteca y la militancia eran el rock. No es que no hubiera libros o que no hubiera votos pero el rock es más fuerte.

Charly en su lengua venérea, enchufada al sustrato de las cosas, es de la sociedad. Cuando dice “amor” es la sociedad. Cuando dice “hija” es la sociedad. Cuando dice “revolución” es la sociedad. Cuando dice “religión” es la sociedad. Cuando dice “sur” es la sociedad. En eso García da un paso como Borges con “Emma Zunz”: ahí en esa órbita varonil absoluta, en eso que casi chorrea masculinidad central, lo torsiona, lo corroe, da vuelta la media. Su “rompan todo” es romper desde adentro. Charly es de la sociedad. Y la sociedad es de las mujeres. Pero esto siempre funcionó como un secreto. Si te lo ponés a explicar lo rompés.

Canciones hechas por un varón que miles de chicas hicieron suyas en nombre de esa misma ambigüedad en la que se afirmaba. Siempre al límite, los años ochenta fueron más “unos ochenta para Charly” que “un Charly para los ochenta”

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Compartió banda con una de las pioneras del rock argentino (María Rosa Yorio), subió mujeres al escenario (Hilda Lizarazu, María Gabriela Epumer); les escribió canciones (el primer disco de Fabiana Cantilo, Detectives, con esas joyas “Amo lo extraño” y “Tu arma en el sur”); bajó el copete ante la cantante nacional (Mercedes Sosa). Pero, sobre todo, Charly por momentos fue una de nosotras. Una masculinidad punk. Andrógina. Precursor de la mezcla, lo lábil, e híbrido. Sus mejores socios lo conectaron con su lado femenino: Nitro Mestre, Pedro Aznar. Recibió tantos insultos por “machista” como por “puto”.

Serú Girán es una colección de canciones para chicas, organizada por nombres propios: Eiti Leda, Alicia, Peperina. “Peperina” juega con la historia de una periodista cordobesa que escribe para la revista El Expreso Imaginario una crítica punzante sobre un concierto. García ejerce ante ella la aduana del rock –su “mente pueblerina”, su vínculo con el mánager–, tanto como desliza esas frases absolutas sobre el Estado y las mujeres: “te amo, te odio, dame más”. Conocer a alguien es conocer una lengua, y purificarla también. Charly conoce la lengua de las mujeres. Traicionar una verdad para decir otra: el rock no es solo cosa de varones. “Canción de Alicia en país” es la que no entra en ninguna remera.

(Romina Puccino)

Fraternal y seductor, fue la entrada al rock al conectar de modo inaugural la “antena” para muchas y muchos. Canciones hechas por un varón que miles de chicas hicieron suyas en nombre de esa ambigüedad en la que se afirmaba. Siempre al límite, omnívoro, la década de los ochenta no se lo comió vivo sino que tramitó en su propio cuerpo esa primavera que estaba hecha tanto de derechos y sintetizadores como de florcitas y uñas pintadas. Fueron más “unos ochenta para Charly” que “un Charly para los ochenta”.

Su famoso departamento en Coronel Díaz y Avenida Santa Fe fue Palermo, fue la Pampa, fue Nueva York. Viajó y vino con la democracia de mercado bajo el brazo en Clics modernos. Esa democracia ya estaba hecha de un nuevo lugar para las mujeres, para las disidencias sexuales, pero como nunca hizo canciones de protesta tampoco hizo canciones de identidad. Ya le había cantado al cuerpo en la década sin cuerpo.

Charly conoce la lengua de las mujeres. Traicionar una verdad para decir otra: el rock no es solo cosa de varones. “Canción de Alicia en país” es la que no entra en ninguna remera

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Charly es lo más nuestro porque nunca se lo propuso. Vive enchufado a nuestra radioactividad. Si viene un extraterrestre y pregunta qué son las Madres de Plaza de Mayo, quizás la respuesta esté en el álbum Terapia intensiva, de 1984. Son seis canciones a pedido de Antonio Gasalla para una obra unipersonal. Cinco instrumentales y una letra: “Chicas muertas” (“Buscame en Ezeiza / Nena, yo te diré / los versos de un gordo chancho”). Entre “Chicas muertas” y “Alicia va a la disco” reescribe “Canción de Alicia en el país” en democracia. Ahí está todo. Los desaparecidos, las sillas que se sacan de Obras en el 82 para que el rock pueda bailarse, los raros peinados nuevos, las marchas, la guita, el sexo. Las mujeres que van a ser el rostro de la democracia. “Ella llora en los jardines”. Eso es Cómo conseguir chicas. Cuando la democracia se pone social. Todo es un Aleph en Charly: de “Canción de Alicia en el país”, ese momento cuando las mujeres todavía no son Madres (el cielo por asalto), a Cómo conseguir chicas (el cielo posible). Entre la sangre y el papel.

Charly es la bandera de la victoria y la de la rendición. Ese deslizamiento constante, ese pequeñísimo espacio que hay entre las piezas de un rompecabezas. Como su bigote bicolor, está hecho de un helado de dos gustos. Canciones de guerra para la paz. Canciones de paz para la guerra.

Y finalmente llegó el día. El hombre que partió los setenta cumple setenta. Este milagro: ¡Charly está viejito! Para muchos y muchas tiene también algo de triunfo personal, de que haya zafado de tantas, de que se haya caído y levantado mil veces, de que no se lo llevó la pandemia. Charly vivió resucitando. ¿Por qué creo en Dios? Porque pienso que el cielo está de fiesta: quienes cayeron de aviones, quienes la vieron de costado, a quienes las crisis económicas les amargaron la sangre, a quienes nacieron con la suerte contada, quienes piensan que el peronismo es más grande que Argentina, quienes piensan que Argentina es más grande que el peronismo, esas familias argentinas a las que Charly les dio play, mi madre, todas, todos escuchando alguna canción que nos hace temblar los huesos y nos recuerda una patria, una casa, un lugar, un minuto en el que estamos enormemente vivos. Charly es también mi fe: creo que, alguna vez, volveremos a estar en el living bailando “Canción de Alicia en el país”. Charly es la canción de cuna de la Argentina. Y ¡está vivo! Porque en él nunca estamos a salvo. Siempre tendremos a Charly. El juego no se acabó.

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