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05 de junio 2021

Federico Zapata

HABLEMOS DE ARGENTINA

Tiempo de lectura: 6 minutos

En 2018 Steven Levitsky y Daniel Ziblatt escribieron un texto que se transformó en un joven clásico de la ciencia política: “Cómo mueren las democracias”. Los autores planteaban una hipótesis político-institucional: las democracias mueren por falta de tolerancia mutua y contención de la élite política. Un día emerge un líder extrasistema, y los partidos le entregan la llave de la democracia. Ese liderazgo emergente desata un proceso lento, pero sin pausa de fagocitación desde adentro del régimen político. 

En Argentina, uno podría reformular la hipótesis. Efectivamente, la democracia se ha mostrado como un animal resistente a los liderazgos extrasistema y con una vocación reformista en el plano de la ampliación de derechos. Incluso en el contexto de un sistema político altamente polarizado. Ahora bien, su efectividad en términos de ampliación de derechos contrasta con su incapacidad para generar un modelo de acumulación, crecimiento y desarrollo. Una democracia con derechos, pero sin desarrollo. 

Ese progresivo vaciamiento del contenido real de nuestra democracia (la ausencia de un modelo de acumulación y desarrollo sostenible), viene erosionando sistemáticamente las dos caras que sostienen al edificio democrático: la expansión social y económica del capitalismo, o en términos de Gramsci, la economía en sentido inclusivo. Un Estado cuestionado en su capacidad. Un capitalismo cuestionado en su vitalidad. ¿Pueden las democracias morir por el fracaso colectivo para generar desarrollo? 

El interrogante nos lleva a la cuestión medular de nuestra época: en términos de Tulio Halperín Donghi, el desarrollo de un proyecto colectivo capaz de encarnarse en el cuerpo de una nación, y movilizar los recursos necesarios para transformar la estructura social, económica e institucional de nuestra patria. Una nación para un desierto. En el pináculo de esa operación, Argentina necesita recuperar una élite desarrollista, transversal al sistema de partidos. Una Nueva Generación (Echeverría dixit). 

"Argentina necesita recuperar una élite desarrollista, transversal al sistema de partidos. Una Nueva Generación (Echeverría dixit). La Nueva Generación debe articular las fracturas que deja la democracia sin desarrollo: el capital y el trabajo, el sector público y el sector privado, los territorios subnacionales y el Estado Nacional, la urbanidad y la ruralidad, los incluidos y los excluidos."

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La Nueva Generación debe articular las fracturas que deja la democracia sin desarrollo: el capital y el trabajo, el sector público y el sector privado, los territorios subnacionales y el Estado Nacional, la urbanidad y la ruralidad, los incluidos y los excluidos. Alberdi confiaba en que la Argentina sería cambiada por la fuerza creadora y destructora del capitalismo. Sarmiento agregaba la idea de que la política debía ordenar esa transformación. Es decir, sin política es inviable un proceso de desarrollo, puesto que no hay procesos de desarrollo autogenerados. Lo sabe la Argentina del siglo XIX y lo sabe la Argentina del siglo XX.  

La política es la que debe dotar de una visión. Crear un mito movilizador que saque lo mejor de las fuerzas sociales con el objetivo de asegurar las condiciones de valorización del capital y las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo. Parafraseando al sanjuanino, la política es el gaucho (lo que somos, nuestra identidad) y el faro (lo que podemos ser, nuestro proyecto de modernización inclusiva). 

El mundo en el que opera la reconstrucción de un proyecto de desarrollo y modernización inclusiva, es radicalmente diferente al del siglo XX, el mundo en el que nacieron y florecieron las principales tradiciones políticas nacionales. Por lo tanto, se precisa un reseteo general de nuestra élite desde el punto de vista de sus marcos cognitivos, hoy dogmas. Dogmas que interpelan a un mundo que ya no existe. Al respecto, algunas consideraciones mínimas. 

Nos encontramos inmersos en una transformación radical del sistema de producción que algunos autores denominan “cuarta revolución industrial”, pero que estimo más preciso caracterizar como revolución de la economía del conocimiento. Un proceso de magnitud comparable al impacto que tuvo la introducción de la máquina de vapor (primera revolución industrial, fines del siglo XVIII), la electricidad (segunda revolución industrial, fines del siglo XIX), y las Tecnologías de Información y Comunicación o TICs (tercera revolución industrial o primera revolución postindustrial, fines del siglo XX). Tomando un punto de vista similar, podemos hablar de la segunda revolución posindustrial. La primera sustentada en la información, y la segunda sustentada en el conocimiento. 

Este cambio de paradigma opera como una ventana de oportunidad para reformular un proyecto de desarrollo nacional. ¿Por qué? Básicamente, porque la economía del conocimiento posee una capacidad disruptiva transversal, convergente y multisectorial. Es decir, implica una jerarquización de todos los sectores desde el punto de vista del desarrollo (agrícola, servicios e industria), a partir de la posibilidad y el potencial de la convergencia de saberes y plataformas tecnológicas (digitalización, ciencia de datos, inteligencia artificial, robótica, biotecnología, nanotecnología, entre otras).

En términos de Kehone y Nye (1998), en el siglo XVIII, el sistema mundo se organizó en Europa a partir del balance de poder. El territorio, la población y la agricultura proveyeron las bases para la infantería, principal instrumento de la influencia y el apogeo de Francia. En siglo XIX, fue la capacidad industrial la que proyectó los recursos que le permitieron a Inglaterra y posteriormente a Alemania, ganar el dominio de un sistema internacional. En el siglo XX, la ciencia y en particular la física nuclear fueron la base del poderío de Estados Unidos y la Unión Soviética en la competencia de la Guerra Fría, y el terreno final de batalla donde se definió la superioridad norteamericana. En el sigo XXI, el conocimiento, definido en término amplio, es el recurso de poder más importante.

En el marco de esta transformación, Argentina encuentra una posibilidad inédita de liderar a nivel internacional en el desarrollo de la bioeconomía. Como bien lo explicara Federico Trucco, la particular conjunción de recursos humanos formados en la frontera tecnológica, la disponibilidad de biomasa a lo largo y ancho de todo el territorio federal, y la existencia de un sector agropecuario y agroindustrial de los más competitivos del mundo, son las condiciones de posibilidad de un proyecto que nos permita dar un salto cualitativo en materia de desarrollo nacional. 

"En el siglo XXI, el conocimiento, definido en término amplio, es el recurso de poder más importante. En el marco de esta transformación, Argentina encuentra una posibilidad inédita de liderar a nivel internacional en el desarrollo de la bioeconomía"

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Difícilmente Argentina logre ese hito en sectores donde ingresa tarde a la competencia, ya que la tecnología implica siempre rentas oligopólicas para los que llegan primero. Asimismo, áreas como la inteligencia artificial son capital-intensivo, lo cual complejiza las posibilidades para un país con problemas crónicos de financiamiento. La bioeconomía, por el contrario, es intensiva en talento, con dos externalidades positivas complementarias: posee capacidad de impacto federal en el territorio a partir de la transformación local de los recursos biomásicos y es un driver de construcción de cadenas (o redes) de valor capaces de generar empleo privado formal. 

Por supuesto, si la bioeconomía es la puerta “posible” de ingreso de Argentina a la economía del conocimiento y el vector a partir del cual podemos competir y liderar en el mundo, en paralelo, el país debe darse una estrategia “hacia adentro”, en tecnologías y capacidades que permitan complementar el desarrollo “hacia afuera”. Me refiero a sectores como energías renovables (solar, eólica, hidrógeno, litio), inteligencia artificial, digitalización, así como en segmentos intensivos en mano de obra: infraestructura, economía del cuidado, logística, turismo e industrias culturales. Es decir, se trata de una estrategia en dos velocidades y en dos planos complementarios y simultáneos: hacia afuera (para crecer, competir, liderar) y hacia adentro (para incluir, eslabonar y desarrollar). 

Para poder avanzar en este sentido, es central que el Estado se reorganice, se jerarquice y se focalice. Y que construya capacidades más allá de los tiempos electorales. La bioeconomía debe ser una política de Estado. Casi el reverso de lo que ocurre en Argentina desde 1983, donde las iniciativas gubernamentales hacia el sector han oscilado entre el desentendimiento y la compulsión extractivista, con intervenciones cortoplacista cuyo único efecto ha sido la destrucción de mercados externos y de producción-valor agregado local. Hay que abandonar la utopía reaccionara del Estado Liberal del siglo XIX y la del Estado Empresario del siglo XX. Argentina precisa una narrativa convergente que nos una de cara al futuro: el Estado Innovador.  

En otros términos, el conocimiento opera desde una lógica particular de la dispersión: la interconexión. Esta ontología implica que la capacidad de control por parte de los países de los flujos de conocimiento es una operación difícil y de alta complejidad. Esta dinámica conlleva, desde el punto de vista de la política nacional de desarrollo, una ingeniería de precisión, capaz de diseñar un formato óptimo de relación Estado-Sociedad, a partir de la determinación de una estrategia inteligente de inserción internacional. 

Este dossier de Panamá Revista intenta ser una contribución movilizadora. Como escribió Pablo Touzon, pensar colectivamente sobre el tema más nombrado y menos trabajado de la actualidad: la Argentina. Creemos que es necesario no sólo realizar análisis y diagnósticos, sino también animarnos a esbozar ideas sobre el futuro. Principios de soluciones. La Argentina fue un país que se pensó e imaginó mucho antes de ser una realidad. El pensamiento utópico nos define, para bien o para mal. La Argentina actual se debate entre el decadentismo, la indignación estéril y la nostalgia. “Volver al Futuro” implica hoy un ejercicio casi contracultural en un ambiente político de conservadurismo y cinismo complaciente. Escribir no solo sobre la Argentina que es, sino la que podría ser. 

Con este espíritu, el dossier reúne voces de la patria argentina amplia, convencidos de la necesidad de recuperar el pensamiento nacional y estratégico: Eduardo “Wado” De Pedro, Esteban Actis, Bernabé Malacalza, Alex Rivas, Carola Nin, Mariano Narodowski, Jorge Remes Lenicov, Martín Rapetti, Andrés Malamud, Ignacio Trucco, María Migliore, Ignacio Rico, Alexander Roig, Julia Pomares, Francesco Callegaro, Alejandro Mentaberry, Roy Hora, Daniel Schteingart, Rodrigo Rodríguez Tornquist. 

El futuro no es en 2030. El futuro es ahora.

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