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09 de septiembre 2021

Lucila Acevedo

LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO: AEROPUERTOS

Tiempo de lectura: 7 minutos

Año 2000. El mundo y sus naciones empezaban a consolidar las redes que lo interconectan. La tendencia se orientaba a la movilidad de capitales, información y personas. La nueva era de la globalización se consolidaba. La diversidad histórica, racial, religiosa y cultural que antes nos diferenciaba pasaba a volverse irrelevante. Porque la diversidad, el distinto y el otro se disolvieron para integrarse en el mismo sujeto, el consumidor, que forma parte de la misma sociedad, la de consumo. Como en la sátira de Misraki, donde un sirviente le dice a su Señora “Tout va très bien Madame la Marquisemientras muere el ganado, se incendia su hogar y el marido se suicida, el mundo se jactaba de haber alcanzado un nuevo orden de civilidad. Pero en esta integración en clave postmoderna, nada va bien. Y la burbuja estalló a la par que estallaron las estructuras de las torres gemelas y el pentágono, mientras vuelve a tomar forma y particularmente fisonomía, el otro, el distinto y el musulmán.

La primera paradoja es que el exterior se vuelva amenaza en el exacto momento en que la apertura era el valor del momento. La segunda paradoja es que, después del territorio afgano, el segundo campo de batalla fueron (y son) los aeropuertos, ese no-lugar donde se da la intersección entre origen y destino, el limbo entre espacios. La tercera paradoja, es que la batalla en el no-lugar se dió en el contexto de una guerra contra un enemigo no-espacial: ya no es solamente una guerra contra un Estado o un ejército sino contra redes religiosas fundamentalistas diseminadas en una región y con estrategias de cooptación en Europa y Estados Unidos. Por eso la guerra ya no era contra alguien sino contra lo inmaterial: La guerra contra el terror.

Pero quién es el terror, ¿cómo se define y cómo se lo combate? Primero, se lo localiza en el mundo y su puerta de acceso, que son los aeropuertos, para luego redefinirlo. La noción monolítica de seguridad nacional, construida en torno a guerras militares e inspirada por el conflicto de la guerra fría, ya no representaba las amenazas que aparecían en el 2001. El riesgo ya no era nuclear desde 1990, y tampoco económico o ambiental, como se lo había aggiornado en un primer momento. Brian Atwood, de la US Agency for International Development, entiende bien el nuevo objeto cuando acierta en definir que “si las personas están en algún otro lugar desestabilizando sus regiones, huyendo como refugiados, creando catástrofes humanitarias y ambientales, entonces los intereses estadounidenses están en riesgo”. Todo el mundo pasó a ser un escenario de administración del riesgo y ya no es sólo externo, sino que entró a casa. Así es como Carrie Mathison y Saul Berenson de Homeland relevan a la dupla de The Americans: porque los antes misiles se volvieron aviones y los agentes rusos se convirtieron al Islam.

Pero quién es el terror, ¿cómo se define y cómo se lo combate? Primero, se lo localiza en el mundo y su puerta de acceso, que son los aeropuertos, para luego redefinirlo.

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Si el terrorismo se volvió el principal enemigo público a la seguridad interna de las naciones, la primera medida fue que no pueda ingresar y los aeropuertos se volvieron las nuevas murallas medievales y trincheras de resistencia. Este resguardo de las fronteras requirió no solo controlar quien entra al país, sino regular quien sale de cada uno de los destinos, porque un aeropuerto es un no-lugar entre dos países. Por eso había que constituir una gran coalición mundial de vigilancia y establecer un protocolo mundial de control aeroportuario. De paso, la reconstrucción de la Pangea en clave defensiva le permitiría a Estados Unidos recuperar, a través del ejercicio de su hegemonía, su capacidad de regencia, ya no como un soft power financiero, energético o cultural. Un golpe así, que desnuda al rey, no admite sutilezas.

Si el terrorismo se volvió el principal enemigo público a la seguridad interna de las naciones, la primera medida fue que no pueda ingresar y los aeropuertos se volvieron las nuevas murallas medievales y trincheras de resistencia.

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El proceso no arrancó de cero. Desde 1970 rige entre Estados Unidos, la (ex) Unión Soviética y Gran Bretaña el Convenio para la Represión de Actos Ilícitos contra la Seguridad de la Aviación Civil, aprobado después de la destrucción en tierra de cuatro aeronaves civiles, llevada a cabo en el Oriente Medio en septiembre de ese año. Durante la década del 80’ y a raíz de ataques contra viajeros en los aeropuertos de Viena y Roma, se amplía el convenio mediante el dictado del Protocolo para la Represión de Actos Ilícitos de Violencia en los Aeropuertos que Presten Servicio a la Aviación Civil Internacional. Pero con el 11-S y la aprobación de la Resolución 1373 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, estos acuerdos cobran nuevo sentido.

En Estados Unidos, el refuerzo a la seguridad implicó que en noviembre del 2001 se creara la Administración de Seguridad en el Transporte (TSA), que luego de la aprobación de la Homeland Security Act (2002) dejó de depender del Departamento de Transporte para pasar a la órbita del Departamento de Seguridad Nacional. Canadá, la principal frontera física que tiene Estados Unidos, hizo lo suyo al redactar la Smart Border Declaration (2001), a partir de la cual se compromete a compartir información con las autoridades americanas sobre posibles peligros e implementar nuevos sistemas que permitan detectar amenazas en aeropuertos y puestos fronterizos. Israel, ya en sintonía con la protección de su seguridad interior por su constante escenario de conflicto, pero estimulada por el 11-S, comienza a implementar un sistema de reconocimiento facial y de geometría dactilar que complementa la lectura de huella dactilar. Cabe resaltar que hasta el 2001, ni siquiera el control de huella estaba extendido. Según el informe 2004 de la ONG británica Privacy International, “de los 25 países más afectados por atentados terroristas desde 1985 hasta 2001, menos de una cuarta parte de ellos instituyeron una credencial obligatoria con huella dactilar para sus ciudadanos como medida preventiva” porque esta medida no estaba asociada a procesos de protección frente al terrorismo.

En términos de estrategia, el endurecimiento de los protocolos de seguridad portuaria reclamó que cada pasajero sea entendido como un posible agresor y cada objeto como fachada para esconder un arma. Así, empieza la equivalencia entre cosas y cuerpos. Ambos deben declararse, ser puestos completamente a la vista, permitir ser vigilados, tocados, apartados en salas, fraccionados y sometidos a la voluntad de las autoridades de seguridad. En términos prácticos, esto significó un aumento progresivo de controles. Así como la toma de huella dactilar no se universaliza hasta el 2001, la exigencia de entregar el calzado entra en vigor recién en 2011, cuando un fundamentalista islámico de origen británico trató de estallar un avión de American Airlines con un artefacto escondido en la suela.

En términos de estrategia, el endurecimiento de los protocolos de seguridad portuaria reclamó que cada pasajero sea entendido como un posible agresor y cada objeto como fachada para esconder un arma. Así, empieza la equivalencia entre cosas y cuerpos.

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Esta constante acumulación -y actualización- de medidas de seguridad nos lleva al día de hoy, al desfile de registros faciales en circuitos cerrados de videos y de pies descalzos que, luego de desmembrar sus valijas de mano para colocar ipads, celulares y zapatillas en bandejas de plástico, ingresan a un aparato que delinea siluetas en grados de exactitud milimétricas. Objetos y cuerpos completamente desnudos y, como la desnudez siempre implica develación, la exposición no sólo muestra lo-que-se-ve sino que advierte simbólicamente que nada puede esconderse frente al ojo de la Homeland Security, ni siquiera las intenciones. Lo que se ve excede lo material porque es un sistema diseñado para desenmascarar, y si durante la indagación quedan dudas, la visión abre paso al contacto y la requisa se vuelve manual. No es el aeropuerto, el lugar, el que se define, sino el Terror. Como también adquiere materia la política de seguridad, que además de aparatos cuenta con un ejército de burócratas que ejecutan dispositivos administrativos de declaraciones juradas, emisión de visas y cobro de aranceles. Todo un homenaje a Weber orientado a la función de evaluar quién es “digno de ser” turista, migrante o refugiado.

Lo que empieza a reclamar la guerra contra el terrorismo, es por un lado el control sobre lo máximo: sobre todos los espacios muertos -los no-lugares- del mundo occidental. A la par, y ya sobre las unidades mínimas, es el control sobre los individuos; quienes deben abandonar cualquier tipo de soberanía sobre los cuerpos y la renuncia a la intimidad.  Esto es lo que necesita no solo la garantía de seguridad, sino también la ilusión de la recuperación del poder.

Lo que empieza a reclamar la guerra contra el terrorismo, es por un lado el control sobre lo máximo: sobre todos los espacios muertos -los no-lugares- del mundo occidental.

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Sin embargo, la dotación de espacialidad a los aeropuertos a través de una indumentaria que lo viste como fortaleza antiterrorista, no consigue darle espacialidad a ese terror que se pretende combatir, porque cambió la defensa pero no la estrategia de ataque, que también tiene la capacidad de transmutarse y diversificarse. Todas las medidas de seguridad y el sesgo sobre los turbantes, las barbas y las pieles color aceituna no lograron detener a los caucásicos, renta media y consumidores de Larry King que, frustrados con su biografía, encontraron un sentido en la causa yihadista. Los últimos ataques asociados a grupos islámicos extremistas fueron llevados a cabo por ciudadanos estadounidenses y residentes legales, radicalizados a través de internet.

Así se inaugura la cuarta paradoja. Darle entidad física a los aeropuertos, a través de tecnologías y cuerpos, solo movió el campo de lucha, que se trasladó a un espacio virtual nuevamente inabarcable y que involucra al 60% de la población global. Podrán inventarse scanners, salas de interrogatorios, detección de huellas y requisitos de visa para usuarios digitales? O la guerra contra el terror será como la propia naturaleza divina, que no se encierra en nombres, cuerpos, lugares y materia, frente a la que solo resta ejercitar la humildad?

Pareciera que frente a la causa occidental, la fe responde Laa haula wa laa quwata il-la bil-lah: No hay poder ni capacidad excepto la de Dios.

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