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16 de marzo 2024

Lorena Álvarez

EL SILENCIO DE LOS INOCENTES

Tiempo de lectura: 6 minutos

En “El silencio de los inocentes”, ese gran thriller cinematográfico de 1991, el perverso asesino en serie, Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) es presionado, mientras cumple una condena en la cárcel, para colaborar en la búsqueda de un desconocido criminal que tiene en vilo al país. Fascinado con la novata investigadora Clarice Sterling (Jodie Foster), Lecter accede a prestar ayuda para salvar a una víctima. Tiene que estar cerca. Uno envidia, quiere, lo que ve a diario le sugiere, palabras más, palabras menos, a Sterling para que esta se enfoque en el sospechoso correcto. Alguien que probablemente observe el día a día de su presa y quiera algo que ella posee.

Una frase muy interesante que quizás también nos permite pensar estos nuevos raros tiempos y hasta nos ayude a comprender cómo el gran hit de Javier Milei durante su exitosa campaña presidencial (“el ajuste lo va a pagar la casta”) pudo convertirse en algo tan laxo. Tanto que “casta” culmina siendo desde un periodista de Télam hasta una ama de casa que accedió a jubilarse por realizar dicha tarea.

“La casta”, al parecer por las medidas que se vienen tomando, puede ser todo aquello que se tiene al lado y se supone -o se percibe- que tiene algún privilegio envidiable. Ese que sus votantes ven a diario de primera mano. Como el sospechoso de Clarice. Ese que todos los días va horadando el humor y forja resentimiento. El sacrificio del que muchos se jactan, muchas veces es también la piedra de los enconos. Pues el sacrificio duele.

Son tiempos donde se admira a Marcos Galperín y se aspira a una vida de ensueño, pero se odia al par que, si comete alguna trapisonda o logra algún atajo, pareciera no merecer ni un ápice de compasión. Un tiempo tan ensimismado que ya no se mira hacia arriba para cuestionar el devenir económico, sino que se acusa al de al lado.

La idea no es cambiar el sistema, sino adaptarse lo más posible para ser parte (mientras la exhibición sin límites, de la mano de las redes, vuelve todo más acuciante, puertas adentro).

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Es así, pues, que llegamos a que la lista de integrantes de la casta pueda ser de los más variopinta: el empleado de Anses que te maltrata sin consecuencia, la maestra que faltó y dejó a tu hijo horas sin clase, aquel vecino que tiene licencias en tal o cual ministerio, aquel  otro que accede a varios planes para su familia evitando hacer changas, el conocido que tiene un puesto estatal por contactos o la señora que contrató “a la chica que trabaja en su casa y a una niñera”, pero igual se jubila como ama de casa “aunque nunca hizo nada”. Tan adentrado esto último que hasta el presidente hace unos días en un reportaje dijo que le parecía injusto que su madre, que no trabajó fuera del ámbito hogareño, ganara lo mismo que su padre, ahora que ambos están retirados. Probablemente en su familia hubo “señora que ayudaba en la casa”, cosa que pareciera degradar a la madre a la hora de pensar en el rol femenino dentro del hogar.

Por ende “lo que nos pasa, lo que sentimos injusto” queda en primer plano. Y si bien siempre se dijo que lo personal es político, en estos momentos donde la individualidad importa mucho más que el conjunto, la lectura termina siendo que el ejemplo personal (lo que vi, lo que escuché, lo que me sucede) basta y sobra para llevar a cabo políticas públicas. Y si algo no nos parece justo, látigo.

Por ende, la idea de ver un caso como un todo y no como una parte parece tornar imposible ciertos acuerdos. Por eso cuando toca la desgracia de ser “el recortado” nadie capta por qué le tocó: “si yo soy maestra y nunca falto”, “si yo siempre fui amable en mi dependencia”, “si yo sigo levantándome a las siete para abrir el local y me está fundiendo”, “si yo me la pasé fregando y criando a los chicos”. La nula sensación de ser parte de un colectivo también impide entender que nadie será la excepción. Hecho que en breve causará mucha angustia ya que, si le sumamos que es un siglo donde todos nos sentimos “especiales”, nadie entenderá qué hizo para merecer eso. Como si otro si lo mereciera. Como si al que se considera beneficiario en algún momento debiera pagar “la beca”.

Para buena parte del electorado que ha elegido la motosierra en vez de la posibilidad de corregir ciertas injusticias quizás también haya pesado la idea de que si no se rompe todo de una vez nada puede modificarse. Pues hay que reconocer que muchas cosas que debían acomodarse tampoco fueron escuchadas por los ahora opositores cuando eran oficialistas y aún podían cambiar lo que estaba mal. Esas cuerdas de las que se tiró sin medir las consecuencias emocionales de buena parte de una sociedad que no crece hace años. Bajar el precio a los reclamos individuales contando épicas colectivas sacadas de algún manual mientras muchas voces mostraban descontento tampoco colaboró demasiado para avivar el fuego del resentimiento de una época signada por profundos cambios de índole laboral y también de un universo de consumos que siempre parecen decir “no alcanza”.

Marzo, que podría haber sido el mes del conflicto a la hora de desembolsar plata para útiles, transcurre como si nada en medio de intensas lluvias en el área metropolitana y una Rosario en llamas

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Anestesiados de crueldad

Si en los 60 y 70 se deseaba cambiar al mundo a través de la lucha colectiva, post caída del Muro y con el neoliberalismo como único tren de vida el sueño cambió. La idea no es cambiar el sistema, sino adaptarse lo más posible para ser parte (mientras la exhibición sin límites, de la mano de las redes, vuelve todo más acuciante, puertas adentro).

En las últimas semanas se debatió sobre la crueldad imperante frente a la amenaza de despidos y el desguace de la órbita estatal, ya que en redes se leyeron burlas, pedidos de mayor número de despidos y cierres totales sin la más mínima piedad y hasta con cierto disfrute. En la sobreactuación de X (twitter) esa demostración de insensibilidad podría pensarse, también, como la típica provocación del niño que busca atención, pero fuera de la misma, en la vida real, la sensación de impavidez general frente a los recortes quizás nos demuestre que tantos años de sobrevivir como sea y convencidos de que el mundo es así y nada lo mejorará, nos presenta una foto impensada para un país que se jactaba hace unos años de su alto grado de politización: estamos anestesiados.

Es que aspirar a modelos laborales de mediados del siglo XX hoy son tan utópicos que están lejos hasta de la fantasía y, por ende, pareciera que los que aún gozan de algo de ese pasado y lo pierden debieran adaptarse como lo hace una amplia mayoría. Una mayoría que a esta altura de la velada descree que algo pueda modificarse dentro del sistema y ve lejana la posibilidad de vivir bien sin que haya sacrificios. Al mismo tiempo que reza por pegarla con criptos o la timba para evitar los mismos.

Bombardeados por un lado con la culpa de “si no tenés es porque no haces el esfuerzo suficiente” y por el otro por un mundo que hace gala del poder de los deseos donde el tiempo libre, los viajes y los gastos son la aspiración a concretar, es muy difícil que esa presión por todos lados no termine insensibilizando.

La estabilidad y la certidumbre como el bien más deseado y lejano de estos tiempos, donde parece que vivir es sufrir, pero donde hay que disfrutar completa el pastiche de mensajes que son muy difíciles de tolerar. La salud mental está pasando por sus peores épocas. Un mundo que nos enloquece y fragmenta a tal nivel que ya no hay política que capte con qué convencernos.

El sacrificio del que muchos se jactan, muchas veces es también la piedra de los enconos. Pues el sacrificio duele

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El murmullo de los resentidos

El triunfo contundente en el ballotage de Javier Milei y el apoyo que aun presenta en medio de medidas perjudiciales para el bolsillo, envuelto en mucho amateurismo a la hora de llevarlas a cabo, es de los momentos más difíciles de asumir para muchos de los que no lo votaron y que aún esperan ciertas reacciones que no llegan.

Marzo, que podría haber sido el mes del conflicto a la hora de desembolsar plata para útiles, transcurre como si nada en medio de intensas lluvias en el área metropolitana y una Rosario en llamas. Pero de huesos simbólicos para calmar resentimientos no se come y en breve el presidente debe demostrar que es el as de la economía con o sin dinero, pues el silencio de los inocentes suele ser letal a la hora de convertirse en gritos de reclamo.

El punto es en qué se transformará, de fracasar estrepitosamente su gestión, esa fuerza alimentada a resentimiento que lo llevó a ganar. Y no hay una Clarice para que un caníbal le cuente cómo piensa otro. En este caso encima el caníbal somos todos nosotros.

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