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08 de enero 2022

Juan Rapacioli

BOWIE 75: EL HOMBRE QUE CAYÓ A LA TIERRA

Tiempo de lectura: 8 minutos

Pandemia, calentamiento global, incendios forestales y seis años sin Bowie. A 75 años de su nacimiento, con la palabra distopía en boca de todos, la incertidumbre en el aire y la decadencia como paisaje, el mundo se convirtió en una de sus visiones salvajes. Un repaso por su obra ayuda a pensar no solo dónde estamos ahora sino cómo llegamos hasta acá.

Performática, conceptual, multifacética, la obra de David Bowie se puede leer desde muchos ángulos: como una exploración del carácter artificial de la estrella pop, como la construcción del artista frente a su época, como una investigación sobre la desintegración del siglo XX. Entre la tragedia terrenal y la voluntad posthumana, entre la fascinación sensorial y la alienación mental, entre la fantasía escapista y la obsesión con la muerte, Bowie construyó un artefacto enigmático que sigue dando señales para mirar el presente.

Uno de los tantos lugares comunes sobre Bowie es que siempre estuvo adelantado a su tiempo. Lo cierto es que, si vamos al principio, la cosa no es tan así. Después de una temprana aventura mod con bandas como The King Bees, The Manish Boys y The Lower Third, el rubiecito de 20 años nacido en Brixton como David Robert Jones logró sacar su primer álbum, David Bowie, en 1967. En pleno Summer of Love, con el nacimiento de Pink Floyd, The Doors y otras bandas que definirían la revolución contracultural, Bowie inauguró su carrera con un sonido anacrónico, ligado a la tradición del music hall, sus años como mimo y la comedia británica en sintonía con Anthony Newley. Mientras el mundo se sacudía las ataduras de posguerra y se convulsionaba entre experimentación y conflicto, Bowie hacía chistes de salón. Sin embargo, ese disco ofrece las primeras muestras de dos temas claves en su obra: la distopía y la muerte. Entre esas canciones graciosas se pueden escuchar We Are Hungry Men, donde aparecen ideas sobre totalitarismo, canibalismo y opresión, y el tenebroso Please Mr. Gravedigger, donde se narra el asesinato de una niña.

"Uno de los tantos lugares comunes sobre Bowie es que siempre estuvo adelantado a su tiempo. Lo cierto es que, si vamos al principio, la cosa no es tan así. En pleno Summer of Love, con el nacimiento de Pink Floyd, The Doors y otras bandas que definirían la revolución contracultural, Bowie inauguró su carrera con un sonido anacrónico, ligado a la tradición del music hall"

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Después de una intensa búsqueda de reconocimiento que comenzó el día que escuchó a Little Richard, se compró un saxo y decidió hacer canciones, la suerte de Bowie cambió el 11 de julio de 1969, con la salida de Space Oddity, la pieza que definió un elemento clave de su poética: la imaginación espacial como forma de reflexionar sobre la realidad. Alimentada por sus lecturas tempranas de ciencia ficción y, en gran medida, por la película de Stanley Kubrick, 2001: A Space Odyssey (1968), la canción narra el viaje de Major Tom, un astronauta que sufre un accidente en su misión y queda flotando por la galaxia. Nueve días después de crear al personaje central de su obra, el Apolo 11 llegó a la luna y, entonces, pasó lo esperable: el tema quedó asociado al alunizaje y a la ansiedad general por la carrera espacial de la Guerra Fría, y se volvió un hit. El tema, sin embargo, no tenía nada que ver con ningún tipo de conquista, sino con los temas que Bowie empezaría a investigar con más rigurosidad: la soledad, la alienación, la mutación, la trasgresión.

A partir de 1970, con la aparición de The Man Who Sold the World, comenzó para Bowie lo que podríamos llamar su gran carrera. Si hasta entonces habían sido varios intentos fallidos de encontrar una voz entre las influencias formativas, la imitación de otros artistas y la pulsión por hacer algo fuera de lo común, con el cambio de década llegó el impacto y la fama que venía buscando hace años. Pero eso no vino solo, sino que trajo consigo una reflexión oscura y premonitoria sobre ese deseo de reconocimiento. La fama como una trampa de espejos que pone al sujeto en el lugar donde las cosas están vacías.

En términos musicales, Bowie se dedicó a traducir los géneros populares del siglo XX y, en ese sentido, encontró la poética de coleccionista que lo puso en el centro de la escena. Mientras que en The Man… produjo una respuesta personal para el hard rock, en el disco siguiente, Hunky Dory, se acercó al art rock y la balada de piano. Luego, en 1972, cayó el meteorito: la llegada de Ziggy Stardust cambió las reglas del juego. Metido en el centro de la ola glam que venía a discutirle con fuegos artificiales al viejo rock de los 60, el alien andrógino que protagoniza The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars fue una máscara crucial en donde Bowie encontró la manera de combinar muchas cosas: de Kubrick a William Burroughs, pasando por el teatro kabuki y la ambiguedad sexual.

Pero ese icónico personaje que anuncia el fin de la Tierra en Five Years no duró demasiado. A un año de su nacimiento, con una paradójica Ziggy-manía que se había tomado muy en serio a una parodia del mesías rockstar, Bowie decidió matarlo para darle lugar a una mayor oscuridad. La primera respuesta fue Aladdin Sane, una versión más rabiosa de Ziggy que preanuncia el sonido del punk y le hace un guiño a la escena neoyorquina. Luego llegó Halloween Jack, el terrorífico personaje de Diamond Dogs, un álbum de escenarios post-apocalípticos que nació como el intento de hacer un musical sobre 1984 de George Orwell y se convirtió en la puerta de entrada a la fascinación de Bowie con el soul de Filadelfia. Plastic soul fue justamente el nombre que eligió para definir su siguiente trabajo, Young Americans, inspirado en gigantes como Aretha Franklin y Nina Simone. Pero el infierno llegó en 1976, con la aparición de Station to Station, tal vez el disco más críptico de Bowie, cruzado por Zaratustra, Aleister Crowley, la ufología, la cábala, la cocaína y cierto coqueteo con el fascismo. El Duque Blanco, protagonista del álbum, es un frío monarca que regresa a Europa buscando el contacto humano y, de alguna manera, condensa el impulso de Bowie por salir del laberinto mental de esos años en Los Ángeles.

Después llegó Berlín, la reconfiguración. Escapando de los efectos del Duque Blanco, Bowie se instaló con Iggy Pop en la capital alemana para escribir, pintar y recuperar cierto anonimato. Ahí conoció la escena retrofuturista denominada krautrock y, en plena explosión del punk, se fascinó con otra cosa: el universo sonoro que estaban construyendo Neu!, Cluster, Kraftwerk y Edgard Froese, entre otros. Alejándose de los personajes, Bowie se relacionó de otra manera con la música y el resultado fue revolucionario. Junto a Brian Eno, figura clave en todo el proceso, le dio forma a lo que se conoció como el tríptico de Berlín, compuesto por Low, Heroes y Lodger, que no solo abrieron una nueva etapa en su carrera sino que marcaron el camino de lo que vendría. El cierre de ese ciclo se dio con Scary Monsters, la entrada de Bowie a los años 80. Furioso y autorreferencial, el disco es un reencuentro con muchas cosas: Nueva York, Major Tom, la fama y máscaras. Pero, sobre todo, es un enfrentamiento consigo mismo y con la ola new wave que le seguía los pasos.

"El infierno llegó en 1976, con la aparición de Station to Station, tal vez el disco más críptico de Bowie, cruzado por Zaratustra, Aleister Crowley, la ufología, la cábala, la cocaína y cierto coqueteo con el fascismo."

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En 1983, cuando ya se había convertido en un artista de culto, Bowie volvió a sorprender con Let’s Dance, un disco bailable, seductor y extrañamente entusiasta que parecía dinamitar su pasado y venir a insertarse en corazón de los hits ochentosos. Otro pelo, otros dientes, un Bowie super rubio abandonaba la tragedia, traicionaba a los freaks y se lanzaba a la masividad comercial. Pero si el salto fue grande, también lo fue la caída. Metido en un nuevo laberinto televisivo en los años del exitismo decadente, Bowie fue perdiendo creatividad y, salvo por algunas excepciones, extravió el rumbo artístico. Pero, como siempre, aun en sus peores crisis, encontró revancha. La reacción del grunge y la música alternativa de los 90 contra el sonido corporativo de los 80 lo puso en otro lugar. Primero formó una banda hard rock, Tin Machine, y después se subió a una nueva fascinación: el drum and bass, la música industrial y la escena electrónica. Ese sonido marcó la estética de sus siguientes discos, Black Tie White Noise, Outside, Earthling. Outside, en particular, fue una apuesta ambiciosa por recuperar el tiempo perdido donde, otra vez, combinó muchas cosas: la influencia de Scott Walker, el reencuentro con Brian Eno, el clima pesadillesco de Twin Peaks, el lenguaje alterado de Burroughs y más. En ese disco, Bowie hizo una reflexión sobre arte, crimen y caos que resultó excesiva pero que, escuchada ahora, parece haber sido compuesta para el futuro. Además, volvió al origen con Hallo Spaceboy.

Agotado de su aventura electrónica, el Bowie de fin de siglo optó por un nuevo rostro. Una versión más amable y nostálgica con la sacó discos irregulares pero decentes: hours, Heathen, Reality, menos experimentales y más ligados a la tradición de la canción. Un Bowie maduro, público, sonriente, padre de familia y aparentemente en paz con sí mismo. Un popstar consagrado que un día desapareció. En medio de ese furor de tours, un infarto lo hizo alejarse de los recitales para siempre y, salvo algunas apariciones puntuales, su presencia se fue desvaneciendo de forma enigmática hasta terminar en silencio. Por eso fue tan impactante su regreso en 2013 con The Next Day, el disco que vino a coronar su obra. Nostálgico y misterioso, el álbum reúne las etapas de su producción y hace un gesto de despedida. Ahí aparecen Berlín, el tono de Ziggy, la fama y la muerte, y una pregunta crucial: ¿Dónde estamos ahora?. The Next Day se podría considerar un cierre de la obra de Bowie a la altura de las circunstancias. Lo que vino después es algo más.

"En 1983, cuando ya se había convertido en un artista de culto, Bowie volvió a sorprender con Let's Dance un disco bailable, seductor y extrañamente entusiasta que parecía dinamitar su pasado y venir a insertarse en corazón de los hits ochentosos. Otro pelo, otros dientes, un Bowie super rubio abandonaba la tragedia, traicionaba a los freaks y se lanzaba a la masividad comercial"

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Hace seis años, una estrella negra anunciaba la novedad: había un nuevo disco de Bowie. Desde el comienzo, todo era distinto, alterado, intensificado. Más que un álbum, Blackstar es un artefacto de sentidos que se abren donde caben todas las visiones de Bowie, pero llevadas al extremo. El jazz formativo, la música electrónica, el ocultismo, las criaturas del espacio, los monstruos terrenales, la respiración de Lovecraft, Kubrick y todos los aspectos de una obra que, como bien definió St. Vincent, condensa “manía, ira, melancolía, éxtasis, todo envuelto en uno, un sentimiento como cuando tu cuerpo quiere salir de tu piel”.

Dos días después de la salida de Blackstar, se anunció la muerte de Bowie. La Muerte, la gran sombra que habitó su música de formas diversas, alcanzó su vida. Pero no su obra. Antes de irse, dejó a Blackstar como un dispositivo que resignifica toda su producción y que seguimos descifrando. Distopía, decadencia y tragedia constituyen la obra del Hombre que cayó a la Tierra. Pero también fuga, fascinación y fantasía. Si el futuro es oscuro, que al menos no sea aburrido. Eso, también, nos enseñó Bowie.

Juan Rapacioli nació en Buenos Aires en 1987. Es escritor, docente y periodista cultural. Publicó los libros Dispersión (2015), Vidrio (2017) y Por qué escuchamos a David Bowie (2020). Trabajó en la Agencia Nacional de Noticias Télam. Escribe en diversos medios del país y dicta cursos sobre cine, música y literatura. Creció en Mar del Plata.

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