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UN TROZO DE ESTE SIGLO

Tiempo de lectura: 3 minutos

Recuerdo aquel  lunes  soleado en que me dispuse a escuchar Manal. La banda, que hasta ese día conocía sólo de nombre y de haberla escuchado en alguna radio perdida, de pronto se materializó: un amigo de Salliqueló me prestó un par de álbumes. Así, solo y encerrrado, descubrí a este trío único e irrepetible que nos dejó, entre muchas cosas, una que es la más importante: ese zapato olvidado que el agua sigue pudriendo en “Avellaneda Blues”. Himno único e irreemplazable del blues argentino que hasta los pibes de hoy quedan petrificados al oírlo por primera vez.

En que desde sus comienzos el blues argento tenía componentes propios, locales, tufo a nuestra ciudad, que hacía la diferencia con su cuna del Norte. Esa diferencia está en su esencia y su olor barrial: los mejores momentos de Manal, Pappo o Memphis están en obras que describen vivencias en las barriadas de la ciudad de Buenos Aires o los suburbios.

El paisaje conurbano y el contexto social hermanan al tango con el rock y el blues

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Se ha marchado Javier Martínez con su vozarrón y su batería, estará bueno que, aunque sea por unos días se le de pelota a su música, a su sonido y a su sino fundacional para el rock y el blues argentino, indudablemente el más rico del mundo de habla hispana. “Una casa con diez pinos”, “Avenida Rivadavia”, “Jugo de tomate frío”, son canciones donde la voz y el espíritu de Javier Martínez vivirá por siempre.

Cuando descubrí “Avellaneda blues” vivía en mi pueblo, Tres Lomas, a 500 kilómetros de Avellaneda, pero gracias a ese blues puedo dar fe de que conocí esa mítica ciudad del sur conurbano. Y que varios años después, cuando la caminé, comprobé que estaba pisando adoquines conocidos. Esa es la magia de las grandes canciones que acercan paisajes, olores a las audiencias que desconocen el paisaje. Hasta el Flaco Spinetta se rindió ante “Avellaneda blues” por la maña que se dio Javier para acomodar las palabras castellanas al ritmo del blues. Siempre me hizo ruido eso del “rock nacional” no obstante reconozco que buena parte de esa nacionalidad se la debemos a Javier Martínez porque desde el olor de la Avellaneda fabril y portuaria hasta la paz de esa Casa con diez pinos o el frenesí  de la Avenida Rivadavia con sus mercachifles y sus bondis al palo, en todo está una obra escrita desde la observación del mundo que lo rodea, en la obra de Javier Martínez está él en un bondi, un tren o mirando desde un café las cosas que pasan, así plasmó una mirada y un sonido definitivamente únicos.

Himno único e irreemplazable del blues argentino que hasta los pibes de hoy quedan petrificados al oírlo por primera vez

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No sé por qué siempre se me alistan juntas imágenes de “Avellaneda blues” y el tango “Los cosos de al lao”. Hay una ligazón entre esos obreros de Avellaneda que van impacientes al trabajo y estos que van al yugo como todas las mañanas mientras hablando macanas pasa un tipo encurdelao. El paisaje conurbano y el contexto social hermanan al tango con el rock y el blues. Hay miradas obtusas según las cuales el tango se estancó y padece la ausencia de nuevos autores. Pero todo lo compuesto por Javier Martínez y la línea blusera que lo continuó tiene olor a pizza, huele a Buenos Aires. No tiene el clásico “Dos por Cuatro” ni el funyi o la estampa del malandrín apoyado al lado de un farol y, claro, el tiempo no pasó en vano, pero es el paisaje el que regentea las transformaciones y genera que muchas obras del rock describan más fielmente al Buenos Aires de hoy. En Javier Martínez estaba el tango que muchos veían morir.

Y ahora que Javier ya no está surgirán homenajes para este pionero, reconocimientos que nunca están de más y a propósito vaya una sugerencia para el intendente Ferraresi: ¿qué tal si a alguna esquina o rincón trascendente de Avellaneda le dibujan un zapato olvidado y simplemente ponen “Homenaje de la ciudad de Avellaneda a Javier Martínez”?

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