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06 de octubre 2023

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

UN ÁNIMO DE CONTROVERSIA

Tiempo de lectura: 8 minutos

(Anticipo de Un enorme parasol de tela verde, Paraná, Eduner, 2023.)

A mis compañeras y compañeros de Diario de Poesía

Hay dos fechas fundamentales que ordenan los orígenes y el desarrollo de los ensayos, lecturas y reseñas que forman parte de este libro: 1985/ 1986 y 1988/ 1989. Entre 1985 y 1986 comenzamos a pensar y a poner en marcha el Diario de Poesía. Recuerdo unas reuniones retrospectivamente fundadoras, aunque en ese momento no existía en ninguno de nosotros ningún espíritu fundacional. Una aquí en Rosario, en un departamento donde vivía entonces D. G. Helder, y otra en la casa de Daniel Samoilovich en Buenos Aires. Poemas, problemas, polémicas, entrevistas, reseñas, dossiers, traducciones, autores, gráfica. El Diario fue para mí una escuela absoluta, pero sin maestros ni profesores. Una escuela de pares, aunque muchos de quienes formaron parte de aquellos primeros años traían una admirable experiencia profesional en editoriales, en diarios, en revistas, de la que los más jóvenes carecíamos por completo. Pero, tal vez, el ánimo igualitario de esos primeros años de democracia propició que, como en ese poema de César Fernández Moreno, todos fuéramos iguales “arrastrando las zapatillas en el colchón de polvo del verano”. En el Diario aprendí a escribir, a titular, a cortar, a medir, a editar, a hacer preguntas. A provocar. Tan atento, creo, al título de un libro que entonces circulaba entre algunos de nosotros (La literatura como provocación, de Hans Robert Jauss, a quien habíamos conocido a través de la revista Punto de Vista) como a algunas de las ideas que portaba ese libro todavía luminoso. El concepto de “horizonte de expectativas” que habilitaba, a los pocos a quienes nos interesaba entonces la historia de la literatura, la figura del lector. La historia de la literatura no se basa, según Jauss, ni en una relación establecida post festum de “hechos literarios” ni en un acontecer de tradición anónima de “obras maestras”, sino en la experiencia de los lectores, que es la que sirve de intermediaria entre el pasado y el presente de la literatura. Pero tal vez si estas precisiones me interesaban sólo a mí, que ya estaba siendo, tentativamente, un profesor universitario, a todos nos interpelaba la figura del lector. No sólo en los términos en los que lo había definido Borges: “un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa”. No sólo en los términos en los que José Bianco había propiciado aquella definición del prologuista de su novela Las ratas: “Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir”. Sino, también, en términos sociológicos y políticos, recuperando, en el concepto y en la maqueta del Diario y en los sumarios y en el diseño de cada uno de sus números, en sus intervenciones y en las polémicas que decidimos dar, aquellas inquietudes de los contornistas en cuanto a que no existiría literatura si se la pensara sólo en los términos del autor. Salir a la sociedad, así fuera a la cada vez más reducida, pero sin embargo, como comprobamos, existente, dinámica e influyente sociedad de lectores. Aun: de lectores de poesía. “¡Basta ya de prosa! Llegó el periódico de poesía para todos los lectores”, decía la publicidad del Diario. La publicación de las obras reunidas o completas de, entre otros, Juan L. Ortiz (1996), Edgar Bayley (1999), César Fernández Moreno (1999), Joaquín Giannuzzi (2000), Juana Bignozzi (2000), algunas en importantes editoriales comerciales de escaso o nulo catálogo vinculado con el género y, las cinco, presentadas por críticos y poetas provenientes o relacionados con el Diario; la proliferación, a partir de los años 1990, de diversas e influyentes nuevas revistas y editoriales de poesía; la paulatina inserción, dentro de las políticas públicas culturales, de festivales de poesía, son algunas de las consecuencias de la publicación del Diario en la sociedad literaria y todas ellas, como el Diario mismo, atraviesan los artículos que aquí reúno.

Un suplemento contencioso y valiente, que contrasta con la plancha que organiza hoy el periodismo cultural en la Argentina, que parece estar reversionando, en breve, la vieja frase de Perón: mejor que decir es no decir

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De manera más o menos sincrónica, en 1988, María Teresa Gramuglio, mi amiga, pero también mi maestra, en este caso sin ningún ánimo igualitario (corregía, a vuelta de correo, hasta los signos de puntuación de mis cartas) me avisó que en la Universidad Nacional del Comahue se abría un concurso de profesor de Literatura Argentina. Y me estimuló para que me presentara. Pasé el largo verano 1988-1989 estudiando. Leía y fichaba a máquina. Obras, autores, movimientos, fechas, siguiendo como guía las dos ediciones de Capítulo. La historia de la literatura argentina, tratando de no caer, siguiendo nuevamente a Jauss, ni en la “ficción cronológica” ni en la “ficción morfológica” habituales en muchas de las historias de la literatura. Cada uno de los jurados presentaba no recuerdo si tres o cinco temas de literatura argentina de los siglos XIX y XX. Nueve o quince temas en el bombo de los cuales se sortearía uno. Dado ese azar y la extensión de la asignatura podía no presentarme, presentarme con posibilidades reducidas o presentarme más o menos confiado en que podría estar a la altura de la exigencia. El tema sorteado fue “Caracterización de la poesía argentina de la vanguardia histórica en el análisis de un texto a elegir”. El concurso se sustanció el 3 de abril de 1989 en la Facultad de Humanidades de la Universidad del Comahue, Avenida Argentina 1400, Neuquén. El episodio de la poesía argentina de la vanguardia histórica que elegí para exponer fue el ultraísmo. El autor: Borges. El libro: Fervor de Buenos Aires. El poema: “Un patio”. Y seguramente influenciado por la literatura de “ciudades” que en esos mismos años la revista Punto de Vista promovía a partir de la traducción de Carl Schorske y Raymond Williams, de la publicación, en esa misma revista, de los primeros artículos de Adrián Gorelik y Graciela Silvestri y por un libro extraordinario, Buenos Aires. Del centro a los barrios, de James Scobie, cuya lectura  muy probablemente me habría sugerido mi hermana Agustina, especialista en ciudades, propuse, desde una perspectiva que el jurado, formado por Noé Jitrik, Jorge Panesi y Silvia Gennari adjetivó como “culturalista”, una breve historia de la poesía argentina jugada alrededor del puerto de Buenos Aires. De las sucesivas llegadas a Buenos Aires de Esteban Echeverría en 1830, de Rubén Darío en 1893 y de Borges en 1921. Y de las historias de la poesía argentina, por momentos obligadamente simultáneas, paralelas y contaminadas unas de las otras que se proyectaban a partir de esos arribos. La del romanticismo, la del modernismo, la de las vanguardias. Salió bien. El jurado aprobó y una cadena sustantiva que utilizó para calificar la entrevista y la exposición (inquietud, curiosidad, interés) movilizó y sostuvo tanto mis primeras clases en el Comahue como las que doy ahora en Rosario, siempre con la historia de la literatura como una suerte de sustrato teórico y metodológico. Entonces, cuando al género le cabían tantas precauciones que era preferible no nombrarlo. Y ahora, que no es que su estatuto haya cambiado sustancialmente sino que a nosotros ya no nos importa, y por lo tanto, cada primera semana de abril, cuando empieza el año y nos presentamos, con el equipo de cátedra,  ante nuestros nuevos alumnos de Literatura Argentina II, anunciamos, para que no haya confusiones: acá hacemos historia de la literatura argentina. En este libro también.

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En 1998 empecé a colaborar en la revista Trespuntos, llamado por Ricardo Ibarlucía, que era el editor de su sección cultural. Viajaba a Buenos Aires una vez al mes. Llegaba a Retiro en ómnibus, tomaba el subte línea B, con una combinación previa, me bajaba en Medrano, caminaba por Acuña de Figueroa que entonces, tal vez ahora también, era un gran mercado de flores. El viaje en subte, la multitud apretujada, las corridas para hacer las combinaciones, me hacían sentir dentro del sistema operativo de la gran ciudad. Me gustaba, además, viajar en esa línea, porque me acordaba, cada vez, de la canción de Sumo que yo canturreaba por encima de la voz de Luca Prodan que parecía ir canturreándola él también en mi cabeza, mientras me bamboleaba en el vagón. Y también me gustaba bajarme en la estación Medrano porque ahí había un mural (“La mano izquierda”) que había hecho Juan Pablo Renzi, otro amigo y compañero del Diario, un año antes de morir. Era como si, antes de empezar la marcha, me recibiera él para darme ánimo. En Buenos Aires tenía que ser expeditivo: conversar un rato con Ricardo, elegir qué libros iría a llevarme para reseñar, cobrar (en cheque) las reseñas anteriores e ir al banco antes de que cerrara para cambiar el papel por plata. En Trespuntos escribí, preferentemente sobre libros de autores que me gustaban. Entre los argentinos: Silvina Ocampo, Wilcock, Susana Thénon, Saer, Alejandra Pizarnik, Juan José Hernández, César Aira, Arturo Carrera, Perlongher, Milita Molina, Sergio Chejfec, Alan Pauls, Pablo Pérez, Martín Gambarotta, no porque hubieran terminado los tiempos de guerra del Diario de Poesía que, como se verá en los artículos que forman parte de este libro, duran todavía, sino porque, dados los asuntos principales de una revista generalista (política, economía, sociedad, espectáculos), cabía imaginarse un lector generalista también, a quien, pensaba yo, había que proponerle buenos libros antes que censurar otros que tal vez de todos modos no iría a leer. Ese mismo año Pedro Cantini me invitó a formar parte de un proyecto periodístico que se estaba armando en Rosario: el diario El Ciudadano & la región. Fui como editor del suplemento de Cultura, al que nombramos “Grandes Líneas”, en un declarado homenaje a un libro de Juana Bignozzi que había salido el año anterior, Partida de las grandes líneas. El espíritu estratégico combativo de Pedro y el acompañamiento de muchas colaboradoras y colaboradores que venían del Diario entrenados en su ánimo de controversia, al que se sumaron otras y otros que lo adoptaron de inmediato, dieron como resultado un suplemento contencioso y valiente, que contrasta con la plancha que organiza hoy el periodismo cultural en la Argentina, que parece estar reversionando, en breve, la vieja frase de Perón: mejor que decir es no decir. En “Grandes Líneas” se trataba, sobre todo, de decir. La tapa del suplemento era una entrevista. El título de la entrevista (y por lo tanto del suplemento de esa semana) era una cita textual del entrevistado. Algunos de esos títulos tal vez sirvan para revelar el carácter de la publicación:  “Se produce cada más cantidad de basura inerte” (Elvio Gandolfo); “Esta es una época apta para el apocalipsis” (Leónidas Lamborghini); “En este momento decir no es empezar a pensar” (David Viñas); “Puedo pensar como un hombre y como un playboy (María Moreno); “La parodia me parece una estupidez total” (Ricardo Zelarayán).

El ánimo igualitario de esos primeros años de democracia propició que, como en ese poema de César Fernández Moreno, todos fuéramos iguales “arrastrando las zapatillas en el colchón de polvo del verano”

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En el 2000 nos echaron de El Ciudadano. Fin de “Grandes Líneas”. En el 2001 me fui del Diario de Poesía. En el verano de 1931, en el número 1 de la revista Sur, que tanto y tan bien habíamos estudiado con María Teresa, Drieu la Rochelle firmó una nota titulada “Carta a unos desconocidos”:

Una revista es un grupo de hombres que se juntan en su juventud y que dicen juntos lo que piensan juntos.

No es bueno que se reúnan demasiado pronto; si son demasiado jóvenes no tienen todavía nada que decir. Tampoco es bueno que se reúnan demasiado tarde. Una vez que han dicho lo que tenían en común deben separarse. Sin lo cual el grupo humano se transforma en una “revista” en el sentido literario de la palabra, donde no se hace más que repetir lo que ya se dijo otras veces, donde la gente no se vuelve a encontrar por amarse y amar juntos alguna cosa, sino simplemente para escribir, único parecido superficial que entre ellos persiste.

Al cabo de diez años, romped vuestras máquinas de escribir, quemad vuestros archivos, y cumplid cada uno por vuestro lado el trabajo comenzado en común.

Samoilovich, Ibarlucía, Helder, Prieto, Darriba, Freidemberg en la redacción del Diario de Poesía.

Supe, desde que lo leí, que en algún momento iría a refrendar ese gran programa de cierre: romper las máquinas, quemar los archivos, y cumplir, por mi lado, el trabajo empezado en común. La parte que me toca de las clases de Literatura Argentina que damos desde 2004 en la Universidad Nacional de Rosario, la Breve historia de la literatura argentina, de 2006, Saer en la literatura argentina, de 2021 y este libro entero (y aun sus exclusiones, por temas de tamaño o de registro) son una deriva de aquellos años del Diario y no existirían si no fuera por ese entusiasmo compartido cuando nos encontrábamos, en Rosario o en Buenos Aires, para amar juntos las mismas cosas.

Rosario, abril de 2023.

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