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29 de abril 2023

Juan Di Loreto

TODO LO QUE EXISTE ES LA VELOCIDAD

Tiempo de lectura: 3 minutos

“¿Cómo obtener placer en un placer relatado (aburrimiento de los relatos de sueños, de los relatos parcelados)?”, Roland Barthes.

“…pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo…”, Jorge Luis Borges.

Las noches son calmas. La ciudad está invadida por la neblina y el humo. La calle está empapada pero no llueve. Es la humedad que no se va. Tarda mucho en amanecer. El cielo ya no está despejado y siempre algo se está quemando. Del espacio al tiempo: a las 10 de la mañana comienza el acelere. El mundo vive y Argentina respira al ritmo del dólar y las conversaciones sociales.

Los que vivimos en Argentina vivimos la inflación. Es una parte de nuestro cuerpo. La inflación es “lo que insiste”. ¿Qué es lo que “insiste”? ¿Qué es la insistencia? Insistencia barra existencia. Lo que insiste, existe. Ronda, es un acecho o una presencia. La insistencia viene cada vez. Ad-viene. Tiene que ver con algo que está ahí y no deja de llegar. Un modo de vida desorganizado u organizado al ritmo de fuerzas que nos corren el arco una y otra vez. Nunca llegás con el sueldo, siempre todo está más caro. Lo que tengo en la mano no se me escapa, pero el dinero es un vapor, una alquimia infinita, oximorónica, tenés un montón que no sirve para nada; pero hay que trabajar mucho para tener esa nada. Todo es así. El ser y la nada se tocan en los dobleces. 

Freud había usado la noción de repetición para hablar de aquello que retorna sin cesar. Viene y no lo podemos controlar. Un automatismo, una compulsión. La insistencia no tiene que ver con la voluntad. Simplemente se hace presente. Es la inflación vida, viva, vital, la que nos animaliza llevándonos al presente puro. Repetición e inercia de lo mismo. La inflación nos hace pasar de la bio, el animal político, a la zoe, la vida nuda. Todavía seguimos siendo posmodernos y no lo sabíamos. Nadie puede hacer planes, sólo los ricos planifican porque les sobra siempre.

Porque la velocidad, parece, es un ejercicio de la soledad narcisista contemporánea. Decir, decir, sin escuchar

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Es tiempo de velocidad. Esta semana se vivió a mil por hora. Tengo cuatro conversaciones abiertas: todas sobre el dólar. Que vendo, que compro, que ojalá tuviera. La vida de un periodista económico de Jairo Straccia pero multiplicado por mil. Un cuevero me cuenta: “Pude vender a 498 antes que abra el mercado”. A la tarde ya estaba a 474. Todos somos un poco ese pobre que creyó, que tuvo fe, que haría una diferencia, que tuvo tanta fe que se metió en un plazo fijo. “La velocidad transforma el punto en línea”, escribe Deleuze. El tipo no da más: quiere sacar todo e ir a la cueva. Todo se amontona, las decisiones se suceden, las comunicaciones se interrumpen con la última novedad, que dura menos que la anterior, que se interrumpe…

En la era de la velocidad todos nacemos con las líneas de las manos quebradas. La recta no tiene fin, es un desborde. Hay algo que tiene que ver con la velocidad que se vincula con lo que dice Martín Kohan en una entrevista: “No se lee pero se escribe”. La época está diseñada para emitir sin cesar. El sujeto es en tanto sujeto que dice. Completa Kohan: “Hay un retroceso de la lectura con respecto a la escritura, ahí donde un lector habla de los textos ajenos y un escritor en estado de autopromoción constante”. Si todos somos escritores, se destruye la escritura como un lugar porque no hay quien lea. El escritor nace leyendo, no escribiendo. La instancia de la lectura se reduce a una ojeada, un fragmento, un título, una bajada suficiente para hacer un “comentario social”.

Lo que tengo en la mano no se me escapa, pero el dinero es un vapor, una alquimia infinita, oximorónica, tenés un montón que no sirve para nada; pero hay que trabajar mucho para tener esa nada

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Las condiciones de velocidad hacen que lo que importe sea transitar la autopista de la emisión. Lo importante es compartir que se lee, no leer. Leer es lo opuesto de la velocidad, aunque implique un ritmo, incluso frenético; pero es otra cosa, leer es enroscarse a sí mismo, ensimismarse pero para darse al otro. Leer es demorarse en la palabra, pero también es la condición necesaria para escribir. Es la lectura “irrespetuosa” de la que hablaba Barthes, del lector que levantaba la cabeza una y otra vez porque leer le dispara ideas; se pegaba y se despegaba del texto; se nutría. “El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”, escribía Barthes.

En la velocidad no hay detenimiento. Solo decimos, escribimos esperando la próxima oportunidad para decir, para escribir. Porque la velocidad, parece, es un ejercicio de la soledad narcisista contemporánea. Decir, decir, sin escuchar.

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