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02 de octubre 2023

Pedro Yagüe

POR EL CAMINO DE WILCOCK

Tiempo de lectura: 6 minutos

Una estafa a la seriedad

A riesgo de decir la verdad y de cometer en vez de omitir, a riesgo de escribir una frase-párrafo glotona e interminable, de reincidir en la multiplicación de las comas, de no encontrar los adjetivos justos o precisos o atinados, a riesgo de proponer alternativas en las palabras usadas, a riesgo de afirmar en vez de sugerir, de desbalancear el tono textual en nombre del contenido; de usar un punto y coma; o dos; con todos estos riesgos juntos, es menester —incluso con el riesgo de usar una palabra tan fea como menester—, es menester decir toda la verdad y hacerlo con todas las letras: el asesino es Adolfo Bioy Casares.

Esté párrafo de Disco Wilcock muestra una de las claves del último libro de Manuel Ignacio Moyano Palacio: el humor. La importancia del chiste es un tema que recorre la obra de MIMP, incluso antes de que empezara a bromear con su propio nombre. En su minucioso y juguetón estudio sobre la vida y obra de Juan Rodolfo Wilcock, Moyano parece retomar ese interés que ya había mostrado en Bonino. La lengua de la inocencia. ¿Pero de dónde surge esta especie de preocupación? El malentendido voluntario, la boutade, el chisme, la ironía, la agresión son recursos casi terapéuticos para evitar caer en cierta solemnidad previsible, en esa perfo de la preocupación tan propia de los mundos académicos, críticos y artísticos. Alejado del espasmo monumentalista de la cultura, Moyano persigue las huellas de lo que Leónidas Lamborghini llamó alguna vez “culturra”: la operación estética por la cual esa solemnidad es desvestida con una mueca, una frase pilla, una sonrisa. La lengua se desliza, y en ese desliz, pone las cosas en otro lugar. Sacar la lengua –puede leerse en el libro sobre Bonino– es un modo de mostrar la imposibilidad de comunicar.

Primero en Bonino, después en Wilcock. Moyano encuentra imágenes que le permiten desertar de la seriedad institucionalizada de la cultura, a su didacticismo berreta. No hay por qué, no hay para qué, y esto convierte al acto mismo de escribir en una afirmación que no precisa justificación, bandera ni pretexto. El arte porque sí, podía leerse en el primer número de la revista Literal. La escritura como una forma de perderse, de vagar, de salir de casa sin saber a qué hora ni qué día volver. Dejarse sorprender, una vez fuera de la Disco, por la luz molesta del sol. Un ir y venir solitario, de la broma a la seriedad, de la música al silencio, de la anécdota al cementerio, de Buenos Aires a Roma. Un movimiento propio de quien desprecia a la literatura para no aburrirse de ella.

La seriedad, podríamos decir junto Moyano, es una quietud neurótica, una sobria vigilancia sobre las cosas. Y el chiste, por lo tanto, se le aparece como antídoto y modelo literario. Si se lo explica no funciona; si ofende, mejor; importa más el ritmo que el argumento; no hay que verlo venir, ni saber adónde va; todo depende del tono, de la frase, de la voz.

Moyano persigue las huellas de lo que Leónidas Lamborghini llamó alguna vez “culturra”: la operación estética por la cual esa solemnidad es desvestida con una mueca, una frase pilla, una sonrisa

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La frase tarda en llegar

Se nota: Moyano viene de otra parte. No de la literatura, no de las letras, mucho menos de los salones críticos de Puán. Moyano, por más que a veces lo niegue, por más que se travista bajo nuevos apellidos, viene de la filosofía. E ir de la teoría a la literatura le otorga aridez al camino. Porque es como si la frase siempre viniera después, como si tardara en llegar. Pero esta aspereza también curte las manos del escritor. Esto, insisto, se nota en la escritura de Moyano. Disco Wilcock está plagado de juegos conceptuales, de ideas a las que no hubiera arribado partiendo del simple onanismo de la frase. De todos los esquemas que esboza, mi preferido es aquel en el que, partiendo de la narrativa de Carlos Busqued, Moyano afirma la importancia del sinsentido no-evidente. En el mal no hay nada.

El hecho de que parta desde un lugar en el no quiere estar, no solo explica la fineza categorial de Disco Wilcock, sino también su obsesión por aquello que busca ser conquistado: la frase. Porque, claro está, en ella se esconde el verdadero tesoro de la escritura. Lo que más importa. Lo que más le importa. ¿Quién es Wilcock para Moyano? Un alquimista de la frase. ¿Qué es la frase? El oro de la escritura, aquello que siempre aparece más allá y más acá de cualquier género literario. Con ella se consigue atravesar el horror, no ceder ante él, sino hundirse, caminar sobre las brasas de un infierno que acompaña.

Hay un momento en que los escritores alcanzan la frase o el verso a su medida. Luego, están obligados a morir, escribe Moyano. Vuelve a aparecer acá una secreta afinidad con el pensamiento de Leónidas Lamborghini y su solicitante descolocado:

En vez

tú no tienes voz propia

ni virtud

dijo

y escribes sólo para.

yo quise decirle mentira mentira

para purificarme

Lamborghini decía que el poeta vive en el deseo de encontrar una voz. Pero que cuando cree que finalmente la encuentra… ahí está cagado. Algo parecido se presenta en esta idea que Moyano, a través de Wilcock, señala sobre la frase. Buscarla es hacer visible aquello que todavía no sabemos pensar. Pero no de manera heroica, sino como una especie de enfermedad. Creer que uno alcanzó la frase a su medida, que finalmente encontró su propio oro, es la muerte de todo eso. Es estar curado.

Si se lo explica no funciona; si ofende, mejor; importa más el ritmo que el argumento; no hay que verlo venir, ni saber adónde va; todo depende del tono, de la frase, de la voz

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Las lenguas de la crítica

Disco Wilcock empieza con Mitre y su traducción de la Divina Comedia en clave poética-nacional. Al detenerse en esta historia, Moyano realiza una reflexión sobre las lenguas, sobre la envidia, sobre la posición desde de la que se escribe y vive. El sur traduciendo al norte, la lengua baja ensuciando a la alta. Y justamente Wilcock, plurilingüe de nacimiento, vidente de vocación, mete los ojos en lugares donde no van y postula un proyecto literario: si no se puede traducir, entonces habrá que traducir. Si no se puede hacer crítica, entonces habrá que hacer crítica. El aparato wilcockiano crea su propia ley para transgredirla.

No se puede hacer crítica sin ser una cucaracha, advierte Moyano siguiendo a Wilcock, quien permanentemente sentencia (contra la crítica) y se traiciona (haciendo crítica). Wilcock se opone a esa ciencia falsa que se inventó para ganar dinero. Esa es la crítica de los parásitos, dice, de los que se paran sobre la frase ajena para vestirse de ella (ups!). Pero también existe otra forma, aquella que logra dar en la tecla justa para despertar una emoción, aquella que, nombrando lo que hasta entonces no sabíamos que sentíamos, dispara un poco de aire para respirar. Con eso alcanza para justificar cualquier traición.

La vida y obra de Wilcock le permite a Moyano decir que en la Argentina no se tolera a los hombres solos. El salón literario ama a las pandillas y a los correctos ubicados. No hay lugar para la autonomía, mucho menos para la irreverencia. De allí el lugar borroso que Wilcock ocupa en la memoria cultural. No hay en este libro un fetiche de la deserción, sino un intento por comprender la vida de alguien que decidió escaparle a lo dado. Para vagar, para perderse, para vivir sin esperanza en busca de una voz. El exilio de Wilcock es menos geográfico que cultural.

Podríamos nombrar la importancia de Caravaggio, de lo no-evidente, del punto de vista, de la visión del mundo, de los paisajes, de Wilcock mismo definido a partir de lo que ve

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Al leer Disco Wilcock uno tiene la sensación de que Moyano explora una vida en la que espejarse y de la cual aprender. Es una operación similar a la que realiza con Bonino, quien lo fascina con su lenguaje inexistente, con esa lengua estafadora capaz de gambetear las trampas de la crítica. Bonino y Wilcock son caminos con los que Moyano alcanza el placer de un mambo marginal, el rincón de un juego desquiciado… hasta tumbar en plenitud. Son excusas. De lo que se trata, en definitiva, es de escribir por fuera del salón, de elaborar, él también, un determinado punto de vista.

Decía que Moyano viene y a la vez huye de la mercadería conceptual de la filosofía académica. Ahora bien, ¿cómo lo hace? ¿Cómo escapa? Con el ritmo y la sonoridad misteriosa de la frase. Y también con lo visual. Este es uno de los ejes centrales del libro. Podríamos nombrar la importancia de Caravaggio, de lo no-evidente, del punto de vista, de la visión del mundo, de los paisajes, de Wilcock mismo definido a partir de lo que ve. Pero quizás eso ya sería hablar demasiado.

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