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06 de abril 2024

Diego Labra

OTRO MUNDO

Tiempo de lectura: 11 minutos

En un planeta que, como escribió hace décadas Eric Hobsbawm, se hace más pequeño por virtud de una globalización que compacta latitudes y meridianos con la fuerza de las telecomunicaciones y el comercio internacional, Japón retiene cierto aire de misterio porque nos sigue quedando lejos. La distancia es geográfica, enfrentando quien quiera visitarlo desde Ezeiza mínimo dos vuelos de largo radio, layovers y un jetlag tremendo. Pero no es solo eso. Como describió el periodista y sociólogo francés Frédéric Martel, el país tiene la particularidad de ser “moderno y non-western”, el único miembro del G7 que no tiene raíz europea. Tras la Segunda Guerra Mundial, su industria cultural se desarrolló exclusivamente al servicio de un mercado interno caudaloso, lo que le imprimió a su producción un sabor localista distintivo que contribuyó a que saliera mejor parada que sus análogas en Europa o América Latina ante la competencia desigual planteada por las exportaciones de Hollywood. Entrevistado por Martel, el presidente del grupo multimedia Kadokawa reconoce que esa marca está vigente hasta el día de hoy, distinguiéndose la cultura masiva nipona por no tratar de adaptarse a los gustos del público extranjero, incluso tras el éxito global que alcanzó a fines del siglo XX. “Japón es cool sin dejar de ser él mismo, es decir, de ser muy japonés”, afirmó orgulloso el empresario.

Los que llegamos a ese otro mundo durante los noventa gracias del anime en la tele, el manga en edición española que se conseguía en las comiquerías porteñas y los videojuegos pirateados, todo importado barato gracias al uno a uno, nos sentimos atraídos justamente por ese sabor distintivo. Ciencia ficción donde maridaban el trauma atómico, la última imaginación cibernética y el animismo del Shinto, o comedias de enredos donde la picaresca era llevada a un extremo insospechados gracias a una concepción de género más flexible que desorientaba nuestra brújula heteronormada. “¿Eso es un tipo o una mina?”, se preguntaban despistados los adultos en la habitación. Quizás más importante, la industria nipona no había sido permeada por la infantilización obligada de la animación y la historieta producto del pánico moral de los pacatos Estados Unidos de posguerra. En estos dibujos animados, descubrimos atónitos, las cosas no eran blanco y negro, los personajes se movían motivados por el deseo de poder, el resentimiento y la lujuria, sangraban y hasta podían morir. Las acciones tenían consecuencias y, por eso, el drama era más potente.

Japón retiene cierto aire de misterio porque nos sigue quedando lejos

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Treinta años después de Sailor Moon y Dragon Ball (Q.E.P.D. Akira Toriyama), de Magic Kids y la revista Lazer, la cultura masiva nipona conserva aún su aura de novedad en buena medida gracias a ese sabor exótico. Por eso, a pesar de ser creados por una industria cultural desenfadadamente orientada al lucro, el manganime destila un plus simbólico particular. Así lo identifica hoy Mayra Arena en las villas de todo el país, donde las remeras otakus se consagran como una prenda de distinción. Algo similar pasa en los Estados Unidos, donde los afroamericanos abrazan a los ninjas de Naruto como un consumo propio, diferente a un mainstream por el que no se sienten interpelados. El investigador Federico Álvarez Gandolfi argumenta que, entre los argentinos espectadores de anime y lectores de manga, la adscripción a estos consumos culturales aparece como una práctica diferenciadora que, en su propia narrativa, los separa de quienes consideran personas ordinarias que eligen pasar su tiempo libre mirando sitcoms yankis o escuchando rock nacional. Una cultura masiva que la juega de alternativa.

Porque Japón está lejos, y en general se conoce poco de su historia y sociedad más allá de lo que dicta el prejuicio y se entresaca del manganime, también se presta a ser el repositorio último de las fantasías de los otakus, quienes proyectan en esas islas su deseo de un paraíso futurista de consumo infinito de tecnología y cultura pop. Una proyección que en el caso de los fanáticos con ideas políticas más definidas, base de primera hora del movimiento mileista como identificó Gerardo del Vigo, tiene un sesgo ideológico marcado. Mientras el retuiteo de videos filmados con GoPro desde ciudades posapocalípticas plagadas por zombies adictos al fentanilo le va quitando lustre al ya desgastado american dream, la utopía de la torre de Tokio sigue brillando como un faro. Allá, literalmente, ya es mañana.

Hace poco pude cumplir el sueño otaku de visitar Japón. Vi espadas samurái de verdad, me acerqué al pie del monte Fuji, me cansé de pasar debajo de puertas torii para visitar templos sincréticos donde chicas de hakama roja venden el favor de los dioses de las cosas en la forma de amuletos que mejoran la salud y ayudan a aprobar los exámenes de ingreso a la universidad. Todo tal cual los anime que veía de chico. Como sabía de antemano, lo que me terminó enamorando fue esa metrópolis interminable que es Tokio, forrada en vidrio, neón y LED al punto que se te secan los ojos de tanto mirar. La capital me despertó una nostalgia imposible por un pasado próspero que no viví, como cuando escuchás un compilado de city pop. Ayuda mucho que la bien cuidada pero cuarentona infraestructura evidentemente data de esa época, ingresado uno al bajar a una estación de subte dentro de la burbuja económica de fines de los ochenta. Como cita un amigo a mano alzada, las ciudades, al igual que las personas, parecen quedar congeladas en la época que mejor les fue.

La densidad propia del área metropolitana más gran del mundo, con casi cuarenta millones de habitantes concentrados sobre una superficie similar a la del AMBA, obliga a que la red de transporte público sea una obra de ingeniería impresionante, una ciudad dentro de la ciudad. Como capas geológicas que se van sedimentando una sobre otra, recorrerla te lleva de puentes herrumbrados y trenes vintage idénticos a los coches japoneses de la linea C a estaciones centrales faraónicas que hacen quedar al Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini como una terminal de pueblo. En la colosal Osaka Station City, que tiene hasta cine, me perdí al punto que no sabía como salir. Caminaba y caminaba y no podía llegar a la calle.

A la región de Kansai llegué con el famoso tren bala, el Shinkansen. Primero de su tipo en el mundo, debutó en 1964 de la mano de la Japan National Railways, empresa estatal creada con el auspicio del General McArthur y la administración de ocupación aliada, que luego en los ochenta fue desmembrada y privatizada como remedio a tono con los tiempos para su naturaleza deficitaria. Virtud de la densidad demográfica, hoy corren entre Tokio y Osaka múltiples lineas de alta velocidad que cada veinte minutos hacen los 500 kilómetros que separan las dos metrópolis más populosas del archipiélago en alrededor de dos horas. El valor del viaje varía según la categoría y los amenities, pero en general ronda los 80 dólares. Ni a la ida ni a la vuelta nadie me controló el boleto, que solo debí presentar ante máquinas sin molinete. El negocio es tan pingüe que existen múltiples tarjetas tipo SUBE (Suica, Pasmo, etc.), que obedecen a las diferentes empresas privadas, y las podés usar no solo para viajar indistintamente dentro de la red de transporte público, sino hasta para pagar en el konbini. La cultura ferroviaria es tal que en los fichines videojuegos hay simuladores de conductor de tren.

Son muchos los efectos colaterales de esa densidad demográfica difícil de dimensionar para alguien acostumbrado a esta pampa vacía, que redunda en un esquema habitacional de micro monoambientes y el metro cuadrado por las nubes. Por ejemplo, los cafés donde pagás para pasar un rato con un perro o un gato doméstico. También lo es una de las cosas más lindas de Japón: una cultura gastronómica materializada en restaurantes diminutos con solo un par de mesas que encontrás en cada cuadra o amontonados en callejones ahumados por la fritanga del tempura y las parrillitas de yakitori, donde los dueños te cocinan en la cara comida riquísima y barata. Mi favorito resultó el plato típico de Osaka, el okonomiyaki, una suerte de tortilla con base de huevo y repollo cocido a la plancha enfrente tuyo. Después salís a la calle, caminás unas cuadras por las clásicas galerías techadas de la región de Kansai y terminás bañado por las luces del alucinante Dotonbori. En el otro extremo, la mayoría de las cadenas buscan reducir al mínimo el contacto humano mediante tablets que reemplazan buena parte de las tareas de atención al público. También comí un par de veces en un dinner que se distingue porque el mozo es un robot con orejas de gato.

En mi visita a la Torre de Tokio, ubicada cerca del cheto barrio de Roppongi, me tope con Azabudai Hills, un complejo de rascacielos, retail de alta gama y espacios verdes diseñado por el estudio del César Pelli que es como imagino se ven los sueños húmedos larretistas. (También me hizo acordar que ese reconocido urbanista argentino casi se hace cargo de renovar la vieja terminal de Mar del Plata antes que se resolviera poner en su lugar un centro comercial con el nombre del tipo más rico de la ciudad.) La arquitectura anti-homeless es tan atractiva que hasta te olvidás que eso que parece una plaza realmente no lo es, pero te sacude de la ensoñación la vista de los guarda de shopping mall que recorren la zona. No que en Japón la policía de calle se vea menos inofensiva que un tercerizado que patrulla cansino el Unicenter. El límite entre el espacio público y privado es tan difuso que las bocas del subte se vuelven difícil de encontrar, escondidas en el tercer subsuelo, detrás de un Nike Store. Todo lozano como cuarzo bien lustrado o la piel de una actriz de dorama, cuya cara quedó librada de imperfecciones por un diligente peeling de Photoshop. Por algo los afiches de políticos sonrientes que se ven por la calle, donde la inclusión de mujeres resulta una excepción, se confunden con la publicidad de una inmobiliaria.

Como sabía de antemano, lo que me terminó enamorando fue esa metrópolis interminable que es Tokio, forrada en vidrio, neón y LED al punto que se te secan los ojos de tanto mirar

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Pero, como dijo el ejecutivo entrevistado por Martel, todo lo importado allá termina eventualmente japonizado, hasta los no lugares. En el parque nipón de Disney, los primeros abiertos fuera de Estados Unidos y los únicos que no son propiedad de los norteamericanos, los juegos mecánicos quedan relegados ante lo que más le gusta a los japoneses: los desfiles, el pochoclo con sabores exóticos y los photo spots. Es lore de la empresa que el mismo Walt determinó que en los parques tiene que haber un tacho cada 10 metros, pero esa regla de oro es desafiada en la tierra del Sol Naciente, donde es virtualmente imposible encontrar dónde tirar un pañuelo usado en la calle. La gente simplemente anda con su basura encima todo el día hasta que vuelve a la casa. Una concesión de la sociedad civil, que se hace cargo de una tarea que acá damos por descontada que le corresponde a la municipalidad de turno.

Diplomático, Martel reconoce que la sociedad japonesa es “orgullosa de [su] homogeneidad y poco favorable a la inmigración”. Incluso aquejada por una crisis demográfica crónica, que se tradujo el año pasado en la contracción de la población en casi un millón de habitantes, se resisten a reconocer que la única solución posible al problema lo van a encontrar entre los pobres de los países vecinos. A pesar de lo que podría pensar el espectador casual que ve los pelos arcoíris de los personajes de anime y los reportajes sobre chicas kawaii vestidas como muñecas del siglo XIX, allá se castiga destacar al punto que algunas madres tiñen el pelo castaño de sus hijos para que no desentone con el azabache pesado que es típico de los yamato. Caminás por la calle y cuesta imaginar a quién le venden toda esa ropa colorida que se ve en las vidrieras. Recuerdo un manga de comedia romántica donde escandalizaba que una adolescente no tuviera prurito en andar de la mano y a los besos por la calle. No me malinterpreten, se escuchan risas y charlas de amigos cuando caminás por ahí, pero atender el teléfono en el transporte público es una ofensa que puede redundar en que te bajen del tren. Es raro, recibir esa mirada juzgona de extraños propia de un pueblito en una megalópolis de millones de almas.

Hay luces de oficinas que no se apagan nunca. Resulta curioso presenciar cómo la vía pública es reparada de noche para no molestar el tránsito, siendo comunes las grúas que trabajan bajo la luz de la luna

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Otro saber extendido sobre Japón que no es tan cierto es el tema de los suicidios, el cual hasta ellos mismos promueven como recurso dramático recurrente en muchas de sus ficciones. En realidad, hoy el país tiene una tasa de suicidios cada 100.000 habitantes que es la mitad que la de Corea del Sur o Rusia, y bastante inferior a la de Estados Unidos o Uruguay. De hecho, probablemente sea incluso más baja, ya que muchas veces homicidios perpetrados por la yakuza son caratulados como muertes autoinflingidas. En cuanto al karōshi, o la muerte por exceso de trabajo, la mirada rasante del turista no permite sacar grandes conclusiones. Aunque sí es común ver a los salary men saliendo de la oficina a cualquier hora, o incluso trabajando bien pasado el momento de la cena. Hay luces de oficinas que no se apagan nunca. Resulta curioso presenciar cómo la vía pública es reparada de noche para no molestar el tránsito, siendo comunes las grúas que trabajan bajo la luz de la luna. Pero lo que más me llamó la atención fue la cantidad de gente ocupada en la obra de atender a la integridad física de los transeúntes, un número que de seguro ofendería a los catadores de pala vernáculos. Quizás ahí van a parar todos los mozos a los que el gato robot les robó el trabajo.

El efecto narcotizante de las luces es tal que, después de varios días, me encontré entendiendo por qué a los japoneses no les queda libido alguno que invertir en sus vidas sexuales. No solo prodigan los MMORPG para smartphones y las consolas portátiles, sino que la promoción cruzada termina por ponerle una cara de anime a absolutamente todo y todo en el fondo es un videojuego. Se puede ver a la gente haciendo cola en la puerta de aún cerrados e inmensos salones de pachinko (una cruza de pinball y tragamonedas), donde se despliega la nostalgia por series viejas como Evangelion o el Puño de la Estrella del Norte para tentar a los millenials a iniciarse en el juego. De hecho, en todos lados se ve replicada la lógica randomizada del gashapon, máquinas que a cambio de unas monedas entregan una pelota de plástico rellena con un premio aleatorio. Hasta el souvenir más inocuo viene en un packaging ciego que te obliga, si querés juntar toda la colección, a comprar y comprar hasta que te toque el que te falta. Al igual que tantas otras cosas del Japón contemporáneo, este entrenamiento para las apuestas infligidas sobre menores hace años nos podría haber parecido una cosa de otro planeta, pero hoy es una realidad cotidiana y bien cercana.

Como lector empedernido de manga desde la primaria, una de las cosas que más ilusión me hacía de realizar alguna vez este viaje era entrar un lunes por la mañana en un konbini y comprar una copia de la última Weekly Shōnen Jump, un grueso semanario de papel de diario donde se serializan originalmente las títulos nipones más famosos. Puramente un ritual, pues no podría entender nada de lo escrito en kanjis dentro de la revista. Lo hice, pero el acto había sido en buena medida drenado de poder catártico, ya que desde hace un lustro se puede conseguir en simultáneo con la publicación japonesa versiones en inglés y español de esas mismas historietas en una app que tengo instalada en el celular. La globalización, podría concluir, viaja a una velocidad más rápida que nuestros sueños.

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