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10 de marzo 2024

Martín Rodríguez

MÁS DE CIEN AÑOS

Tiempo de lectura: 10 minutos

En Buenos Aires viven caranchos. Se hizo natural verlos volar entre los árboles, cazar presas, comerlas a la vista. Empezaron a aparecer hace años y se armó un mito: ¿fueron traídos para comerse a las palomas, verdadera plaga? 

La curiosidad mató al gato, pero no a nosotros, y consultar a Fabio Márquez –que se presenta como “licenciado en diseño del paisaje”, autor de este libro de aves porteñas– hizo las cosas más claras. Lo primero a saber: el carancho es un ave autóctona de la región, se desarrolla en la reserva ecológica y además consigue alimento fácil en la ciudad. “Todas las aves rapaces en los últimos años han tenido más presencia en el ámbito urbano, como el gavilán mixto, el chimango y el carancho”, dice Fabio.

El mito es que fueron introducidos porque una vez Diego Santilli, siendo ministro de ambiente, visitó Londres y vio que el alcalde allá usaba halcones para combatir la sobrepoblación de palomas. Y entonces muchos pensaron que trajo la idea: importar halcones. Las organizaciones ambientalistas salieron al cruce por “introducir una especie exótica que rompía todo”. Y como para esa misma época se empezaron a ver más caranchos, se asoció que el Gobierno de la Ciudad había metido aves para controlar a las palomas. Hay una parte de todo misterio que se resuelve así: “¿Quién fue?”, se pregunta la gente. “Si nadie fue, fue el Estado”, se responde. El Estado existe porque no existe el vacío. Pero la tierra está antes.

Lo que no pudimos imaginar es que una ciudad es parte de una región. “La paloma se alimenta de desechos disponibles en la basura, y como la ciudad hace más de diez años está más sucia, con ese alimento en disponibilidad, crecen exponencialmente las palomas exóticas, las domésticas y las rapaces las cazan al tener un alimento más fácil de capturar que en otros ambientes más naturales”, dice Fabio.

En la “La cabeza de Goliat”, Ezequiel Martínez Estrada anotó un “suceso insólito” del año 32. Lo definió así: “suceso angelical, semejante a la nevada de 1919, cuando la ciudad se vistió de novia y amaneció -¿sola?- con sus velos y azahares”. El caso es que en 1932 “llegaron millones de golondrinas; y estos son los dos milagros en la historia de Buenos Aires”. Pájaros y nieve. Golondrinas de plaza de mayo.

“Las golondrinas de plaza de mayo” se llama, de hecho, una de las más hermosas canciones que Luis Alberto Spinetta grabó, envolvió y vendió en la obra maestra de Invisible (“El jardín de los presentes”), en septiembre de 1976, y a la que más de una vez le colgaron el sambenito de haber sido visionaria de unas madres de plaza de mayo. Spinetta ni se mosqueó. Lo bien que hizo, ni de carambola quiso ganar alguna vez el Premio a la Canción Testimonial. Es un tembladeral la relación de la historia y el arte y más cuando la política hace retroactivamente a todo cantar una misma canción. Como la voz de Capusotto cuando en cualquier letra interpreta que “habla de faso”, así forzar a creer que todo habló de lo que pasó. Como si dijéramos: no hay canciones, hay interpretaciones. Pero, además, no hay interpretaciones, hay una sola interpretación. Por suerte la Argentina tarde o temprano se saca de encima los estalinismos, pero no la Historia. Y si hay un lugar que te obliga a relacionar la Historia con el presente ese lugar es la presidencia de la nación. Milei también habla de Historia. Los presidentes, nuestros songwritters, componen también sus canciones, sus leitmotiv: “Cien años de decadencia no se dan vuelta de un día para el otro”. Este es el suyo.

El caso es que en 1932 “llegaron millones de golondrinas; y estos son los dos milagros en la historia de Buenos Aires”. Pájaros y nieve

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La cifra es caprichosa. Milei la usó para ubicar un punto en el tiempo. Macri en el final de su mandato hablaba de setenta años. Le daba redondo: el inicio del “problema argentino” era el nacimiento del peronismo. Milei estiró hacia atrás por no aparecer anti peronista. Y entonces cargó la romana del fracaso nacional en las espaldas radicales. Cien años atrás lleva a la década del veinte, una primera década entera donde la cosa fue voto a voto. Esto es sencillo, simple lectura. Lo repite medio mundo. Pero sería interesante y sin demasiadas pretensiones entonces, mirar hacia más atrás, a la Argentina pre democrática.

En ese discurso de apertura, el presidente que más odia a Alfonsín en cuarenta años, sin embargo, balbuceó algo que podría rimar con la fallida “ley Mucci”. Milei habló contra los sindicatos que en su visión traicionan a los trabajadores, coronan eternos caudillos e impiden una democracia sindical que asegure alternancia (impulsa mandatos de sólo cuatro años y una sola reelección). Música para los oídos: no hay encuesta que no diga que una gran porción de argentinos odia los sindicatos. ¿Para qué sirve un sindicato?, se preguntarán muchos. Razones para ese odio hay, claro. Pero Milei quiere romper el modelo sindical: prefiere convenios por empresa con mayor rango que convenios por rama, profundizando lo que contiene el capítulo cuatro del DNU suspendido por la justicia. Difícil erradicar a los sindicatos sin provocar una hecatombe en millones de familias que armaron sus recorridos de la desocupación al trabajo registrado, de las colas para conseguir un turno en el hospital a tener el número de afiliado de la Obra Social con sanatorios, cartillas y médicos a domicilio, de no tener más vacaciones que ir al costado de la ruta o alguna costanera para que los chicos vean un poco de verde a disfrutar de recreos, colonias y centros de esparcimiento administrados por sindicatos. Pero la amenaza al modelo sindical -sueño eterno- ahora también corre en paralelo, por ejemplo, al cierre durante un mes de las cuatro plantas siderúrgicas de ACINDAR: Villa Constitución, La Tablada (Santa Fe), San Nicolás (PBA), y Villa Mercedes, (San Luis), por una reducción de entre el 35 % y el 40 % de las ventas en los últimos meses. O al 19% de caída interanual que registra la producción de automóviles según ADEFA (Asociación de Fábrica de Automotores). Los agarra a los gremios a la defensiva y sin interlocutores con el gobierno. El FMI (como el BID o el Banco Mundial) no escatimó jamás en mantener a la CGT como interlocutor imprescindible. Lo saben Gerardo Martínez (que está en Ginebra, en reunión del Consejo de Administración de la OIT), Héctor Daer, Andrés Rodríguez y Hugo Moyano, los dirigentes más encumbrados.

En tono de romance, uno diría que, como los mensúes retratados en “Las aguas bajan turbias” que conocieron la civilización en la selva cuando el sindicato frenó el látigo, muchos trabajadores conocerán la civilización de la mano de un sindicato, incluso si hubiera un nuevo régimen laboral para los cada vez más millones de informales (debate que, una vez más, el peronismo en su versión de los últimos años procrastinó), los trabajadores golondrina de esta economía donde además Milei hace base fuerte. Veamos. El Secretario de Relaciones Internacionales de la UOLRA, gremio de ladrilleros (actividad perjudicada con el bajón en la construcción), Armando López, no llega a los 40 años y vino desde Bolivia con apenas 20. Típico recorrido: saltando de provincia en provincia, solo, hasta instalarse en Florencio Varela. Ahí empezó a trabajar en la industria ladrillera. Primero como delegado de fábrica, después como responsable de la seccional del gremio en Varela y desde 2015 en el Consejo Directivo. En muchas zonas del país hacer ladrillos es una actividad familiar, trabajan chicos y se hace en condiciones desdichadísimas. El sindicato, muchas veces de la mano del Estado, ordena y organiza la actividad, lo de siempre, quién pone el precio al ladrillo, guapea en favor del que los hace y no de los intermediarios. Reconstruye incluso “el sector” entre miles de hornos informales. Armando terminó la escuela primaria y secundaria en la subsede del centro de formación profesional que tiene el sindicato en Florencio Varela. Acá está su historia. Democracia y sindicatos no es asunto tan separado. Así como el voto secreto y obligatorio comenzó con Yrigoyen, algo de nuestra semilla democrática se podría fechar en la fundación del primer sindicato. ¿Qué se necesita para hacer un ladrillo? Luis Cáceres, secretario general de la UOLRA pasa la fórmula: “Básicamente la tierra, y después depende dónde: el aserrín en algunas provincias, en otras la cáscara de arroz, y después necesitás la pala, la carretilla, el molde y la forma de producción que se mantuvo a lo largo de cientos de años”. (Acá una entrevista a Luis de hace dos años.) El sindicalismo es un ladrillo de la democracia.

En un país que, a mitad del siglo 19, tenía apenas un millón de compatriotas, atrajo una ola inmigratoria monumental, y recién ahí multiplicó sus habitantes. Y entonces trajo trabajadores, emprendedores, aventureros, curas y monjas, maestras, santos, hombres y mujeres que fundaron familias, oficios, levantaron puentes, civilización, muchos se hicieron ricos. Hubo leyes duras porque a ese pueblo había que hacerlo argentino hasta la muerte, como la Ley de Residencia, la ley Cané que no cortó el chorro para que lleguen más barcos repletos de familias detrás del sueño argentino. ¿Y cómo hacerlos argentinos?, fue la pregunta continua de aquella vieja elite. Y eso rastreó el historiador Nicolás Silliti en su investigación sobre el servicio militar obligatorio, la Colimba. “Se hizo con el fin de una Reforma Social”, dice. “Había en las clases dirigentes de fines del siglo XIX y comienzos del XX la idea de que había que transformar y poner orden a una sociedad que estaba cambiando aceleradamente por la transformación urbana, por una migración masiva que había llenado al país con idiomas y costumbres diferentes, que había que transformar a todo ese pueblo ‘magmático’ en argentinos, y en una idea particular de argentinos que va de arriba hacia abajo y que tiene que ver con homogeneizar, con crear sentimientos patrióticos entre esas poblaciones distintas, despertar esta sensación de argentinidad”. Repitamos: crear el hombre argentino. Los pilares de esa reforma y transformación social terminaron siendo tres: “por un lado, la escuela obligatoria; por otro lado, el voto obligatorio; y por último, la conscripción; aunque lo último que se estableció fue el voto. Esos tres mecanismos, dicho por Roque Sáenz Peña, son mecanismos de perfeccionamiento ciudadano obligatorio, de modo que el aula, el cuartel y el cuarto oscuro, eran escenarios centrales para la creación de ciudadanos, eso en cuanto a la formación del hombre argentino”, dice Nicolás. Aula, cuartel y cuarto oscuro.

Al llegar anduvimos con los pantalones arremangados, saltando entre los pescados y así, entre sí piso uno o agarro otro, y la carga, pasamos una buena hora, habiendo ganado en mi excursión un perrito, pelo bayo

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Parafraseando al filósofo Gustavo Varela: el tango fue el hijo de la ley 1420. Él lo dijo así: “Todos, pobre o rico, negro, italiano, musulmán o protestante, se reúnen en el mismo lugar, aprenden las mismas cosas. La clave para alcanzar la homogeneidad se encuentra en los docentes y en los libros de lectura. (…) Pascual Contursi, Celedonio Flores, Enrique Santos Discépolo, Manuel Romero, Enrique Cadícamo y otros como ellos, se educan en la escuela de la Ley 1420. Entonces llega la poesía al tango. No en cualquier momento, sino cuando la palabra se hace necesaria para que el pueblo, nuevo, todavía intacto, se diga a sí mismo quién es.”

La lengua de todas las lenguas. Esa ley puso a los hijos adentro de un guardapolvo blanco, “vestidos como de nieve”, la máquina de integrar. Y, por supuesto, los inmigrantes trajeron sus ideas celestes y rojas, sus medias de lana, su lengua madre, sus hijos, su leche, su yema, su biblia y su calefón. Muchas de esas ideas, como dijo el gran Moris, resultaban “complicadas”, y no eran las únicas y fueron también semilla de un pueblo cristiano, criollo del universo, solidario, tradicional o cosmopolita, una jaula de dialectos revoloteando que había que callar en una sola lengua. Y así se crearon mutuales y sociedades de socorros mutuos, y también el primer sindicato con todas las letras: la Sociedad Tipográfica Bonaerense, que nació como mutual en 1857, y más tarde se convirtió en sindicato. (Llevo en mi sangre la de Benito Rodríguez, gallego llegado a fines de ese siglo y que fundó en Ingeniero White la Sociedad de Pilotos Prácticos del Puerto.) Y entonces también se crearon otras sociedades. Las patronales (y populares), cómo no. Como la Sociedad Rural. O incluso el Club Industrial, que luego se llamaría UIA. Un país es un racimo de siglas que se multiplican por los siglos de las siglas.

Un poco sobre todo esto trata un libro reciente del investigador Nicolás Rivas, “Los rostros del Estado. De archivos y prácticas de intervención social en la historia Argentina”. Licenciado en Trabajo Social, reúne una serie de ensayos con el foco puesto en ciertas instituciones públicas nacientes en la segunda mitad del siglo XIX. Una, la primera, en medio de la construcción del Estado, el higienismo positivista y el nacimiento de la “cuestión social” es la “visita domiciliaria”. Las visitas a las casas de los pobres en tiempo de inmigración, de pestes, de inquilinatos, de fiebre amarilla. Nicolás Rivas fue a mirar lo que muchos liberales de hoy prefieren omitir: que las elites de las que son herederos hace más de cien años estaban abocadas a la tarea de construir un Estado. Entre las fuentes que examina Rivas hallamos un testimonio particularísimo, los relatos del subcomisario (sic) Adolfo Batiz en un librito llamado “Buenos Aires, la ribera y los prostíbulos en 1880”. Para esos años, en la calle Suipacha y Viamonte, se hallaba el “Puente de los Suspiros”, plena zona de burdeles, cafés, bohemia rea, el circuito prostibulario. Bajo el mismo nombre (“Puente de los suspiros”) también nace una revista dedicada a combatir la trata de blancas, entre muchas de las cosas, exigiendo el ojo del Estado y la fijación de reglas para el oficio más antiguo. Batiz rememora ese puente y esa ciudad embebida en delito, a los compadritos, al lunfardo, y a una prostitución que condena y llama “mal necesario”, solidario con mujeres traídas de Europa y encarceladas por “rufianes”. También describe en todo ese mundo simpatías justicieras que están dentro y fuera de la ley. El propio policía a veces borra las fronteras legales. Su estilo alcanza cierta gracia y la rareza de un escritor-policía, y es contemporáneo a Fray Mocho, a “Las memorias de un vigilante” de Fabián Carrizo –otro seudónimo de Fray Mocho, que a su vez era el primer seudónimo de José S. Álvarez-, donde mira la ciudad, sus injusticias, la vida cotidiana, como dirá Nicolás Rivas, en su “manifestada condición marxista (y a veces anarquista)”. El subcomisario era otro hijo de su tiempo en Buenos Aires, la gran aldea, aldea de vanguardia en la “cuestión social” y en la que era urgente parir al “hombre argentino” en ese barro de compadritos, malandras, inquilinatos, chapas, niños bien y esclavas polacas. Todo era carne argentina.    

¿Y cómo ver esa Buenos Aires? Una ciudad en costura, negociando con la naturaleza, donde las elites cuidaban y huían de las fiebres y los primeros sindicatos intentaban –bajo fuego, tantas veces- que los trabajadores no sean esclavos. Entre la gente y el río, hacer puentes en los arroyos, poner alambrado al campo y empedrado a las calles. Leemos al subcomisario Batiz casi como si batiera en su pluma la pluma de los caranchos que vemos hoy, así, irrumpiendo, moral, sentencioso (“Los bajos fondos de la prostitución son iguales en todos los países y razas”). Batiz, en uno de sus más bellos textos, “Los pescadores y un perro”, dice y leemos con paciencia: “Ya conocemos la Recoleta, la necrópolis de la gran capital del Sur, los atorrantes de los caños, a Grajera, a Vinclaret, cualquier refugio de los vagos. Bien, te presentaré otro paraje haciendo al efecto un pequeño paseo. Descendiendo por la bajada de la Recoleta en dirección al río e inclinándose un poco hacia la derecha, existía una vastísima plantación de sauces llorones, pinos y hierbas, que hacían un bosque umbrío con una salida de un ancho de veinte metros al Paseo de Julio, cruzando la vía del ferrocarril Buenos Aires- Rosario, por donde entraban los pescadores para extender sus redes, que lo hacían a caballo, sirviéndose para el transporte del pescado de un pequeño carrito, siéndoles a los pescadores esos parajes tan familiares, que algunas veces dejaban allí el carro, haciendo pastorear los caballos de repuesto. Encontrándome en ese lugar en una de mis excursiones con Adolfo Veroy, éste me presentó a un criollo, antiguo pescador de esos parajes; era en momentos que sacaban la red, tendida, ese día en lo profundo, pues se habían internado hasta perderse en el horizonte. Nos sentamos en la playa viendo venir a las gentes con los caballos que pedían riendas, moviendo sus cabezas, porque la red era larga y la pesca había sido abundante. Al llegar anduvimos con los pantalones arremangados, saltando entre los pescados y así, entre sí piso uno o agarro otro, y la carga, pasamos una buena hora, habiendo ganado en mi excursión un perrito, pelo bayo, que me regaló El criollo por insinuaciones de Veroy, de los cuales me alejé cantando los versos de Estanislao del Campo, el poeta de las canciones criollas.”

¿Qué veía ahí el subcomisario Batiz, ahí, a la vera del río? Hombres y mujeres libres.

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