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07 de junio 2022

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

AFUERA DE LA REALIDAD

Tiempo de lectura: 7 minutos

Habíamos vuelto a ir a la cancha, incitados por una combinación de errores ajenos y aciertos propios que propició que nuestra divisa, después de mucho tiempo, ocupara un lugar expectante en la tabla de posiciones. Pero no íbamos sólo a ver fútbol, que se ve mejor por televisión. Sino como parte de una discontinua pero persistente costumbre afectiva y conversacional iniciada muchos años atrás. Hablar de todo tema mientras alrededor la muchedumbre brama, alienta, se aburre (los partidos en general son malísimos), insulta a los visitantes y a veces también a los locales. Ahí estábamos entonces, analizando canciones que nos parecían más o menos malas o buenas, echando comentarios incisivos o elogiosos sobre Andrés Calamaro, reseñando libros que no habíamos terminado de leer, pero que ya dábamos por leídos y que, aun, nos gustaban o no nos gustaban a medio terminar.  Ahí, en medio de la marea, subir un escalón, bajar un escalón, dejar pasar al cocacolero, hablando de disputas familiares, de dinero, de lo pésimos que habían resultado ser los hombres y mujeres que ocupaban el gobierno. En un momento, seguramente producto de que nuestro equipo perdía muy merecidamente y, debido a una desafortunada combinación de resultados, saltaba de la tercera a la sexta o séptima ubicación en el tablero y se desvanecía toda chance de llegar a las finales, la parcialidad, que había pagado la entrada o la cuota societaria principalmente para celebrar, dado que eso no estaba sucediendo, optó por infamar. También se paga para eso. Y se las agarró, primero, con los que venían de afuera, que se animaban a quemar nuestra ilusión. Y muy rápidamente con los de acá. Entre empujones, aprietos, codazos, mi acompañante, para darle aire a la derrota, me susurraba al oído:

Siempre perdemos./¿Siempre perdemos?/ pero qué/ ganamos con llorar// y va la pelota/ por el aire/ en el Estadio Donde se Siente/ Hambre de Verdadero Fútbol// y si nos marcan/ hay que desmarcarse// y ya va/ la pelota/ por el aire// PERO ESE HOMBRE/ NO TIRA AL ARCO NUNCA/ NUNCA/ y la demora/ y cuando tira/ es/ desviado// y va la pelota por el aire// y ya desciende/ la toma/ “la triangula” -oí decir al técnico-/ la mide/ la combina/ la enrieda// y toda esta estéril/ habilidad/ en el Estadio Donde se Siente/ Hambre/ de Verdadero Fútbol/ y la impotencia/ para “cerebrar”/ un gol directo/ escucho/ al técnico// y la pelota/ desciende/ desciende/ y toca el campo/ Y QUÉ HACEN ESOS HOMBRES/ rugí/ entre ellos se traban/ se molestan/ y la pelota/ murió sola frente al arco// porque nadie “entra al área”/ le oí decir al técnico

De campera y corbata. La campera, para desactivar el signo social del saco. La corbata, para no desactivarlo del todo. Una elegancia varonil y discreta, que preferiría no ser considerada como tal

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Cuántas veces, como ahora, los poemas de Leónidas Lamborghini, cuando no directamente él, en persona, se habían interpuesto en nuestras vidas como conmoción, como consuelo, como noticia, como lección, como estímulo. La primera que se nos viene a la cabeza, y es probable que haya sido la primera nomás, es leyendo sus poemas del recién publicado Circus, en 1986, tirados en una cama, en un departamento en Buenos Aires, en calle Esmeralda, en una época en que andábamos mucho por allá. Cuando volvíamos a Rosario, en general los domingos, en el momento en que el tren de las siete se ponía en marcha, nuestro anfitrión, desde un alto balcón que nosotros veíamos a través de una ventanilla de la clase única, balanceaba un farol, a modo de despedida. De esos poemas buenísimos, que leímos un montón de veces durante una misma tarde, hasta la noche, y que empezaban todos con un “Como el que”, que se convirtió de inmediato en manía repetitiva y en restricción, nos gustaban, a la vez, su música, su inteligencia y su sensibilidad. Y aunque en algunos poemas esas cualidades parecían estar distribuidas inequitativamente, cuando, en cambio, se abrazaban en el cielo de las palabras, disfrutábamos de encontrar tanto placer de manera tan sencilla. Así fue anotado entonces en un documento que parece que hubiera sido escrito hoy, cuando las páginas de aquella edición de Libros de Tierra Firme se resquebrajan y amarillean. Y aunque es posible que los poemas que nos provocaban entonces tan intenso placer no sean los mismos que nos lo provocan ahora, creería que estos dos, entre todos, nos acompañaron desde la construcción de los mismos cimientos de nuestra, llamémosle así, mitología personal:

El niño.

Como el que/ nunca/ pudo dejar/ su infancia.// Como el que/ nunca pudo/ deshacerse/ del niño/ de su infancia.// Como el que/ nunca pudo/ matar al niño/ de su infancia.// Como el que/ de la mano/ de ese niño/ ha de entrar al infierno.

El escarabajo.

Como el que/ en la playa desierta/ ve un escarabajo.// Como el que/ lo fatiga/ con obstáculos.// Como el que/ en la desierta playa/ se inclina/ sobre las huellas/ del escarabajo/ y ve en ellas/ su propia fatiga.

Leónidas Lambroghini.

Luego tocó conocerlo a él, llegado de México en 1990. Un hombre común, a quien podríamos haber cruzado en Buenos Aires en el subte, volviendo a su casa, o yendo a trabajar, con un sobre de cuero bajo el brazo donde llevaría sus papeles. De campera y corbata. La campera, para desactivar el signo social del saco. La corbata, para no desactivarlo del todo. Una elegancia varonil y discreta, que preferiría no ser considerada como tal. Una mirada vivaz, rapidísima, atenta a todo lo que pasaba alrededor (era, al fin, un recién llegado al país, después de 13 años, estudiando el panorama). Unas frases llenas de jerga, que se veía que se moría por usar. “Cuando leí la nota sobre Circus, yo pensé: estos son dos maricones que me están tomando para la joda”. Vino a Rosario, a un Festival de Poesía, en 1996. Habrá, imaginamos, masticado la justa bronca de que la estrella del Festival fuera Juan Gelman. Salvo para una minoría que admirativamente lo escuchaba leer y golpear con el puño derecho el escritorio para duplicar la dramática onomatopeya del poema: “¡tum!, ¡tum!”.

Doce años mi hijita, solo doce,/ y fue atacada y violada y/ estrangulada tras ser violada.// Esperando el ciento sesenta y seis/ la dejé, fue el error de mi vida/ ella iba a un baile por primera vez.// Ella iba a la bailanta de Tornado/ re-animada, ay, re-animada/ cuando ellos ¡tum!, ¡tum!, al pajonal.// A ella, a ella que apenas si sabía:/ y tuvo su bailanta en el pajonal,/ ahí nomás, ahí, cerca de la ruta.// (Comiqueá, comiqueá, sólo en lo cómico/ hallarás la salvación de tu locura;/ mirá lo trágico desde lo cómico.// Esto me dictó la cabeza aparte/ mientras escuchaba cabeza aparte/ que ellos la habían forzado a bailar// esa bailanta, cuando ella apenas/ apenas si sabía,/  apenas si sabía, apenas sí.// ¡Bravo! Bravo! ¡Bravísimo!// ¡Oh, es el amor, es el amor, es el/ es el amor/ es el amor/ es el amor/ el que hace girar al mundo!

Gelman, entre abrazos de bienvenida, fotos, autógrafos y una discreta y propia guardia imperial que seguía sus pasos desde Buenos Aires, desactivaba el presente, convirtiéndolo en un interregno fantasmático, pura nostalgia de un pasado político idealizado y pura utopía de uno que vendría a redimirlo de su catastrófico final: “en mi puerta el sol dora pasados por venir”, que es el verso estampilla de su libro País que fue será. El solitario Lamborghini, en cambio, como en 1957, cuando publicó “Al público”, se afirmaba en el presente. Entonces:

Desempleado/ Buscando ese mango hasta más no poder/ Me faltó la energía la pata ancha/ Aburrido hace meses, la miseria/ Busco ahora trabajo en la era atómica/ Dentro o fuera del ramo/ Si es posible

Y ahora, en el ahora de mediados de los 1990, en un poema escrito al pie de una noticia publicada en los diarios, o en Crónica TV, en la parada del 166, en la bailanta Tornado, en la violencia del conurbano. Y en el comiqueá, comiqueá, “sólo en lo cómico hallarás la salvación de tu locura”, porque como nos dijo unos años después: “Hay que explorar lo cómico, hay que ver la tragedia desde lo cómico y desde lo absurdo, porque lo cómico siempre te obliga a tomar una distancia. Lo cómico es impiadoso, pero va a la verdad, o a otra verdad, a ver las cosas de otro modo”. “El horrorreír”, diría otra vez.

Con su hermano Osvaldo, Ricardo Zelarayán y Lorenzo Quinteros idearon una suerte de “tren cultural” para circular por la provincia: un vagón sería una biblioteca, otro un escenario, otro un tabladillo, otro un taller de pintura

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Algo de eso, de lo cómico como impiedad y por lo tanto como distancia campeaba en una anécdota que nos contó en Rosario, en el 2001 o 2002, y que hacía referencia, precisamente a los años que añoraba Gelman y que esperaba que doraran el porvenir. Lo habíamos invitado varias veces a Rosario, después de aquella venida del 96. No le gustaba viajar. No le gustaba exponerse. No venía. Pero aceptó cuando inauguramos la Biblioteca Marechal en la Escuela de Letras de la Universidad, en cuyo catálogo había un libro suyo, La canción de Buenos Aires, de 1968, dedicado “al noble amigo y al gran poeta”. Y otro de 1966, con esta inscripción:

“Para el maestro Leopoldo Marechal/ en la misma causa y desde la misma trinchera / de un proscripto a otro proscripto (pero el futuro ya está siendo nuestro)./ Con la admiración de este elemento adicto”.

Porque consideraba a Marechal un compañero, un amigo y un maestro. Porque Marechal, sobre todo en su trilogía de novelas, como Lamborghini en sus poemas, nombraba el cuerpo, metía el cuerpo, porque, nos decía Leónidas, “la poesía lo niega; acá todavía hay temas poéticos y temas no poéticos, entonces mear no es poético, garcar no es poético, la palabra sorete no es poética: pero es la prueba de la poesía. ¿Viste que los clásicos son medio chanchos?”

Dedicatoria de Lamborghini a Leopoldo Marechal.

Antes de la presentación fuimos a tomar un café al bar La sede. Y nos contó que en 1973 el recién electo gobernador de la provincia de Buenos Aires, Oscar Bidegain, lo había llamado para que armara un proyecto cultural para la provincia, a pedido de Perón. Y que fue esa intervención, la del general, la que lo llevó a Leónidas a aceptar el puesto. Con su hermano Osvaldo, Ricardo Zelarayán y Lorenzo Quinteros idearon una suerte de “tren cultural” para circular por la provincia: un vagón sería una biblioteca, otro un escenario, otro un tabladillo, otro un taller de pintura. Toni Moro, la esposa de Bidegain, los llamó, interesada en el nombre del tren. Ellos habían decidido ponerle Evita. Pero estaban convencidos de que Toni se los iba a rebotar y que les contrapropondría Che Guevara, cosa que ellos no irían a aceptar. Toni, sin embargo, les sugirió: “¿por qué no le ponen Isabel Perón?”. Leónidas suspende la anécdota, nos mira, se ríe, se horrorríe y nos dice: “estábamos completamente afuera de la realidad”.

Bibliografía

Leónidas Lamborghini. Las patas en las fuentes. Sudestada. Buenos Aires, 1968.

D.G.Helder. “El rencoroso”. Diario de Poesía número 2. Buenos Aires, Rosario, Montevideo, verano de 1986-1987.

Leónidas Lamborghini. Circus. Libros de Tierra Firme. Buenos Aires, 1986.

Leónidas Lamborghini. Comedieta (de la globalización y el arte del bufón).Estanislao. Buenos Aires, 1995.

Leónidas Lamborghini. Al público. Poesía Buenos Aires. Buenos Aires, 1957.

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