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05 de enero 2022

Lucas Nine

REPASANDO EL ETERNAUTA (1)

Tiempo de lectura: 8 minutos

Lucas Nine se propone en una serie de ensayos que comenzamos a publicar desde hoy hasta el viernes, revisitar nada menos que el Eternauta, una historieta que, como él mismo dice, “cobró un status tan desmesurado que todo lo que se permiten casi todos los comentaristas es tirar incienso y bailar alrededor; y ya veremos si se puede esquivar esta barrera”. Allá vamos. Revista Panamá

1-Semblanza del Mano.

La historieta El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López (aparecida originalmente por entregas en 1957 en la revista Hora Cero) ha sido saludada casi desde el momento su publicación como un clásico instantáneo al que el destino trágico de su guionista (desaparecido en 1977 junto a sus hijas) terminó de cargar de sentidos premonitorios. Una de las señales de esta vigencia puede pasar por las variadas lecturas que diferentes épocas trataron de imponer a la obra: todos recordamos aún al “Eternestor”, que, enfundado en su traje aislante, nos guiñaba un ojo con la conciencia de que su picardía no era la primera ni sería la última. Y es que El Eternauta, desde su condición de ficción anticipatoria, es una invitación a la reescritura permanente. 

Repaso su trama: un grupo de amigos, reunidos una noche para jugar al truco, descubre en la extraña nevada que ha empezado a caer sobre Buenos Aires algo más que un inusual suceso meteorológico. Los copos de nieve matan todo lo que tocan. El Eternauta es la historia de estos sobrevivientes, de las estrategias que desarrollan para seguir siéndolo, y de la invasión extraterrestre a la que deben enfrentarse, dirigida por un villano interplanetario que difiere siempre su llegada enviando en su lugar a una colección variopinta de subordinados. 

El Eternauta es una historieta en blanco y negro (mejor dicho, de blanco sobre negro, de copos en la noche; una nevada diurna no hubiese tenido el mismo efecto) donde ciertos matices no pueden diferenciarse

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Con semejante tema, es inevitable que una ciudad donde escafandras de acrílico y tapabocas de todas las formas y colores han pasado a ser parte del paisaje imponga una lectura pandémica. Sin embargo, la capacidad de la obra para mutar supera a la del bichito verde, y se podría decir que sus contenidos han seguido evolucionando en su interminable interacción con la realidad. A modo de ejemplo: los “Hombres Robots” cifraban su especificidad en el ser simples vecinos que, una vez capturados por el enemigo, pasaban a convertirse en artefactos desprovistos de conciencia, sólo habilitados a seguir las órdenes emanadas desde un control remoto clavado en su nuca. Pero el consenso sobre aquello que los convertía en una visión de pesadilla ha ido modificándose con el paso del tiempo; y su condición de cáscara (bastante similar, después de todo, a la que proponían ficciones como los “Body Snatchers” del cine) terminó por ser eclipsada, tras la llegada de la llamada revolución digital, por la necesidad que el Hombre Robot tiene de recibir órdenes. Bastará apretar un botón para que todos los Hombres Robots vayan para la izquierda; apretando otro, irán a la derecha; y todo esto sin mayores complicaciones, dado que la noción de lógica no opera en ellos. El Hombre Robot carece de historia. Claro que siempre hay alguien atrás de esos botones, y ese alguien es el Mano.

Tomado al principio como el Invasor, queda claro luego que el Mano es apenas otro subordinado, un burócrata más en la escala jerárquica. No nos dejemos engañar por su apéndice cargado de dedos. El Mano es humano, demasiado humano. Lo vimos muchas veces tras la ventanilla de un banco o apostado en alguna oficina pública. Es un miembro de la tecnocracia y como tal actúa o piensa. Todavía puede hacerlo, porque como operador de “teledirectores” ajenos está dispensado de llevar uno él mismo. 

Pero el Mano carga con su propio secreto en la llamada “glándula del terror”; injerto quirúrgico capaz de liberar un veneno mortal si su portador experimenta miedo u otro tipo de emoción súbita, como -por ejemplo- el pánico que le ocasionaría la sola idea de rebelarse contra sus amos. De manera que el Mano prudente deberá desarrollar sus actividades entre algodones, si desea prolongarlas un poco. 

Sería un ejercicio interesante el imaginar el planeta del Mano en base a esta premisa. En semejante lugar, las películas de terror estarían terminantemente prohibidas, y los timbres de las puertas vendrían cubiertos con una gran X de cinta aisladora. Una bocina sería considerada como un arma tan letal como un revólver y las canchas de fútbol quedarían descartadas, no sea que las emociones fuertes deparen un tendal de Manos yertos al final de cada encuentro deportivo. Las redes sociales eliminarían cualquier material susceptible de elevar el ritmo cardíaco y habría que tener especial cuidado con las fiestas de cumpleaños, los libros de Stephen King o ciertos rostros entrevistos en la penumbra. Pero nada de eso resultará oneroso al Mano bien adaptado, al que imagino defendiendo la implantación de la Glándula por tratarse de una medida de control que “ordena la sociedad” (“¡Imaginen lo que serían las calles si no tuviéramos la Glándula!”).

Una de las señales de esta vigencia puede pasar por las variadas lecturas que diferentes épocas trataron de imponer a la obra: todos recordamos aún al “Eternestor”, que, enfundado en su traje aislante, nos guiñaba un ojo con la conciencia de que su picardía no era la primera ni sería la última

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Resultará sin embargo un error pensar a una civilización dominada por el pánico como incapaz de generar algún tipo de emoción o carente de aptitudes para el Arte. Sabemos, gracias a Oesterheld, que los Manos tienen una canción muy bonita que entonan al morir, una vez liberados del miedo que conocieron en vida. Dijo un filósofo (no recuerdo cuál) que no hay mayor causa de llanto que no poder llorar. Es en esas ocasiones cuando los Manos cantan de cara a los astros. ¡Qué idea tan moderna!

2- A los ponchazos:

Como pasa hasta en las mejores familias, El Eternauta parece haber salido más de una situación inicial que de un plan detallado. Este modelo de guión construido “sobre la marcha” tiene la misma ventaja misteriosa que la Carreta Embrujada, el Tren Fantasma o la Unidad Perdida del Colectivero Sin Cabeza, que llevan a sus ocupantes adonde se les cante. Y El Eternauta no solo fue una historieta que se pensó a sí misma “en vivo”, sino que siguió haciéndolo después dentro de la cabeza de sus jóvenes lectores, en la medida en la que las abominables revelaciones que prometía iban pasando de la Historieta a la Historia a secas.

Pero nada es gratis. Recordemos el ejemplo de algunos comentaristas insistiendo en que, dado que Oesterheld se identificaba entonces con el desarrollismo, El Eternauta debía ser, por fuerza, una “historieta desarrollista”; como si el capital externo tan caro a esta fuerza política pudiera convivir con la nevada mortal. Admitamos que, efectivamente, Oesterheld comenzara su historieta como un simpatizante de esa corriente. Veinte o treinta páginas más tarde, ya estaba en otro planeta. Los Ellos resultaban incompatibles con el programa de Frondizi.

Traduciendo a esta divertida viñeta en fórmula: el sistema de desarrollo a los ponchazos (o más bien intuitivo, dado que no carece de brújula) multiplica las contradicciones internas de la obra en construcción. El chiste es que en este caso la fuerza de la obra haya emanado esas mismas contradicciones. Al chalet de Salvo no lo sostienen las vigas sino las rajaduras.

Por eso no es extraño que El Eternauta sea una especie de palimpsesto donde cada uno de los intentos por deglutir su significado de una vez y para siempre (condenados al fracaso, como atestiguan los fósiles de adaptaciones que quedaron por el camino) funcionen como un espejo de las épocas que le tocó transitar: miniserie trunca de los 60’s que serviría como showroom para el Ejército Argentino, piedra de toque para los sobrevivientes del “Proceso”, traje de amianto para los líderes del post menemismo, lectura en clave Eleno-Martita a cargo de Lucrecia Martel, show Made in Netflix y un largo etcétera. Mi sospecha es que si El Eternauta permitió todas estas lecturas contradictorias, es porque ya cargaba con estas contradicciones, al menos en potencia.

Saquemos la lupa y tratemos de desvariarun poco sobre el tema. Después de todo, cuando el status colosal de una obra sólo permite a los comentaristas arrojar incienso y bailar alrededor, el martillazo es una estrategia válida a la hora de estudiar los resortes. Trataré de no darme en el dedo.

El Eternauta no solo fue una historieta que se pensó a sí misma “en vivo”, sino que siguió haciéndolo después dentro de la cabeza de sus jóvenes lectores, en la medida en la que las abominables revelaciones que prometía iban pasando de la Historieta a la Historia a secas

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3- Un tal Salvo

Primera pregunta: ¿es “legítima” la segunda parte del Eternauta? Me refiero a la escrita por HGO y dibujada por Solano López en 1976 para Ediciones Record. Numerosas opiniones, empezando por la de su dibujante, coinciden en juzgar la continuación como un intento desganado de montarse sobre las cualidades proféticas del original para producir una obra propagandística, esto es “programática”. Se suele mencionar que HGO, militante montonero, habría estado más interesado en elaborar una especie de panfleto que explicara didácticamente una línea de acción a las masas que en guionar una historieta de aventuras. 

Esto puede ser en parte cierto, pero, aceptada la segunda parte como integrante de la saga, y cubierto el expediente de su lectura (experiencia quizás menos placentera que con el original, pero convengamos que los lectores ya no son niños y buscan las claves ocultas con la impaciencia de un adulto) empiezan las patinadas. La premisa de El Eternauta II cabe en una cabeza de alfiler: en la lucha revolucionaria, el primer objetivo de la vanguardia es la toma del poder, sacrificando incluso al pueblo y los propios si es necesario (como queda claro con la inmolación del binomio Elena-Martita). Sin embargo, esta tesis, que está lejos de formularse en un esfuerzo facilongo por vendernos la idea, termina logrando que el cercano Juan Salvo de los comienzos se vuelva una figura ajena y peligrosa. Es Germán, el guionista, quien, cubriendo el rol de narrador, se cuestionará repetidamente acerca de la humanidad del Eternauta. La escena final, una batalla librada en los cielos gracias a unas inverosímiles alas de madera que cargan con el sabor del delirio y que intentan hacer pasarla peor de las derrotas como una victoria fulminante (Falso Final Feliz si los hay), confirma de algún modo la sospecha que Germán no llega a formular de todo: el demorado Ello siempre había estado entre nosotros. O, mejor dicho, que se termina por ser un Ello a fuerza de mirarlo fijo. El Eternauta había pegado el volantazo de nuevo.

¿Quién es Juan Salvo? Su nombre es todo un programa. Por definición, el tipo se salvó, se salva y se salvará, mientras a su alrededor la muerte pela al mundo como a una naranja. Lo protege ese perímetro, delgado como traje aislante, que constituye su sustancia; porque Juan Salvo existe sobre todo en los escasos centímetros que lo separan de la muerte. Como el protagonista de Un descenso al Maelström de Edgar Allan Poe, se ubica en el centro exacto de la tromba, mínimo remanso en medio de la hecatombe, y lo que lo salva es precisamente es estar en -o ser- ese centro: la Zona Cero.

En el cuento de Poe, las marcas de la supervivencia condenan al narrador a no ser reconocido más por los suyos como parte del grupo. Vuelve de la experiencia con el pelo blanco. El Eternauta es una historieta en blanco y negro (mejor dicho, de blanco sobre negro, de copos en la noche; una nevada diurna no hubiese tenido el mismo efecto) donde ciertos matices no pueden diferenciarse, pero es lícito suponer que entre la aparición espectral de Salvo al comienzo de la historia y su estampa prototípica media la sutil diferencia que va del blanco fantasma al amarillo rubión. Y es que Juan Salvo es, entre otras cosas, un rubio. Más precisamente, un rubio de la Zona Norte.

Continuará…

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