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03 de noviembre 2023

Diego Labra

EL PRECIO DE LA EXPERIENCIA

Tiempo de lectura: 8 minutos

Miraba MuchMusic una tarde cualquiera después de la escuela cuando el VJ de turno mostró a cámara su posesión más preciada: un abultado rosario que, en lugar de cuentas, hilaba entradas de recital y pases de backstage atesorados a lo largo de los años. Cada rectángulo de cartón cortado era una puerta que abría a decenas de canciones, recuerdos, experiencias. ¿La joya de la colección? El ticket del show que dio Nirvana en el Amalfitani en 1992. En ese mismo momento decidí que yo también quería acumular una ristra igual de impresionante.

He ido a muchos conciertos. De artistas internacionales a bandas de amigos, en Argentina y en el exterior, con despliegue pirotécnicos o un solo triste reflector, en estadios y en bares. Cuando me ponen en el aprieto de elegir cuál fue el mejor suelo responder con la vuelta de Soda Stereo, y argumento la elección señalando que cumple con los tres requisitos indispensables de recital inolvidable. Primero, y por más obvio que suene, que la banda brinde un gran show. En este caso, a la intacta capacidad de Cerati, Bossio, Alberti y compañía de sonar del carajo se sumó una puesta visual que no tenía nada que envidiarle a, no sé, U2. Pueden apreciarla en las filmaciones subidas a su canal oficial en modestos 480p. Segundo, que se establezca una conexión entre artista y público, algo que sobró ese 19 de octubre de 2007 en un Monumental colmado de gente que hacía hasta una década esperaba escuchar esas canciones en vivo una vez más. Lo que lleva a un tercer punto, puramente subjetivo: tener una relación íntima preexistente con esa música reproducida mil veces, tanto que ante su escucha en ese contexto excepcional desencadena una catarata de imágenes adentro tuyo como un montaje de la película de tu vida. En su conjunto, esta es una receta difícil, rara vez saboreada hasta por el recitalero más veterano. A veces, se falla desde el escenario. Otras el artista lo da todo y es uno quien simplemente no conecta. Cuando se alinean las estrellas, te quedás con la experiencia para siempre.

La reconfiguración posdigital de la industria musical redujo a la música grabada prácticamente a un rol testimonial, la excusa detrás de giras mundiales que componen el grueso de sus ingresos

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En Seven Ages of Rock, una serie documental de la BBC que arriesga una cronología en siete etapas del género anglosajón, se dedica el quinto capítulo a lo que llaman “rock de estadio”. Ahí cuentan que, a medida que la convocatoria de actos como Led Zeppelin, Queen o Bruce Springsteen fue creciendo, dejó de tener sentido alquilar teatros y se fue pasando a las canchas de fútbol. La tesis de los documentalistas es que esta transición afectó al sonido mismo, volviéndose este más grande y bombástico. Y eso fue en los ochentas, cuando los artistas todavía vivían cómodos de las regalías de la venta de LPs, cassettes y CDs. Hoy, la reconfiguración posdigital de la industria musical redujo a la música grabada prácticamente a un rol testimonial, la excusa detrás de giras mundiales que componen el grueso de sus ingresos. ¿Por qué se creen que todas esas bandas de septuagenarios siguen montando shows de despedida, reunión y despedida de nuevo? Hasta tus ídolos rockeros se quedaron sin jubilación.

En filmaciones de shows de hace cuarenta años, como aquel que Queen trajo a Argentina en 1981, se puede observar que entonces las puestas eran más discretas. Sí, había tipos que siempre tuvieron un sentido de lo teatral como Peter Gabriel, expresado mejor que nunca en su gira del disco Us, u directamente operas tock con toda la parafernalia como The Wall. Mayormente, uno iba a un recital a ver cuatro tipos tocar instrumentos en vivo abajo de una parrilla de luces de colores. Hoy se espera que un concierto sea una experiencia inmersiva, una puesta faraónica como la que desplegó The Weekend en su reciente paso por Buenos Aires, casi una montaña rusa de Disney World. Una expectativa que está lejos de ser una prerrogativa del pop. No me olvido más de esa avioneta escala 1:1 que surcó el largo de la cancha de River para estrellarse detrás de Roger Waters.

Se le puede achacar esa deriva a la cultura del smartphone (y algo de eso hay). ¿Quién no tuvo que bancarse ver un solo guitarra a través de la pantallita del teléfono de otro? Por lo menos los palos selfie ya pasaron de moda. Pero la carrera armamentística de pantallas LED y pirotecnia había comenzado mucho antes que Apple pusiera a la venta el primer Iphone. Con predios cada vez más multitudinarios se volvió una necesidad “llenar” escenarios inmensos con suficiente show para que hasta el último tipo de la popular sur sienta que vivió un espectáculo que califique de experiencia irrepetible. Justificando, de paso, los valores cada vez más inflados de los tickets, acá y en todos lados.

La saga del precio de las entradas es larga y tiene episodios célebres, como la lucha que perdió Pearl Jam a mediados de los noventa contra Ticketmaster por el cobro de service charge. Como en tantas otras áreas del entretenimiento, la industria de los recitales se encuentra hoy altamente “consolidada”, eufemismo que usan los yankis para decir monopolio sin que suene tan feo. En 2010, la firma organizadora de eventos Live Nation se fusionó con Ticketmaster creando un monstruo que controla casi por completo la cadena de servicios que median entre el artista y el público en los Estados Unidos. Desde entonces, no ha parado de crecer, controlando hoy las marcas festivaleras más conocidas a nivel global, como Lollapalloza, Creamfields, Rock in Rio, entre muchas otras. La cosa escaló tanto que, bajo la presión de la patria swiftie defraudada por una preventa que salió mal, el Congreso estadounidense debió montar una audiencia para regañar públicamente a la empresa como hace cada tanto con Facebook o Google.

¿Quién no tuvo que bancarse ver un solo guitarra a través de la pantallita del teléfono de otro? Por lo menos los palos selfie ya pasaron de moda. Pero la carrera armamentística de pantallas LED y pirotecnia había comenzado mucho antes que Apple pusiera a la venta el primer Iphone

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En el Primer Mundo, los precios de las entradas se han disparado por múltiples causas. Entre ellas se cuenta la “integración vertical” patronal arriba descrita y la inflación desencadenada por la pandemia y la guerra de Ucrania, pero también la liberación de una demanda contenida por la cuarentena. Estar encerrados durante meses viendo pantallas puso en valor estar afuera con otros, experimentar eventos únicos y compartidos. El mismo fenómeno parece estar operando en Argentina, donde en un contexto económico marcadamente peor que el de Estados Unidos o Europa, los estadios se siguen llenado para el desconcierto de panelistas. Aunque el pasmo con el que se observa el bull market de los recitales, aparentemente contradictorio con la realidad nacional, rara vez calibra que esas 15.000 personas saltando cada noche en el Movistar Arena representan solo el 0,1% de la población del AMBA en un país cada vez más desigual.

Tampoco es nada nuevo. La tan ansiada primera visita de los Stones en el ‘95 fue respondida con el correspondiente fervor y cinco Monumentales llenos. Antes que terminara la década, volverían con el tour de Bridges to Babylon para llenar cinco más. La mencionada gira “Me Verás Volver” de Soda Stereo se estiró a seis en 2007, hito imbatible aún para un artista local. Un año antes, Arjona se mudó a Buenos Aires para completar sus recordados treinta y cuatro Luna Park, y cinco después, Waters destrozaría todos los récords previos con nueve fechas en el estadio más grande del país.  Los diez shows con que el exmarido de Gwyneth Paltrow y su banda de rock con destino manifiesto de Aspen destronaron finalmente al otrora Pink Floyd en 2022 fueron reconocidos con un raro privilegio, imposible en cualquier otro país del mundo: su propio tipo de cambio. ¿A cuánto cotiza hoy el dólar Coldplay? Depende de si Chris Martin tiene cara chica o cara grande.

El mejor público del mundo no deja a sus artistas favoritos a pata. Todas las plateas conectan a su manera con quienes están arriba del escenario, más no sea moviendo el piecito sin salirse de su metro cuadrado. Acá argentinos y argentinas dejan la piel para probarle su amor. Tanto que, en tiempos políticamente correctos, se ha vuelto una escena de rigor que el cantante pare el show, pida prender las luces y enfríe un poco la cosa. Una actitud sensata, nobleza obliga señalar, en un país donde la música en vivo le ha costado la vida a unos cuantos. Es en defensa de ese título ganado a fuerza de pogo y cantitos de cancha entonados que las swifties argentinas están coordinando una demostración de afecto sin precedentes que incluiría formar con sus celulares la bandera nacional en las bandejas del Monumental y alquilar una pantalla publicitaria en el Obelisco durante los tres días que su ídola esté en Buenos Aires. Un objetivo modesto para un fandom dispuesto a plantarse contra el candidato ultra derechista que entró al ballotage y hacer echo de su mensajes en medios de todo el mundo.

¿A cuánto cotiza hoy el dólar Coldplay? Depende de si Chris Martin tiene cara chica o cara grande

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Debo admitir que lo de Taylor Swift me supera. Mil veces ha pasado que un artista se vuelve masivo y no me gusta su música, pero creo que es la primera vez que se materializa un fenómeno que genera tanta devoción y no puedo entender ni siquiera desde un nivel etnográfico qué es lo que le ven. Me hace sentir viejo, como Homero en el capítulo del Hullabalooza cuando el empleado de la disquería lo manda a revisar la batea de los oldies. No importa. Esa pasión es prueba de que, a pesar de las lágrimas de cocodrilo de los críticos apocalípticos, la música nos sigue movilizando, sea que se escuche en un vinilo sobrevaluado, en una playlist de Spotify o como soundtrack de un bailecito de Tik Tok. La música nos toca, nos conmueve, nos une. Aunque no sea en torno de la causa que vos te importe.

No falta tampoco quienes se rasgan las vestiduras por el pragmatismo de las nuevas cohortes musicales, quienes no solo saltan de un género a otro con olfato comercial, sino que prescinden mayormente del postureo rebelde tan caro a la cultura rockera forjada en los fuegos de la contracultura de los sesenta. Rock y dictadura de Sergio Pujol está cerca de cumplir veinte años, pero la mitología del rock nacional es dura como el mármol y el bronce. El rock fue creado por la CIA para que “el joven, en su natural rebeldía, pudiera expresar su disconformidad con el sistema sin tener que abandonarlo” ni “luchar contra él”, es “una rebeldía felizmente inconducente” escribieron medio en joda medio en serio Capusotto y Saborido bajo la guisa del seudónimo Donovan Timerman en el libro del programa de televisión homónimo. ¿O de qué te pensabas que se reían Pomelo y “Bombita” Rodríguez?

La deriva conservadora de rebeldes de antaño, desde Johnny Rotten a Eric Clapton, pasando por Morrisey y Andrés Calamaro, les da la razón. Tus ídolos otrora pelilargos pasan Año Nuevo tocando en fiestas empresariales de Silicon Valley o sobre yates propiedad de reyes de Medio Oriente a cambio de millones de dólares. El estilo de vida rock star, ese Valhalla de excesos y brillos que supo ser norte de todos aquellos que soñaban con pegarla, no se paga solo. Los magnates del software y el petróleo la ponen felices porque pueden, y porque ellos también conocen el valor de un buen recital. Seguro atesoran fotos oscuras quemadas por el flash y videos todos movidos con sonido de mierda que no van a volver nunca más como souvenir de una experiencia irrepetible. Por lo menos hasta que la banda se vuelva a juntar para la enésima gira de despedida.

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