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25 de agosto 2023

Manuel Esnaola

AQUELLA TARDE EN QUE EL LOLLAPALOOZA BAILÓ CUARTETO

Tiempo de lectura: 6 minutos

UNO

En la noche eterna, sufrir puede ser una patria. Algo más o menos así escribió María Negroni en uno de sus lúcidos ensayos. Y esa noche eterna podría ser hoy, ayer y antes de ayer, la patria cordobesa que, sin aliento, asisitió al gran concierto de la incertidumbre donde la Mona Jiménez, su ídolo máximo e indiscutido, anduvo convaleciente en un hospital por una obstrucción en la carótida. Ante este panorama, brindé inútil consuelo a mi corazón solitario revisando una y otra vez en YouTube aquella performance disruptiva de la Mona en el Lollapallooza del año 2019. Aquí algunas palabras al respecto de aquella tarde en que el país bailó cuarteto.

Muy lejos del mandato estético que propone históricamente el festival Lollapalooza, ahí entra la Mona Jiménez vistiendo un saco rojo, repleto de calaveras bordadas, con brillantes y fantasías, pantalón con rodillas rotas, cadenas de oro excesivamente gruesas adornándole el cuello, anillos que desbordan la capacidad de sus dedos ahora extendidos de cara al público, la mano de la Mona, haciendo su magia, el taladro contra el aire, las muñecas hacia arriba y hacia abajo, arengando a un público que, si pudiéramos verlo en un plano largo, lo ignora, pero que en el plano recortado que plantea el director artístico, lo ovaciona. También pueden verse, en ese recorte, algunas camisetas de Talleres y Belgrano, carteles con el aumentativo cordobés, cuarteteros que sin remera se entregan a su ídolo.

Minutos antes de salir al escenario, en el backstage, la Mona había desconocido totalmente al icónico creador del festival. En un video casero, filmado desde un celular, se puede ver a Jiménez abrazando a Perry Farrel. La escena es más o menos así: “¿Quién eres tú?”, pregunta la Mona, desconcertado, en ese idioma extraño donde el James Brown cordobés se permite jugar afuera de las palabras. “¿Vos cantás?”, continúa. Farrel le dice, en inglés, que es el creador del Lollapalooza y sentencia: “you are amazing” y le pide una foto. Desde atrás alguien traduce: “Es el señor Lollapalooza”. “¡Aaaa!”, cae la Mona, “¡Hola!, entonces lo vamos a llevar a Córdoba” y el remate provoca la risa de todos los presentes. Ahí se produce el primer quiebre que Jiménez hace al código del festival.

Entonces ahí la vemos a la Mona, un tipo de 68 años en ese entonces, envuelto en un atuendo grotesco, meneando la cintura, cantando “Pero mira, mira, mira / que ironía / un hijo ladrón de un padre policía...”

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DOS

Si uno ve los spots que recapitulan cada día de aquel Lollapalooza, editados bajo el formato de trailers efectistas, podrá advertir que los jóvenes están vestidos a la última moda, chicas y chicos con glitter y atuendos estrafalarios, vinchitas que emulan a aquellas que usaban los hippies que iban a escuchar a Hendrix a Woodstock, sombreros de ala ancha, gafas de sol de todos los colores. La escenografía acompaña a este patrón estético y en el predio hay carteles corpóreos que rezan “love” o forman un corazón construido con dos manos, a la manera en que angelito Di María festeja sus goles. También hay esculturas gigantes y coloridas y los poncheos muestran a las personas exageradamente felices, chicas de la mano sonriendo, grupos de amigos abrazados, parejas que se besan. Todo es felicidad en la marca Lollapalooza, la vida transcurre en un impase donde la angustia de la época parece no existir. Miles de jóvenes (no se ven personas adultas mayores en estos trailers) salen de los “Lolla-shops” con ropa nueva, gorras, remeras fucsias o amarillas, tirando besos y sonrisas hacia el ojo atento de la cámara.

La liviandad de las mercancías que se comercializan en el festival, esa felicidad construida a base de edición y montaje, no se condice con la materia prima que fue fundacional de este tipo de encuentros: la música y los artistas como un contrasentido a los signos mercenarios de su tiempo. Entonces ahí la vemos a la Mona, un tipo de 68 años en ese entonces, envuelto en un atuendo grotesco, meneando la cintura, cantando “Pero mira, mira, mira / que ironía / un hijo ladrón de un padre policía / son las cosas que duelen y tiene la vida / la rueda del destino gira que gira”.    

TRES

Hay algo que quedó claro: en la edición de ese año, los organizadores del Lollapalooza buscaron ampliar el espectro circense de su “line-up” (modismo foráneo que usan los Lollapaloozers para decir “grilla” de artistas), rebalsando la esencia estrictamente rockera del festival. No sólo incluyeron a la Mona Jiménez quien, hay que decirlo, al menos en las redes sociales, tuvo un efecto muy positivo, sino también a artistas como Lali Espósito o Cande Tinelli, encarnando a un personaje llamado Lelé que se movía con cierto histrionismo de androide averiado y no se sabía si estaba proponiendo una idea inconclusa o una provocación. Éstos últimos dos casos, muy criticados en el lago de las redes, pusieron el condimento característico de las famosas fiestas bizarren, al menos para el ambiente “rockero” (ambiente que por cierto ya no existe hace años). Se suman a esta propuesta todos los representantes de la pandilla trapera, modo diablo, skere, ah-re y el insondable significante de la época millenial-centennial. 

“¿Quién eres tú?”, pregunta la Mona, desconcertado, en ese idioma extraño donde el James Brown cordobés se permite jugar afuera de las palabras. “¿Vos cantás?”, continúa. Farrel le dice, en inglés, que es el creador del Lollapalooza y sentencia: “you are amazing” y le pide una foto

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CUATRO

La Mona se mueve en el escenario, ecléctico, visiblemente transpirado. Canta: “Quién te escribía a ti versos dime niña quién era / quién te mandaba flores en primavera (…) como siempre y sin tarjeta, sí sí sí / te mandaba un ramito de violetas”. Lejos del ambiente propio de los bailes, el director de cámara es hábil y el enfoque nos muestra a una pequeña multitud haciendo pogo, banderas con el rostro de aquel tipo con cadenas de oro, transpirado, que canta una música desconocida para gran parte del público que queda anulado por el recorte. Cuando la cámara, con timidez, se aleja un poco y engrosa el plano, se pueden ver los intersticios vacíos entre la gente, la pose atónita de las parejas felices y los representantes de la moda luciendo sus vinchitas y trajes estrafalarios, que no comprenden a esa especie de caricatura que desafina, no saben que en esa voz se tensa el dolor de una ciudad de provincia.

El antisistema está ampliamente difundido en el sistema y es vital para su supervivencia. Por eso vuelvo atrás en mis palabras y digo que al fin de cuentas la Mona no quebró demasiado los códigos del festival. La marca utilizó a sus nuevas incorporaciones con esa macabra intención de unificar todo tipo de relato, de hacerlo liviano y comercializable. Pero Jiménez canta cosas que no son fáciles de digerir, dice “soy un muchacho de barrio y aunque pasen los años nunca me olvidaré / que mi escuela fue la calle / que en la vida pierda o gane / yo te lo juro por ésta / que yo nunca cambiaré”. Mientras la moda copa a la multitud, detrás de los sombreros de ala ancha, del glitter y las prendas de plástico amarillo, Carlos Jiménez continúa su declaración “Sí, mi viejo era muy pobre / y no tenía pa´darme de comer / dejé segundo grado / y tuve que salir a trabajar / el marginal me llaman”.

Muy lejos del mandato estético que propone históricamente el festival Lollapalooza, ahí entra la Mona Jiménez vistiendo un saco rojo, repleto de calaveras bordadas, con brillantes y fantasías, pantalón con rodillas rotas, cadenas de oro excesivamente gruesas adornándole el cuello

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Cierro con esto. Como dijera mi amigo el comandante López (…) “Me parece genial que haya estado ahí. Ojalá sirva para que desde otros lugares y también desde otros géneros, se explore el cuarteto. Esas experiencias suelen tener buenos resultados. Encontrar algo profundo, algo sensible, que por el momento está demasiado enmarañado con el chauvinismo provinciano. Y por el organito tunga tunga ese que te taladra la cabeza (pero bien… te la taladra bien).” ¡Chapeau!

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