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11 de septiembre 2021

Pablo Touzon

ACERCA DE TWINS

Tiempo de lectura: 6 minutos

El género de la historia contrafáctica nunca tuvo los papeles en orden, al menos en lo que refiere al juicio de la mayor parte de los historiadores profesionales y referentes serios de las ciencias humanas y sociales. El filósofo inglés Michael Oakeshott la fustigaba así: “Es posible que de haber sido San Pablo capturado y muerto cuando sus amigos le bajaron por la muralla de Damasco, la religión cristiana quizá no se habría convertido nunca en el centro de nuestra civilización. Y por este motivo, la difusión de la cristiandad podría atribuirse a la huida de San Pablo. Pero cuando los acontecimientos se tratan de esta manera, dejan de ser de inmediato acontecimientos históricos. El resultado no es solamente un tipo de historia dudosa y de mala calidad, sino una negación total de la Historia” . Y sino es Historia, ¿qué es? Por lo menos en el caso de “Twins”, la nueva serie que J.J. Abrams dirigió para Amazon Prime, es una ficción grandilocuente, lisérgica y perturbadora. La historia del gran atentado terrorista que nunca se concretó: la destrucción de las torres gemelas de New York y el Pentágono.

El punto de partida es un acontecimiento oscuro, de cierta notoriedad contemporánea pero hoy olvidado por la mayoría: el complot que un grupo de middle classers radicalizados de Medio Oriente, en su mayoría sauditas, estaba organizando para tripular y estrellar aviones contra estos edificios y otros blancos que los mismos proto terroristas confesaron luego de su detención en junio del 2001, como el mismísimo  Capitolio. Luego de una cruza de datos y puesta en común entre la CIA y el FBI, el entrenamiento en simuladores de vuelo de buena parte de este contingente levantó sospechas, y generó el operativo conjunto que llevó a la prisión a estos miembros secretos de la red Al Qaeda, ya responsable de un ataque previo en el World Trade Center, las embajadas americanas en Nairobi y Dar es Salaam y el ataque suicida contra el buque de guerra USS Cole en octubre del año 2000.

El juicio contra “Los 19 de Atta” –Mohammed Atta era el nombre del histriónico egipcio que dirigía la célula, y que se convirtió luego en su portavoz ante los medios que accedieron a hablar con ellos- generó fuertes discusiones legales entre los especialistas: ¿Era crimen algo que aún no había sucedido? Se sostuvo, incluso, que el caso inspiró luego la película basada en el libro de Phillip K. Dick, Minority Report, estrenada en el año 2002 y dirigida por Steven Spielberg, un reconocido defensor del sistema de garantías legales norteamericano. La muerte del jefe de la red, el jeque Osama Bin Laden, casi inmediatamente después, en el marco de un ataque quirúrgico norteamericano en su residencia en Afganistán, amplificó la sensación de encontrarse frente a un caso más de “justicia tejana” al estilo del nuevo presidente.

Era crimen algo que aún no había sucedido? Se sostuvo que el caso inspiró luego la película basada en el libro de Phillip K. Dick, Minority Report, estrenada en el 2002 y dirigida por Spielberg, un reconocido defensor del sistema de garantías legales norteamericano.

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Para la mayoría, sin embargo, el incidente no pasó de ser uno más de aquellos que posmodernidad nos regala cada tanto: los humoristas hicieron chistes –Jay Leno llegó a sostener que Atta y sus compinches hubiesen sido menos daniños a la vida urbana de Nueva York que el real estater Donald Trump- los políticos se indignaron, las autoridades religiosas musulmanas americanas negaron que “todo el Islam sea terrorista” y pronto el “atentado que no fue” fue olvidado por todos. O casi: J.J Abrams y su equipo guionista –Damon Lindelof y Carlton Cuse, los responsables, para bien o para mal, de la mejor serie de su época, Lost– siempre lo retuvieron en sus charlas y conversaciones. Existía, para ellos, algo “descomunal, gigantesco, en esa intención: uno de esos incidentes que podrían literalmente haber cambiado la marcha de la Historia”. Una apuesta a “la nariz de Cleopatra” como motor del cambio histórico por encima de cualquier causa estructural.

En “Twins” eso es precisamente lo que sucede: los aviones se estrellan en coreografía demoniaca en el cielo neoyorkino contra las Torres –y, más lejos, en el Pentágono- y terminan, abruptamente y antes de tiempo, con el sueño de invulnerabilidad norteamericano de la posguerra fría. No es entonces la sistémica, compleja, algo indescifrable  y a todas luces inevitable crisis financiera del 2008 lo que saca a los Estados Unidos de su burbuja de confort y satisfacción: son 19 árabes munidos de cuters. En la ficción de Abrams, los atentados producen el aleteo de millones de mariposas: todo comienza ahí, y la secuencia paralela que se desarrolla transforma su nación y el mundo entero. George Bush Jr –el de la presidencia más insular y “doméstica” que se recuerde en los anales republicanos, quizás entre otras cuestiones por miedo a no poder calzar los zapatos demasiado grandes de su padre statesman– se convierte en un audaz jefe de guerra, el improbable Churchill de una nación vejada. Conscientes de las limitaciones del personaje, los guionistas hacen verosímil el giro convirtiendo a Bush en un príncipe entornado de manera permanente por su corte de neocons y en especial por su Ricardo III, el pérfido vicepresidente Dick Cheney, quienes lo guían en el camino de la “guerra preventiva” –un concepto que también emula, de alguna manera, al cuento de Dick y la película de Spielberg- y una guerra ganada y perdida en Irak contra el viejo espectro de papá, Saddam Hussein.

No es entonces la sistémica, compleja, algo indescifrable y a todas luces inevitable crisis financiera del 2008 lo que saca a los Estados Unidos de su burbuja de confort y satisfacción: son 19 árabes munidos de cuters.

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El ethos del siglo XXI cambia. América tiene miedo, un miedo profundo, y sobreactúa exportando ese pavor al mundo entero. De la agenda del Bush que conocimos –el “conservadurismo compasivo”, la reforma inmigratoria, el eje puesto en los valores y en la nueva y creciente identidad religiosa construida en el mundo cultural republicano, la rebaja masiva y sistemática de impuestos, y, en general, el rechazo a cualquier tipo de idea, en el plano exterior, de Nation Building–  no queda, casi, nada. Este será reemplazado por la idea de un intervencionismo feroz, misionero, una cruzada civilizacional que tiene en el mundo musulmán su Otro radical, su gemelo oscuro. La creciente disputa con China –el casus belli sobre Taiwán, la presión extrema sobre Corea del Norte, el abandono de la cumbre en Pekín y el duro y escenográfico intercambio público del vicepresidente Cheney con Hu Jintao- es reemplazada por un desfile incesante de turbantes y bigotes, de coranes y explosivos. Pierde Fukuyama y gana Huntington. El Fin de la Historia dura 10 años en lugar de 20, y Occidente se fabrica una década perdida.

La creciente disputa con China es reemplazada por un desfile incesante de turbantes y bigotes, de coranes y explosivos. Pierde Fukuyama y gana Huntington. El Fin de la Historia dura 10 años en lugar de 20, y Occidente se fabrica una década perdida.

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Pero lo más perturbador de Twins no es la guerra externa, sino el cambio interno. La “War on Terror” –ese es el frame que engloba toda la nueva causa nacional- lo justifica todo. Estados Unidos edifica en meses un gigantesco Estado de control construido en torno a una nueva ley, la “Patriot Act” y un nuevo departamento de seguridad interno, el de Homeland Security, que barre rápidamente con tradiciones institucionales que habían sobrevivido relativamente indemnes a la larguísima Guerra Fría. Los aeropuertos se convierten en muestrarios de medias, en donde todos los seres humanos están obligados andar descalzos, y la paranoia circundante hace de cada bulto abandonado un recipiente de ántrax. Se construyen centros de reclusión paralelos a la ley americana –al más icónico lo sitúan  en Guantánamo, Cuba- y se le inventa un marco legal a la tortura. La Belle Époque de los años 2000, próspera, derrochona, autosuficiente y conservadora –esos “años ’50 del siglo XXI” en la denominación critica y certera de Stephen King- se agria, radicaliza y deviene macartista. Esa transformación se personifica cabalmente en la personalidad de Bush hijo: del presidente tarambana, “Línea Aire y Sol”, algo ignorante pero básicamente querible, que Estados Unidos reeligió contra Hillary Clinton, a empapelar con su cara las manifestaciones antiamericanas en el mundo. En este contexto, claro está, Bush tampoco necesita pedirle a Colin Powell que lo acompañe como candidato a vicepresidente en el 2004, quien también y fruto del “triunfo halcón” en el seno del gobierno pierde su oportunidad histórica y nunca llega a convertirse en el “Eisenhower negro” que conocimos.

A pesar de todas estas virtudes, Abrams, Lindelof y Cuse parecen tener, como en el caso de Lost, algún problema con los finales. La inclusión del presidente negro y middle name árabe –Barack Hussein Obama- funciona como una suerte de sucedáneo cool y demócrata del mismo Powell; un poco forzado tal vez, pero con Denzel Washington interpretando de alguna manera todo parece funcionar. El “chiste” del Presidente Trump, interpretado por el mismo –Donald Trump sostuvo en varias entrevistas que interpretar su propio rol fue de las cosas mas estimulantes que le había tocado hacer- está definidamente más cerca del derrape. ¿Un homenaje al Biff Tannen del “Volver al Futuro” de Robert Zemeckis, como se especuló? Tal vez, pero una derivación circense un poco innecesaria. Con la distopia anterior ya bastaba y sobraba.

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