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26 de abril 2017

Agustín Mango

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Tiempo de lectura: 4 minutos

En las últimas semanas, el ámbito del cine argentino se sacudió en un estruendo de protestas, escenas mediáticas, acusaciones al voleo, y denuncias institucionales que retumbaron en redes sociales, medios y comunicados oficiales. El detonante del conflicto entre el Ministerio de Cultura y la comunidad del cine local fue el despido del presidente del INCAA Alejandro Cacetta, luego de un informe de Animales sueltos sobre hechos de corrupción en el organismo, presentado por Edu Feinmann in full character, y plagado de errores, una opereta tan evidente en sus formas retro que hasta tenía un atractivo nostálgico a la Goodbye Lenin.

En el medio de todo esto, arrancó la edición 19 del Bafici. Las discusiones con respecto al qué y el cómo del cine argentino se están dando más en los pasillos, los cafés, las asambleas, los comunicados y los despachos, que en las películas. El debate no es nuevo: el cine independiente ha sido acusado, con más y menos razón (y hoy más todavía), de aprovecharse del dinero público para películas caprichosas (o puros negociados) que no le interesan a nadie. También, mucha gente lo ve todavía como una actividad elitista para un público ídem. El lugar común de la acusación reclama que se trata de productos de una mirada de clase alta –condescendiente o porno-miserable– sobre problemáticas de clase baja, diseñados para el consumo europeo y su gusto por lo exótico latinoamericano en paquete fino. O su versión más endogámica: películas formalistas sobre chicos ricos para chicos ricos.

Las discusiones con respecto al qué y el cómo del cine argentino se están dando más en los pasillos, los cafés, las asambleas, los comunicados y los despachos, que en las películas

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Graduado de la Universidad del Cine (FUC), Iván Granovsky es productor de cine e hijo del reconocido periodista de Página/12. Su primer largometraje como director, Los territorios, tuvo su estreno mundial en el Festival de Rotterdam y ahora es parte de la Competencia Argentina del Bafici. Es una película que juega con muchos de esos elementos tan defenestrados por el prejuicio sobre el cine independiente argentino, sus modos de producción, y su razón misma de ser. Y lo hace, justamente, poniendo muchos de ellos en escena de manera honesta: en primer plano y en primera persona. Y con humor, un recurso que ya usaron películas como UPA (Una película argentina), o El escarabajo de oro para reírse un poco del sistema y sus vicios.

Diario íntimo de un productor independiente en busca de su propia independencia, Los territorios también es una ficción sobre el hijo de un destacado periodista que intenta abrirse su propio camino a la sombra de su padre, una comedia de aventuras geopolíticas íntimas, y un egotrip protagonizado por un joven judío de clase media alta llamado Iván Granovsky, que intenta hacer películas sobre un mundo en conflicto y, al mismo tiempo, resolver los suyos para estar a la altura de su apellido, de sus expectativas y de sus deseos.

el cine independiente ha sido acusado, con más y menos razón (y hoy más todavía), de aprovecharse del dinero público para películas caprichosas (o puros negociados) que no le interesan a nadie

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Granovsky, el personaje, creció con los problemas del mundo adentro de su casa a través de libros, revistas, atlas y otros insumos del periodismo global de su padre. Consume conflictos internacionales como otros consumen series de Netflix, y su memoria prodigiosa puede mencionar cualquier capital del mundo o identificar a cualquier productor de cine, algo que lo ayuda a aparentar más de lo que es (o de lo que él siente que es). Nos lo cuenta un Granovsky-narrador, a través de una voz en off –de tono un tanto monocorde– que lo expone como una persona ambiciosa e insegura, un productor que quiere devenir Director con Mayúsculas. Salir a las fronteras convulsionadas del mundo vestido de corresponsal de guerra para, de algún modo, probarse a sí mismo: el coming of age de un joven productor politizado.

Así, Granovsky hace turismo periodístico de conflictos actuales: viaja de una Santiago revolucionada por manifestaciones estudiantiles a una París todavía de luto por el atentado en Charlie Hebdo; del Brasil que destituyó a Dilma a la crisis económica portuguesa en Coimbra; de entrevistar a etarras en el País Vasco a entrevistar al Pocho Lavezzi en Mónaco para conseguir unos euros que le permitan seguir viajando, y dejar de reventar la tarjeta de su madre, que le envía mails cada vez más preocupados mirando los consumos de su “gordito”. Su padre, casi un segundo protagonista de la película, está siempre presente: en mails, en ayudas, en contactos, en relatos. Los encuentros con él son los únicos en donde la voz en off de Granovsky hijo-narrador pasa a un segundo plano, porque ese es otro territorio de conflicto: padres e hijos.

Granovsky, el personaje, creció con los problemas del mundo adentro de su casa a través de libros, revistas, atlas y otros insumos del periodismo global de su padre

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Granovsky, el director, no oculta el backstage de la producción de la película del Granovsky personaje, sus motivaciones más bien egocéntricas, las fuentes de dinero, o las peleas con su amigo productor por despilfarros e ideas imposibles (ir a Kazakstán, o entrevistar a Yanis Varoufakis). Tampoco le tiene miedo a la auto-parodia, ni a la honestidad brutal de revelar las mezquindades de su persona-personaje o los amores platónicos que lo invaden con cada chica (periodistas, politólogas) que va conociendo en sus destinos político-sentimentales. O incluso darse un baño en el Mar Muerto después de recorrer las fronteras imposibles entre Israel y Palestina, la zona de guerra más “familiar” a su entorno y su vida de joven porteño de izquierda educado en el anti-sionismo.

En ese juego de documental ficcionalizado, o ficción documental en forma de atlas viajero, se suceden las aventuras del Iván personaje, que intenta erigirse en ciudadano activo y autónomo del mundo y sus guerras contemporáneas (Medio Oriente, los refugiados sirios, la Grecia del ajuste), ampliando su campo de batalla a la vez que buscando su propio frente de conflicto. Una frontera personal y política donde, si todo sale bien, podrá devenir un digno portador del apellido de su padre (o superarlo, porque el Granovsky padre, de hecho, nunca pisó una guerra) y crecer hasta ocupar esa profesión tan vilipendiada como los territorios que visita: ser director de cine.

Tampoco le tiene miedo a la auto-parodia, ni a la honestidad brutal de revelar las mezquindades de su persona-personaje

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