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06 de julio 2021

Ernesto Semán

SANSCOULOTTES DE LA PERIFERIA

Tiempo de lectura: 9 minutos

(Fragmento del capítulo 4, “Democracia de arrabal”, de “Breve historia del antipopulismo. los intentos por domesticar a la argentina plebeya, de 1810 a macri”, publicado por Siglo XXI.)

El descontento era la fuerza motriz del suburbio, pero ese reflejo jacobino no siempre venía de la ciudad. Ahí aparece entonces otro elemento distintivo del antipopulismo temprano: las críticas a las secreciones extremistas de la política de masas se extienden más allá de la ciudad y de los suburbios porteños y bonaerense, para encontrar a estos personajes recalcitrantes en otros confines.

En Cuyo, por ejemplo, los hermanos Cantoni en San Juan y José Néstor Lencinas en Mendoza son la cara visible del populismo del interior en las primeras tres décadas del siglo XX. No es casual que estos caudillos fueran descriptos por sus críticos como gauchos: en el caso de Federico Cantoni, como una virtud resaltada por los propios, la de un hombre generoso y del pueblo. En el de Lencinas, “el primer gobernador populista” de la Argentina según la narrativa conservadora, como una denuncia a su origen del interior bastardo de la provincia. Un recorrido común a ambos es el de sus comienzos dentro del radicalismo, su enfrentamiento con camarillas políticas y económicas locales y la fractura posterior con la UCR para conformar versiones provinciales más radicalizadas.

Lencinas gobernó unos pocos meses en 1905 luego de la revolución armada de la UCR contra el régimen, un comienzo que marcó a fuego su relación con las élites locales (y que lo enfrentó a quienes defendían los cuarteles, comandados por el teniente Basilio Pertiné, quien sería el abuelo de Inés Pertiné, esposa del radical Fernando de la Rúa, una casualidad que también es expresiva de los círculos estrechísimos en los que se desarrolla en el tiempo el poder de las élites). Lencinas volvió al gobierno en 1918, luego de que Yrigoyen interviniera la provincia para empujar el final del orden conservador, pero al poco tiempo rompió con la UCR. El lencinismo fue revulsivo para las élites: mientras desde el gobierno creaba la Secretaría de Trabajo y el salario mínimo, Lencinas construía un personaje alrededor de gestos que traían al presente la experiencia caudillista, desde la distribución de ropa hasta las visitas a los barrios humildes. Del lencinismo, el peronismo tomó prestado nada menos que las alpargatas como símbolo del mundo popular. Su enfrentamiento con la Compañía Vitivinícola que nucleaba a los productores mendocinos (y que, como muchas élites del interior, promovía el fin del laissez faire y una mayor intervención pública para mantener alto el precio de la uva) derivó en un conflicto judicial y una posterior intervención federal de Yrigoyen, esta vez contra Lencinas, quien murió en 1920. De ese período queda el soneto de la campaña conservadora en apoyo al ex gobernador Emilio Civit, “el Roca mendocino”, para las elecciones de 1917, donde asoma la mirada decadentista ante el fenómeno caudillista:

Cuando Civit gobernaba, se comía y se cenaba / Luego vio Rufinito, y se comía un poquito / Gobierno de Pancho Álvarez, flor de azucena, no se come ni se cena / Y si gobierna Lencinas, no habrá fuego en la cocina.

Lencinas construía un personaje alrededor de gestos que traían al presente la experiencia caudillista, desde la distribución de ropa hasta las visitas a los barrios humildes. Del lencinismo, el peronismo tomó prestado nada menos que las alpargatas como símbolo del mundo popular

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Cantoni es el ejemplo del populismo jacobino. La defensa de su poder personal y las diferencias con Yrigoyen lo llevaron a romper con la UCR nacional para formar la UCR Bloquista, una versión intransigente de la política de la plebe. No es en la ciudad porteña ni con Yrigoyen, sino en San Juan, donde surge el fantasma de un populismo radicalizado en medio de una sociedad presuntamente retrógrada como la de esa provincia, controlada por los impulsos fuertes pero no dominantes de la oligarquía bodeguera. Desde los confines de la patria, el bloquismo avanza con un programa de reformas nunca visto hasta entonces en la Argentina. Desde el salario mínimo hasta el voto femenino a nivel provincial y desde la prominencia de los sindicatos emergentes hasta la confrontación con los grupos dominantes mucho más allá de la retórica (es decir, en materia impositiva), el bloquismo es revulsivo, intransigente. La violencia es la que extrema el conflicto político. Los hermanos Cantoni sobreviven a media docena de atentados, Federico es encarcelado como conspirador en el asesinato del gobernador de facto Amable Jones. Durante los años veinte, enviados federales y fuerzas de seguridad se enfrentan periódicamente con los bloquistas, descriptos como “hordas” y “muchedumbres”, sobre todo por los radicales, no solo los de Marcelo T. de Alvear. Cuestionado en su legitimidad, el radicalismo dirigía hacia el caudillo sanjuanino las acusaciones de las que era objeto en la nación.

El discurso que forja el bloquismo alrededor de su programa de gobierno es elocuente, expresivo de esta nueva identidad política intratable. El eslogan del periódico bloquista La Reforma, que aparece entre 1924 y 1949, no deja dudas ni espacios intermedios:

Oderint dum metuant”: Que me odien con tal de que me teman

Jacobinos de provincia, sans-culottes de la periferia. El lema parece pensado para que Ricardo Piglia y la teoría literaria finisecular redescubran la relación entre cultura y nación. En la tierra de Sarmiento, los Cantoni elijen el salvajismo, desmontan sus mandamientos sin criticarlo frontalmente. Pero si Sarmiento condena a los bárbaros con una frase en francés, mal citada y antojadizamente traducida, los hombres del bloquismo deciden abrazar la barbarie con una frase en latín, pero rememorando el poder tiránico de Calígula (que a su vez citaba en esos versos a Lucio Accio). Cantoni anunciaba en los años veinte que había llegado el tiempo de “la chusma de alpargatas, sudorosa y maloliente”. Desde un rincón remoto pegado a la cordillera, invocaba las peores fantasías de las élites. Introducía así una innovación que será propia de los movimientos populistas, y reivindicaba la acusación para transformarla en virtud.

Durante los años veinte, enviados federales y fuerzas de seguridad se enfrentan periódicamente con los bloquistas, descriptos como “hordas” y “muchedumbres”, sobre todo por los radicales, no solo los de Marcelo T. de Alvear

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La confrontación de las élites locales con los fenómenos caudillistas del interior es el microcosmos de una elaboración ideológica mayor. En ese espacio limitado, el populismo queda reducido a una relación antagónica de un “nosotros versus ellos”, en una identidad irreductiblemente confrontativa que grupos liberales y conservadores van a señalar como un obstáculo para la democracia y que, en el siglo XXI, muchos van a asumir como presunto mérito de los gobiernos populistas. Pero el reduccionismo de la denuncia, como vemos, deja afuera una experiencia argentina y latinoamericana mucho más vasta, en la que los populismos fueron justamente lo contrario: movimientos pluriclasistas que buscaron formas de congeniar (demasiado en muchos casos) intereses económicos y tradiciones políticas diversas. Las negociaciones de Yrigoyen con las élites políticas y oligarquías locales, la represión aguerrida contra el sindicalismo que ocurre bajo el radicalismo entre 1916 y 1930 son elementos que anticipan un rasgo distintivo del populismo, que es su marcada ambivalencia frente al conflicto social.

La idea de que el populismo es una tradición política solamente antagonista es, en verdad, el principio fundante del antipopulismo.

Los cambios en la economía argentina durante los gobiernos radicales, ya sea los de Yrigoyen o el de Alvear, están lejos de marcar una ruptura drástica con la prosperidad del régimen anterior. Entre 1918 y 1929, el PBI crece a un 3,9% anual promedio, debajo del 6% del período de gloria, pero muy por arriba de la enorme mayoría de los países, incluidos los Estados Unidos. Más importante aún, también sube el PBI per cápita, apenas por debajo del norteamericano. La Primera Guerra Mundial y el lugar preponderante de la economía norteamericana en el mundo cambian las reglas de juego, pero no alteran esa bonanza. Aun en pleno gobierno de la barbarie, la Argentina seguía produciendo a la par de Canadá o Australia, aquellos mitos comparativos que volverán una y otra vez a la narrativa antipopulista.

Con la Ley Saenz Peña, la expansión del voto y la llegada del radicalismo al poder, el espectro del compadrito aparecía como una figura monstruosa. Los análisis sociológicos lo pensaban como el producto del roce entre la ciudad y el suburbio, y el portador de la violencia que el gaucho había desplegado en el siglo anterior.
Frank Vega, en Hernán Vanoli, “Querido Monstruo”. Revista Crisis, 20 de enero de 2017.

El verdadero cambio se da en la cuestión social y el bienestar de las mayorías. Un único dato resume el impacto de la nueva democracia de masas: en 1929, el crecimiento del salario real era mucho más alto que el crecimiento económico, y era más del doble que el de 1918. Si parte de ese crecimiento era una recuperación de lo perdido durante la guerra, la otra parte era el producto del recetario de la política de masas, en la que el incremento del gasto público para estimular la demanda interna impulsada por el radicalismo se conjugaba con una batería de derechos sociales y garantías para los trabajadores impulsada por los socialistas, incluidas la jornada laboral de ocho horas, la reglamentación del trabajo de mujeres y la obligación de pagar los sueldos en dinero para evitar la sujeción de los trabajadores, típica de muchas empresas en el interior, a través del pago por créditos que solo podían canjear en las proveedurías. Aquellas ideas que Joaquín V. González había promovido a principios de siglo ahora tenían respaldo político. Saavedra Lamas, el dandy joven del viejo orden, trabajaba agitadamente en la agenda social del nuevo régimen, y representaba al país en los novedosos ámbitos internacionales en los que se discutía la cuestión laboral.

la pátina pesimista de Arlt impedía ver que, en América Latina, la construcción de una conciencia de clase podía tener poco que ver con Marx

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La crisis derivada del crash de la economía norteamericana en 1929 no dejó nada en pie. En la Argentina, el colapso amalgamó a una extensa variedad de grupos disconformes con la política radical mucho antes y por muchas otras razones que el propio colapso. La crisis alimentó las narrativas (algunas fundadas, muchas no) sobre el desgobierno radical, las limitaciones personales de Yrigoyen, los negociados, la traición a la patria, un conjunto informe de pedazos de argumentos distintos que confluyeron en un justificativo común para atentar contra el orden institucional por primera vez desde 1853. El golpe de 1930, preanunciando una dinámica que se repetiría más de una vez en el futuro hasta nuestro presente, alimentó coaliciones improbables bajo el común denominador del rechazo a las malformaciones que el populismo había producido en la política democrática.

A partir de la primera década del siglo, la cultura fue el espacio fértil para la producción inédita de esa Argentina. Las élites, que habían cimentado su identidad en la ambición cosmopolita asociada el comercio con Inglaterra y el gusto por la literatura francesa, estaban mal equipadas para liderar las demandas nacionales de los nuevos. No es que faltaran esfuerzos por reencontrarse con la tradición telúrica. El gaucho se había extinguido, y podía ser un medio inocuo para estetizar cierta idea de pueblo, algo que Leopoldo Lugones entendió mejor que nadie cuando propuso en los años veinte que Martín Fierro –ese gaucho indisciplinado y rebelde– fuera el emblema de la nación. Y fueron las élites azucareras de Tucumán las que iban a invertir recursos simbólicos y económicos en la invención de una tradición folclórica nacional. Era otra forma de lo que Juan José Sebreli llamaría “populismo oligárquico” como una forma distinta (y ciertamente fallida) de integrar las masas a la política (Sebreli escribía sobre este período en diciembre de 2001: las reverberaciones de aquellos fracasos varios se hacían evidentes). Borges hará lo propio con el relato romántico del gaucho y con el compadrito, esa forma de populismo que, como sugiere Juan José Saer, “se ejerce, paradójicamente, a espaldas del pueblo, y en cierto sentido contra el pueblo, en la medida en que las clases populares, privadas del uso de la palabra, son transformadas en imagen rentable ante las clases cultas”.

Las élites, que habían cimentado su identidad en la ambición cosmopolita asociada el comercio con Inglaterra y el gusto por la literatura francesa, estaban mal equipadas para liderar las demandas nacionales de los nuevos

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La asimilación de las masas inmigrantes y la contención relativa de las tendencias más radicalizadas del sindicalismo anarquista y comunista alimentaron la esperanza en la convivencia de clase y la negociación, aun durante la famosa década infame. Las élites creyeron religiosamente en que los sectores populares estaban siempre dispuestos a ser controlados. Tanto creyeron en eso que cuando un coronel del ejército, Juan Domingo Perón, les propuso una forma de contenerlo, lo despacharon por charlatán. Pero la cultura de masas se estaba consolidando en otro lado, de espaldas y en contra de la experiencia elitista. Es, sustancialmente, una cultura de clase, visible en el tango y los sainetes y la radio y, a su debido tiempo, el cine. Y si bien mucha de esa producción reproducía ideas conformistas y escapistas, también generaba algunas versiones de la identidad nacional que acentuaban la división de clases. Ya sea desde abajo o desde arriba, los símbolos y sujetos asociados a la identidad nacional eran expresiones culturales de los pobres. Roberto Arlt decía en 1919 que el 90% de los trabajadores argentinos no sabía quién era Marx, pero sí Rodolfo Valentino. Sin embargo, la pátina pesimista de Arlt impedía ver que, en América Latina, la construcción de una conciencia de clase podía tener poco que ver con Marx. Esos mismos obreros que consumían productos de Hollywood también disfrutaban de alguien como Dante Linyera, tanguero y poeta que miraba con cierto escepticismo las ilusiones conciliadoras: “en cada barrio hay una sociedad de fomento para los ricos y una comisaría para los pobres”. Ese reparto no podía terminar bien.

Con el compadrito como depositario tanto de un rencor de clase como de un desprecio iluminista, los años posteriores a la Ley Sáenz Peña y los del gobierno radical realzaron una realidad que se convirtió en el sustrato hondo del imaginario antipopulista romántico: el único momento de toda la historia en el que la Argentina no estuvo dividida fue durante el orden conservador que va desde 1880 hasta 1916. En ese período dorado, las masas en su versión proteica fueron excluidas de la polis y los grupos en el poder, élites u oligarquías, encontraron formas duraderas de legitimar esa exclusión. Antes del orden conservador, cuando el país apenas existía, las élites liberales por un lado y las multitudes federales con sus caudillos por el otro vivieron en dos naciones distintas, en una guerra en la que la existencia de una dependía de la aniquilación de la otra. Después del orden conservador, el monstruo estaba adentro y la concordia con la multitud y con sus representantes se hizo al mismo tiempo obligada e imposible.La Argentina dividida del 45 en verdad toma formas definitivas en la cultura política de los años veinte.

Las élites, que nunca pensaron el país sin las masas adentro, jamás aprendieron a imaginarse junto a ellas.

Federico Cantoni

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