
No recuerdo donde, creo que en Ñ, leí hace muchos años que un signo unívoco del lento pero seguro proceso de cambio cultural que atraviesan los Estados Unidos es una recientemente desarrollada preferencia por los culos. A fuerza de nuevos pasos de baile, el ascenso del hip-hop y las películas de Rápido y Furioso, la all-american y sana pasión por un buen par de tetas, que alcanzó su pico quizás con las recordadas secuencias en cámara lenta de Baywatch durante los noventas, fue cediendo terreno ante las tapas de revistas y los primeros planos de traseros. La consternación de los senadores republicanos algo de fundamento tiene.
Cada vez que se discute este percibido cambio cultural es común ver citas de autoridad de sociólogos y geógrafos, quienes señalan la cambiante composición demográfica del país. Desde los cincuentas, afirman, la proporción de las personas blancas en la población ha ido disminuyendo y, de no mediar una sorpresa, lo seguirá haciendo. Hacia 2045, la participación de los blancos anglosajones en el censo nacional bajaría por debajo del 50%, lo que los convertiría en una “minoría” frente a la suma de todas las otras minorías. Primera entre ellas lo que ellos llaman “hispanos”, quienes a lo largo de la siguiente década pasarían a representar más del 20% de los norteamericanos.
Claro que, mal que les pese a algunos, la cultura no se reduce a la etnia. Es un público amplio y heterogéneo en todos los sentidos el que dinamiza las nuevas tendencias, sea la preferencia por los culos, o las ventas de música latina y el rap desbancando a las del rock. Es por eso mismo que la omnímoda Disney se siente segura cambiando los cuentos de hadas europeos por la Noche de los Muertos o los mitos polinesios sobre la creación. Sí, estas decisiones creativas son tomadas con un ojo en el creciente y dinámico mercado cultural global, pero no se iría para adelante con ellas si las mismas pusieran en riesgo la dominación en el flanco local que, por ahora, sigue representando la mayor tajada del negocio.
Más acá, en los albores de la semiología latinoamericana, los dibujos animados de la empresa del tío Walt fueron consagrados como uno de los “caballos de Troya” más peligrosos del imperialismo yanki gracias a best-sellers como Para leer al pato Donald. Comunicación de masas y colonialismo de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. El lugar asegurado de este diagnóstico en cierto sentido común compartido por izquierda y por derecha habla de los aciertos del análisis, haciendo del Ratón Mickey uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis del capitalismo foráneo junto con Ronald McDonald, un tipo cantando en inglés y una botella de Coca-Cola. Pero también lo hace de la potencia y permanencia de los objetos que analiza. Llevar a una hija o un hijo a ver una de Disney es un ritual compartido ya por cuatro generaciones de argentinos.
Quienes crecimos durante los noventas quizás somos quien más fuerte sentimos tal influjo. A la salida de cine obligada en vacaciones de invierno, a los VHS de Gativideo y a los muñequitos de la Cajita Feliz se sumó ese Shangri-La soñado que era el viaje a Disney World, ahora al alcance de algunos entre nosotros. Ya escribí en otro lado sobre el impacto que tuvieron las películas de princesas sobre mi generación, especialmente las nenas de clase media que crecerían para formar la vanguardia del movimiento feminista que conquistó el derecho al IVE. Y, sin embargo, estos productos culturales y su potente efecto en nosotros continúa siendo un tema que elude a la agenda de investigación vernácula. Como descubrieron en carne propia investigadores como la Dra. Alejandra Martínez, estos fenómenos sociales no son considerados como una inversión digna de “la plata de nuestros impuestos”.
Para complicar más las cosas, nuevas viejas preocupaciones reorientan la brújula crítica ante el consumo cultural, que ya no solo obedece solo al clásico eje “nacional y popular” versus “masivo e importado”. Lecturas atentas al género y al medio ambiente tensan también las ficciones, en un espectro que va desde las princesas modelo 2020, autónomas y ya sin príncipe, a las chicas cuyo perreo encuadra el plano de un video de L-Gante con 67 millones de vistas. Del multiétnico elenco de las películas de Marvel a los protagonistas con “rasgos europeos” que habitan la villa ficticia de Polka.
La globalización desatada por la revolución de las tecnologías de la información y aceitada por los consensos internacionales pactados tras la caída del muro redibujan el mapa simbólico, siendo difícil incluso saber dónde empieza y termina lo local, lo nuestro. Rompan todo y su relato Santaolallacéntrico ya corría un poco el telón de cómo el “rock latino” como tal nace en los estudios de grabación de Los Ángeles y en los pasillos de MTV Latinoamérica, con sede en Miami. El sonido latino del siglo XXI, el reggaetón, fue forjado en la distancia que separa al Estado Libre Asociado de Puerto Rico y los barrios predominantemente centroamericanos de New York, entre el gesto rebelde y la publicidad de Pepsi.
Hoy en Latinoamérica, ese espacio simbólico y geográfico creado ex nihilo por los españoles invasores que pergeñaron la Conquista, pulsan en nuestra identidad cultural compartida tanto o más fuerte Goku u Homero Simpson que el último astro de la pelota. Muy pocos productos culturales masivos creados debajo del río Bravo gozan de una apropiación tan amplia en todo el subcontinente. Para desagrado de la intelectualidad de izquierdas mexicana, quizás solo puedan arrogarse esos laureles los programas de Roberto “Chespirito” Gómez Bolaños, como El Chavo del 8 o El Chapulín Colorado, con su humor sencillo, personajes entrañables, bajada algo conservadora y repeticiones ininterrumpidas desde hace décadas. Don Ramón, el verdadero germen de Nuestramerica.
Rompan todo y su relato Santaolallacéntrico ya corría un poco el telón de cómo el “rock latino” como tal nace en los estudios de grabación de Los Ángeles y en los pasillos de MTV Latinoamérica, con sede en Miami
Este es el contexto en que circulan los films animados contemporáneos de Disney, ahora preocupadas por la correcta representation de personajes con trasfondos étnica y culturalmente diversos. De la piel de porcelana de la Bella Durmiente y la Sirenita pasamos al protagónico de una chica negra en el New Orleans segregado de principio del mil novecientos. Una nueva política cultural que, por cierto, el público parece haber recibido con los brazos abiertos. En Argentina, estas películas terminan rutinariamente entre las más vistas del año. Coco, la aventura espectral de Pixar ambientada en el Día de los Muertos, se convirtió en su estreno en la película más taquillera de la historia de las salas mexicanas. Aunque claro, las princesas escandinavas todavía retienen parte de sus encantos ¿Qué disfraz te pidió tu hija? ¿El de la protagonista morocha o el de Elsa de Frozen?
Si bien no han faltado las denuncias de apropiación cultural, narrativamente las nuevas y “exóticas” películas animadas de Disney responden a problemáticas bien propias. A la experiencia de los jóvenes latinxs norteamericanos, los primera y segunda generación que hablan inglés pero entienden el español de sus mayores. Hijos y nietos de inmigrantes que deben sortear entre, dos mundos, dos culturas diferentes: la que traen a cuestas sus padres y abuelos y la del país en que nacieron y crecieron.
Tanto en la citada Coco, coescrita y codirigida por el mexican-american Adrian Molina, como en la reciente Encanto, con guión coescrito por la hija de cubanos Charise Castro Smith y aportes creativos del “nuyorican” Lin-Manuel Miranda, el nudo central de la historia pasa por el enfrentamiento entre los jóvenes, con sus sueños y ambiciones individuales, y las familias a la que aman, pero que no los entienden. En ambos casos, además, dirigidas por severas figuras matriarcales, abuelas de telenovela que saben escribir el destino de su prole con la justa administración de la zanahoria del calor de los abrazos y el palo de la culpa filial.

El deseo de Miguel por hacer música y su desafío al mandato familiar que lo prohíbe podría no parecer muy diferente a la ruptura del imperativo paterno con la que todas las princesas noventeras iniciaban la aventura. Pero mientras que para Ariel y Bella esa familia en la mínima expresión de un padre solo era un obstáculo a superar para buscar un mundo más grande (y, eventualmente, también, el amor romántico de una pareja cis hetero), en Coco la familia es tanto el problema como la solución. Al final del arco iris no hay un príncipe rico y un castillo, sino un regreso a la casa familiar, ahora con la bendición de la abuela para poder tocar la guitarra.
En Encanto, este conflicto queda aún más desnudo al prescindir el relato incluso de un villano. Ambientando en una Colombia a puro “realismo mágico” y de período histórico impreciso (aunque con claras alusiones a la violencia política que marcó el siglo XX en ese país), la cintacuenta la historia de los Madrigal, quienes tras ser forzosamente desplazados fueron bendecidos con una vela mágica que les otorga poderes a los diferentes miembros de la familia. Pero la protagonista Mirabel no recibió un “don”, lo que la hace dudar acerca de su identidad.
En Moana, otra reciente producción de Disney, la princesa maorí resuelve el mal que amenaza con destruir su isla desafiando las reglas impuestas por su padre y líder tribal, encontrando la respuesta en el acto de dar rienda suelta a su deseo por navegar por los mares. La solución al problema de la comunidad estaba, entonces, en la iniciativa individual. En el caso de Maribel, la respuesta es todo lo contrario. Solo en la reconstrucción tras la crisis familiar, en el llanto y abrazo reparador con la abuela, puede encontrar ella su lugar en el mundo.
En Coco la familia es tanto el problema como la solución. Al final del arco iris no hay un príncipe rico y un castillo, sino un regreso a la casa familiar, ahora con la bendición de la abuela para poder tocar la guitarra
La solución a los problemas de la comunidad de Encanto siempre estuvo dentro de la misma comunidad y, en todo caso, en encontrar como hizo antes Miguel una manera de balancear el deseo propio con el mandato familiar. Si, los Madrigal son todos extraordinarios e individuales, pero solo en el conjunto sus poderes cobran sentido. Incluso los de Mirabel, cuyo rasgo excepcional de ser la diferente entre los diferentes, solo cobra sentido en el contexto de su familia extendida, de un techo grande.
Lo interesante es que, en su especificidad, estos nuevos relatos de Disney creados con el aporte creativo de “latinxs”, asian-americans y otros hijos de inmigrantes no solo dirimen los debates culturales vigentes al interior de los Estados Unidos, negociando un nuevo contenido al significante vacío del american dream. Sino que también hablan un poco de la experiencia propia al espectador latinoamericano en un mercado cultural global, tensionado aunque no se dé cuenta entre los “valores” autóctonos que se inculcan en la escuela y la sobremesa, y la “cosmovisión” norteamericana o japonesa que necesariamente se filtran a través de años de consumo de sitcoms y juegos de PlayStation
De la pequeña casita en la pradera llena de hijos rubios de los Ingalls con la que soñaba mi madre frente al televisor; pasando por la independencia de los amigos solteros, profesionales y neoyokinos de Friends o Seinfeld, que ven a los padres solo para las fiestas; hasta llegar a la gran familia pistera pluriétnica de Toretto y Letty, que termina cada película comiendo asado y rezando sobre los platos ¿Cuál es tu foto del “…y vivieron felices para siempre”?
