
El excepcionalismo argentino es un narcisismo. Y si bien es obvio que la política local se explica por lo que pasa aquí mismo, no hay que bajarle el precio al espíritu del tiempo general con el que vivimos entrelazados. Por eso es tan interesante pensar lo que podemos denominar como la “reacción contemporánea” (que no es exclusivamente conservadora), como un gran fenómeno de superficie que emerge de grandes transformaciones de la opinión en un marco de agotamiento nacional general (lo económico, lo político, lo cultural), pero en sintonía con una música general que suena en el mundo, en la era de la disrupción tecnológica que pone su granito de arena. Es un fenómeno interesante por lo que lo une y lo diferencia de otros similares en el espacio público exterior argentino.
La ira no es nueva para nosotros. Ocupa un lugar tan central en la cultura occidental que la primera frase de la tradición europea, en la Ilíada, dice así: “la ira canta, oh diosa”. Pero hoy el mundo vive un momento particular de grandes iras públicas. Tsunamis contra el establishment, el orden establecido y la sociedad como la conocemos que aceleraron con fuerza luego de la crisis del 2008 (podemos encontrar resistencias dispersas por izquierda y derecha desde antes) en Europa y Estados Unidos pero que también tuvieron su capítulo en la llamada “primavera árabe” del norte de África en 2010 con sus efectos respectivos en América Latina. Pero, aunque tienen de enemigo al establishment, no siempre se reacciona a lo mismo. Trump, Bolsonaro, Abascal, Kast, Orbán, Milei y tantos otros tienen múltiples elementos comunes. Hasta mimesis. De los líderes políticos a los referentes de opinión de las redes sociales. Diferencia y repetición.
La ira no es nueva para nosotros. Ocupa un lugar tan central en la cultura occidental que la primera frase de la tradición europea, en la Ilíada, dice así: “la ira canta, oh diosa”. Pero hoy el mundo vive un momento particular de grandes iras públicas
Vivimos en sociedades insatisfechas que reaccionan a los sistemas de partidos y a los modos en los que somos gobernados, y se cuestiona la autoridad en general. Un tiempo en que personas comunes se sienten alienadas de las grandes instituciones de la vida moderna: el gobierno, los medios de comunicación y en algunos lugares también las universidades. Pasamos de la sociedad industrial fordista, donde uno podía elegir el auto que quisiera siempre y cuando uno quisiera un Ford negro, a un modelo que podríamos definir como más on demand. Esta tendencia y sus consecuencias pueden percibirse en lo productivo, pero también en la organización social general, hasta en las familias y la escuela, y por supuesto en las demás relaciones de poder y consumo y la generación de contenido. Si el siglo XX industrial se caracterizó por modalidades verticalistas de la difusión de la información y el saber, dirigidas de arriba hacia abajo, el siglo XXI se caracteriza más por dinámicas que van de abajo hacia arriba. Experimentamos un tiempo en que las elites han perdido el monopolio de la información que supieron (¿supimos?) tener y asistimos a una especie de crisis o cuestionamiento masivo.
A este gran momento de crisis y disrupción, Martin Gurri, autor del libro que anticipó a Donald Trump y el Brexit con un título ortegueano, La rebelión del público, lo denomina la Quinta Ola. Sostiene Gurri que contra la “ciudadela del statu quo” la Quinta Ola ha levantado la red, esto es, la rebelión pública organizada por aficionados conectados entre sí gracias a los teléfonos inteligentes y las redes digitales. Hay una crisis de las jerarquías y el centro y la red se encuentran en permanente tensión. Por ejemplo, los occupiers de Wall Street serían perfectas criaturas de la Quinta Ola (más que los indignados). Los occupiers se organizaron en las redes para ocupar el espacio público y mostrarlo en las redes una vez más. Antes para entender qué pasaba en el mundo bastaba con leer una serie de diarios consagrados. Las sociedades industriales eran más verticales y si uno quería saber qué pasaba en Francia podía leer Le Monde y Le Figaro. En España, El País y La Vanguardia o el ABC. En Argentina, Clarín, La Nación o Página/12. En Chile, El Mercurio. Hoy eso es imposible. Los grandes diarios ya no representan ni funcionan como lo hacían en el siglo XX. Esto aplica también a la televisión o la radio. Por supuesto que son mediaciones importantes de la sociedad contemporánea, pero lo mismo podríamos decir de otras tantas mediaciones o instituciones: ya no tienen la potencia que supieron tener.
Si el siglo XX industrial se caracterizó por modalidades verticalistas de la difusión de la información y el saber, dirigidas de arriba hacia abajo, el siglo XXI se caracteriza más por dinámicas que van de abajo hacia arriba
Por eso puede ser útil analizar en un mismo zeitgeist eventos que van de los “chalecos amarillos” franceses de 2018 a la insurrección chilena de 2019, hasta llegar al posterior debilitamiento de gran parte de los gobiernos que administraron la pandemia del COVID-19. Además, un fantasma anti-casta recorre diversos países del mundo hace años. Por izquierda (pensemos en lo que terminaría siendo Podemos luego del 11-M español) y por derecha (pensemos en Javier Milei en Argentina). Las nuevas derechas radicales viven un momento de gran vitalidad gracias a cierta percepción de un agotamiento de modelos económicos y culturales, pero también ayudados y acelerados por las redes sociales que conectan en forma acelerada nodos de pensamiento y acción diversos. Hay en los últimos años una crisis de los partidos políticos tradicionales que es estimulante leer desde esta óptica. Las redes sociales son un área vitalísima de la esfera pública. Ampliación del campo de batalla.

A fines de los ’90 y principios de los 2000 el filósofo estadounidense Richard Rorty se adelantó a su época. En un tiempo de predominio de la izquierda cultural en un contexto de fuerte liberalización de la economía, considerando las consecuencias sociales de las mismas, alertó sobre la posibilidad que este crash fuera un coctel explosivo para el régimen liberal-democrático estadounidense. En su libro Forjar nuestro país, decía que si Estados Unidos seguía por ese camino los estadounidenses elegirán eventualmente a un hombre fuerte que asegure a los estadounidenses blancos, que no forman parte de la élite, que “los burócratas engreídos”, los “abogados engañosos”, los vendedores de bonos pagados en exceso y los “profesores posmodernos” ya no tomarán las decisiones. Las grandes masas de ciudadanos comunes de Estados Unidos algún día, decía, van a cansarse que los chicos y las chicas de las universidades les digan cómo tienen que hablar. “Algo va a hacer crack”, dijo en aquellos tiempos. Efectivamente años después, algo hizo crack.
En Argentina la historia es algo diferente. Vivimos cuarenta años de democracia que fueron exitosos, una transición que fue una referencia, en la construcción de un régimen político de sucesivas ampliaciones de libertades década a década. Pero ese mismo régimen está atravesado por medio siglo de fracasos económicos en los que la Argentina fue uno de los países que menos creció, con alguno que otro memento casi excepcional de crecimiento. Y hace una década que no le mejora la vida a la gente en un contexto en el que se hizo una apología oficial del Estado como alfa y omega. Acá también algo hizo crack.

Porque si bien hay una sensación de agotamiento generalizado en cada lugar puede percibirse diferente qué es lo que está agotado. En la Estados Unidos de Trump era el modelo económico globalista de libre mercado que habría dejado en el camino a los trabajadores estadounidenses. En Argentina un modelo económico de fuerte participación del Estado en la economía y de altos impuestos que “le pisa la cabeza a la gente”. Pero en ambos casos, con sus diferencias, persiste una reacción a cierto tipo de progresismo cultural supuestamente dominante. Es esa contradicción cultural la que hace cortocircuito con la dinámica económica y social.
No es casualidad que vivamos un momento en que los públicos premian la “autenticidad” y que al mismo tiempo las teorías conspirativas estén tan en auge. Hay una desregulación de la búsqueda de la verdad. Son indicadores de la crisis de las mediaciones contemporáneas que mencionamos antes. El mundo pegó una acelerada o un salto más o menos en 2016, más allá de Donald Trump y el Brexit. Poco antes Barack Obama todavía podía decir que al dejar el poder se mudaría a California y se dedicaría a ser un empresario tecnológico. Era todavía el gran momento de Silicon Valley y los “unicornios” californianos. De ahí pasamos a Mark Zuckerberg y Facebook como símbolos del big tech a Peter Thiel (quien en realidad hizo posible Facebook como primer inversor) entrando a la Casa Blanca de la mano de Donald Trump a preparar la transición. También pasamos de la imagen de un Jeff Bezos “salvando” el Washington Post a Elon Musk (viejo socio de Peter Thiel) “tomando por asalto” a Twitter. Tiempos interesantes.
No es casualidad que vivamos un momento en que los públicos premian la “autenticidad” y que al mismo tiempo las teorías conspirativas estén tan en auge. Hay una desregulación de la búsqueda de la verdad
¿Qué hacer frente al tsunami de ira pública? Lo más importante quizás sea no tomar una posición meramente de espectador ni devenir reacción de la reacción. Los tsunamis de ira e indignación, de derecha o de izquierda, son una parte más de la conversación pública de masas contemporánea. Son parte de una cierta democratización de la palabra. Por eso es vital intentar comprenderlas e incluso buscar dilucidar qué semillas de verdad tiene cada ola. Asumir esta época como tal, para transformarla o conservarla, implica reconocer que tras la dificultad de satisfacer demandas viene una ola de indignación atrás que forma parte, por derecho propio, de la dinámica democrática contemporánea.
La ira pública nos habla de los peligros y de los resentimientos como de las dificultades para satisfacer demandas materiales y simbólicas. También habla del avejentamiento cada vez más veloz de las élites, a la hora de contener a la sociedad mediante la representación política y social. La ira, como parte de la conversación pública, nos señala el camino de la contención de las nuevas olas para la renovación o el reemplazo de las élites. Hay una hoja de ruta en la ira pública. El futuro de la democracia liberal en Argentina parece depender de nuestra capacidad de conectar con nuevas formas de la legitimidad política y la experimentación democrática junto a los valores que inspiraron al régimen nacido en 1983.
Una versión de este texto salió previamente en el Boletín de Centro de Estudios Sociopolíticos del IDAES-UNSAM