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10 de noviembre 2023

Julieta Habif

SÓLO DEJO DE LLORAR SI TE VEO: ANATOMÍA DEL FANÁTICO

Tiempo de lectura: 14 minutos

Esta nota iba hacia otro lado. Empezaba, hace algunas semanas, así: “Tomó poco más de diez años. En ese tiempo, una banda de jóvenes pasó de ensayar en un garaje del barrio porteño de Devoto a tocar en el estadio más grande de Argentina para abrirle el show a su referencia insignia, su músculo primario que más tarde se transformaría en un tejido adiposo del que les costaría despegarse; a los más grandes del género. En diez años, Ratones Paranoicos, reinventores de ese rock inglés en Sudamérica, teloneaban a los Rolling Stones durante cinco fechas y para 300.000 personas en River. Pero la historia no sólo no terminaría aquel verano de 1995 sino que, con piques cortos y resistencias, seguiría creciendo hasta ahora, octubre de 2023, en que la banda celebró sus 40 años”.

La nota contaba que no hay un punto de partida concreto, pero que todo empieza temprano. Que Juan Sebastián Gutierrez, el líder, toca la guitarra desde que tiene 8 años. Que solía pararse frente al espejo, peinarse el flequillo y posar como rockero. Que es hijo de un compositor de música clásica y una experta en arte. Que en el documental Juansebastián (2019), dirigido por Diego Levy, el músico habla de su padre como “uno de los pocos que hicieron absolutamente toda la teoría del contrapunto, la composición, la armonía”. La nota contaba que en esa casa se escuchaba música clásica. Que Juanse, antes del jardín de infantes, tomaba el vinilo de Brahms y pedía eso. Que la secuencia se repetiría a los pocos años en una disquería: “papi, yo quiero eso”. Eran los Rolling Stones, su gran influencia estética y artística. Que en la pubertad seguía a Pescado Rabioso y a Pappo.

Contaba, aquella versión anterior, que si bien no hay punto de partida concreto puede hablarse de la gestación hacia 1982, cuando Juanse era un chico de 19 que hacía mucho fantaseaba con tener una banda. Que a los 12 ya sabía el nombre. Que después de un breve paso por algunos proyectos musicales pequeños, se juntó con el guitarrista Gabriel Carámbula y con Pablo Memi en el bajo para empezar a dar forma a eso que sería Ratones Paranoicos. Que ese año dieron continuidad a “La puñalada amistosa”, esquema que habían creado juntos, con tintes quizá algo más punks que lo que hoy sabemos es su rock; y que ya en 1983 convocaron a Pablo “Sarcófago” Cano, del barrio, y −a través de un aviso de revista− a Rubén “Roy” Quiroga en la batería.

Pero la nota que empezaba así por alguna razón no me convencía. Es cierto que Ratones Paranoicos es la banda fundadora del rock en Argentina, así como de los rolingas, nuestra tribu urbana adaptada de los stones. Toda una estética, un lenguaje corporal, una manera de encarar la profunda crisis que atravesaba el país en los años ‘90 (hiperinflación, desempleo, eventualmente el estallido social de 2001). La materia prima del rolinga es el rock y los amigos, y su vértice fue este grupo. A los argentinos, Ratones nos hizo llegar el rock and roll. A varios incluso antes que los mismos Rolling Stones. Quizás una variable influyente aquí sea que, durante la dictadura y en el marco de la Guerra de Malvinas, en Argentina estuvo prohibido difundir música en inglés, lo que además desencadenó gran cantidad de lo que podemos llamar bandas-de-garaje, como esta.

Si uno pusiera un drone a sobrevolar su carrera, los planos generales devolverían en primer lugar, hacia 1983, a algunos amigos ensayando en la casa de uno u otro, o en algún bar, o escuchando vinilos; luego tocando en esos pubs para un público módico (dijo Juanse a la revista Pelo en 1989: “He tocado para siete personas, le he pagado a un tipo para que me dejara tocar”). Más adelante, en 1984, su primer Cemento. Se podría observar que siguieron esa misma línea en fiestas y locales cada vez más colmados: Condon Clú, Margarita, El Viejo Correo, el Parakultural. Otra vez Cemento, esta vez repleto; Obras, Vélez, el resto del país, el resto del mundo. Hubo una época en que, de forma sostenida, daban un show por semana. Se trataba de una propuesta bien distinta: frente a una escena tal vez un poco más artística, un poco más refinada, un poco más estética (“intelectualoides”, definiría Juanse a la revista Rolling Stone en 2020), Ratones Paranoicos daba shows con alto grado de salvajismo, más sucios podría decirse, recabando esos orígenes punks (comentarían, años después, que por entonces escuchaban más a Sex Pistols que a los Stones). El frontman desfilaba en cuero, se teñía el pelo, se movía como Iggy Pop.

El fanatismo es únicamente, unívocamente, pulsión de vida

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Once discos de estudio, seis discos en vivo, algunas compilaciones, una tonelada de hits. “Fieras lunáticas” (1991), el que los hizo dar el salto, fue doble platino, con más de 250.000 copias vendidas. Antes que a los Rolling, les abrieron a Keith Richards y The X – Pensive Winos en 1992, que cuando salieron a escena pudieron ver que el público seguía alentando a la banda soporte como si fuera el show principal. También fue fundamental la etapa de producción de Andrew Oldham −que venía de trabajar con los Stones, Rod Stewart y Eric Clapton−. Por eso, en cierto modo, los Ratones son los responsables de que los Rolling tocaran ese febrero del ‘95 en Buenos Aires (vale decir, con igual cantidad de banderas del logo de los argentinos –un ojo espiralado con forma de púa, obra de Marta Minujín– que de la lengua de los ingleses). Colaboraciones con Spinetta, Calamaro, Charly, Pappo, con todos. Hasta que en 2011 la banda se separó y Juanse siguió solista.

Pero si se hiciera zoom en las imágenes, si uno viera el detalle tras esta banda (uno se demora mucho en ver, como dijo el fotógrafo chileno Sergio Larraín; y consecuentemente, uno se demora mucho en empezar esta nota), se daría cuenta de que hay algo que interesa aún más, algo que los hace especiales: sus fanáticos. Sobre ellos, entonces, ahora sí, todo esto.

En tiempos en que la condición de fanático perdió virtuosismo (se habla de cierta falta de criterio, una especie de punto ciego de la razón), épocas en que lo útil ganó la batalla por sobre lo valioso, una hipótesis reivindicatoria: ser fanático es, más que un mecanismo de defensa (inconsciente, como otros, para transitar la existencia o la pena), más que una maniobra de evasión (para distraerse del mundo como hábitat cada vez más inhabitable), más que una adicción (para aceitar nuestro vínculo con un sistema perverso del que somos víctimas y que a la vez fogoneamos), una pulsión de vida. El fanatismo es únicamente, unívocamente, pulsión de vida. 

La primera semana de octubre mandé un mensaje a una cuenta de instagram que, al estar escribiendo la versión anterior de esta nota, me recomendaron seguir: La Banda del Oeste, presuntamente el club de fans más grande de Ratones. Me respondieron y me invitaron a un asado un domingo al mediodía en Ituzaingó, a 50 minutos de mi casa. Que no serían todos, me dijeron, porque en total son más o menos 70 distribuidos por doquier, pero que podría hablar con algunos.

Cuando llegué había entre 13 y 15 personas, más o menos 8 hombres, 5 mujeres y una niña. Se presentaron uno por uno: Darío, apodado El ratón de Moreno, Jorge, Homero, El Chino, Rolli, Cabeza y el jefe indiscutido, el fan que a la vez es ídolo, a quien otros fans le piden fotos: Mafalda. Me acercaron una silla, me ofrecieron algo de tomar y dijeron, enseguida, “nosotros somos una mezcla entre hinchada de fútbol y de rock”.

Los hombres que conozco ese día tienen entre 40 y 50 años. Es decir que cuando salió el primer disco de Ratones Paranoicos −de nombre homónimo− en 1986, eran chicos de alrededor de 10 años. Se avecinaba una edad confusa y porosa. Si bien ese disco tuvo muy poca difusión, hacia 1988, con “Los chicos quieren rock” empiezan a hacer mella y a tocar cada vez más. Así se conocieron los de La Banda del Oeste, en recitales. Se encontraban una y otra vez, la mayoría vivía justamente al oeste de Buenos Aires, en barrios linderos, y empezaron a organizarse. Hoy, si bien gran parte tiene esposa, hijos y vidas por fuera (uno es mecánico, otro maneja un Uber, otro trabaja en una concesionaria, otro en un cementerio, otro en camioneros, otro es tatuador), se definen como una familia. El fanatismo brinda eso también, necesario para subsistir: un sentido de pertenencia. Un soy de aquí, esta es mi tribu. “Nosotros somos una familia”, afirma Mafalda; que más adelante dirá “Nosotros somos eternos adolescentes”, y hacia el final, “Nosotros somos eternos”.

El tema ‘hijos’ se retoma como algo que ha encontrado solución de continuidad total. Algunos los han hecho fanáticos de Ratones como ellos, los llevan a los shows, les cuentan las historias, escuchan juntos la discografía

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Antes del mundo que conocemos, insoportablemente conectado e inmediato, los recitales se difundían los viernes en el suplemento Sí! del Clarín, en recuadros mínimos, divididos en Capital Federal y Provincia de Buenos Aires. Uno debajo del otro. Se abría, se leía y se decidía a dónde ir. Los stones se vestían con mucho cuero, al igual que sus ídolos. Luego, adentrados los ‘90 y con bandas que alimentaron eso germinado por Ratones (Viejas Locas, Los Piojos, Jovenes Pordioseros, entre varias más), lo rolinga fue tomando forma: remeras cortadas, pañuelos, flequillo recto y la calza o el jean ancho, bien bajo. La pantonera era breve: rojo, blanco, negro, como en la famosa lengua.

La Banda del Oeste se organizaba por folletos o por teléfono, que no todos tenían.

Hoy, si bien en todo el resto de los aspectos se definen como ‘vieja escuela’ y ‘con códigos’, estos hombres, más allá de la remera de la banda y algunos tatuajes, no llevan un rasgo distintivo. No obstante, en muchos recitales no los dejan pasar. Quienes trabajan con los músicos y los músicos mismos ya los conocen, pero los organizadores ad hoc frecuentemente los ven con las banderas enrolladas bajar de uno, dos, tres, cinco micros; los ven en malón y en jogging y les impiden el ingreso. Hubo más de una ocasión en que Juanse se acercó a avisar que no sólo estaban admitidos sino que son amigos de la casa, “de la misma manera en que ha ido a asados, nos juntamos a jugar al metegol, a charlar; de hecho, si él pudiera, hoy estaría acá” me dice Jorge, y Mafalda me muestra una foto en su teléfono de, efectivamente, una partida de metegol con Juanse. Y de otra reunión, y otra. Incluso del cumpleaños número 50 de Gutiérrez, que tuvo lugar en el Club de Pescadores de Capital, “con invitados como Charly, Brenda Asnicar, Débora Dixon, algunos actores y actrices, y nosotros”, agrega El Ratón.

También sucede que La Banda del Oeste no se considera rolinga. Dicen, en cambio, “somos paranoicos”. Darío amplía así: “yo si suena ‘El rock del Pedazo’ lo tengo que agitar, lo tengo que cantar y disfrutar, ¿qué me voy a poner a bailar? Eso hacen los que no escuchan los Ratones. Yo lo estoy sintiendo”. Hace poco, me cuentan, los llamaron para un video sobre la cultura stone, y después cuando lo vieron no se sintieron en absoluto identificados: “nosotros somos rock, somos barra, somos esto, yo disfruto la música, no bailar rolinga”.

Percibo que hay cosas de las que no me entero, no porque el tiempo que pasaremos juntos es breve sino porque ocasionalmente alguno le avisa a otro que recuerde que estoy grabando. Secretos de familia. Aún así, durante la conversación se comentan algunas cuestiones más bien bajas. Entre lo que evidentemente ganaron no sólo hay amigos y experiencias, también un posicionamiento sólido como banda que sigue a la banda: “a nosotros nos buscan todos, nos llaman para que vayamos porque saben que llevamos gente, porque organizamos movidas, micros, porque somos referentes en esto. A veces pasa que escuchás a alguno decir que es de La Banda del Oeste y nada que ver, quieren chapear con eso, imaginate. Y si bien hay grupos que nos copiaron, después nos tienen miedo. Por eso no tenemos rival, somos la única reconocida por los músicos”. Entre todo lo que ganaron, decía, también han perdido. “Mucho −apunta Mafalda−: familia, hijos, mujeres, mucho, por seguir a Juanse”. Se han ido a las manos cientos de veces: me muestran las cicatrices. Además se les murieron dos compañeros: Pascale y el Pelado, cada uno con una bandera en su memoria que están colgadas en el patio mientras conversamos y que llevan a los recitales cuando van, junto con la que hoy no despliegan, porque mide 25 metros y resulta difícil de guardar, pero que tienen preparada para la fecha aniversario del 13 de octubre. Alguien, quizás en el afán de aligerar, suma a la enumeración de bajas: “los dientes”. Todos ríen. En efecto, Mafalda sonríe y me muestra: “los dientes, sí”.

Sí hay una banda con la que Ratones tuvo pica: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, a cargo del Indio Solari, la más convocante de Argentina e instigadora del pogo más grande del mundo

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El tema ‘hijos’ se retoma como algo que ha encontrado solución de continuidad total. Algunos los han hecho fanáticos de Ratones como ellos, los llevan a los shows, les cuentan las historias, escuchan juntos la discografía. El hijo de Darío conoció a la banda en la panza de su esposa, y los músicos, como una especie de bendición, le apoyaron la mano. “Cuando nació mi hija, yo me quería ir a ver a los Ratones y los pibes me dijeron ‘no, ni se te ocurra”‘ comenta El Chino −reforzando también algo que se ha dicho antes, algo como “no somos unos loquitos”−, y se le suma Rolli: “Para mí es muy importante que lo que yo sentía, lo que sentí siempre, hoy lo pueda compartir con ellos. Esto es una familia, mi hija se crió acá”. Otros permanecen callados. Comunican −intentan− con gestos que no alcanzo a descifrar. Y como si sirviera de separador entre temas, me ofrecen (me cruzan) una ensalada.

En 2011 entonces, la banda se separa, y vuelven a tocar juntos en el Hipódromo de Palermo en 2017. Seis años sin dar shows estuvieron, y al interior del Oeste hubo fracturas. De 200 miembros esparcidos que habían llegado a ser, más de la mitad retrocedió hasta que se esfumó. Absolutamente todos sostenían que Ratones Paranoicos sin Juanse no existía, y para varios afloró la sensación de que, sin Ratones, Juanse no valía lo mismo. Aquellos que permanecieron y con el mismo ímpetu de siempre, empezaron a seguirlo como solista, que dicho sea de paso llenó Obras nuevamente, el Luna Park, y dos funciones en el Gran Rex (una en pandemia), entre otros.

Este frontman tiene, a la vez, su particularidad: en 2008, tras la experiencia mística de visualizar a Cristo en el piso de su living, Juanse decidió dejar todo tipo de consumo problemático (tomaba cocaína entre otras cosas, de lo que siempre se hizo cargo y que además está narrado en el documental sobre Ratones Paranoicos que Netflix estrenó en 2020, “Rocanrol Cowboys”) para sumergirse en la religión, en la fe cristiana. Sintió un llamado, dijo, y su cuerpo, “acostumbrado a estar en una determinada frecuencia de cigarrillos y todo lo que sigue detrás”, atravesó un despertar divino. Vio a Cristo y se largó a llorar, y ese día dejó todos sus vicios. Desde entonces va a misa, reza, e invoca a Jesús como “el tipo que más rock and roll tuvo en la historia, nadie se la banca como él”. Fue a conocer al Papa, le pidió una bendición para la comunidad. Cuando se enfermó Spinetta, Juanse se llevaba agua bendita de la Iglesia para que su amigo tomara la medicación con eso. “Yo por Luis daba la vida”, comenta en el documental. Su fe, dice, lo alienta a cuidar su cuerpo, que es lo que le permite seguir haciendo rock and roll.

También participó de un ciclo de MasterChef en su edición famosos. Los seguidores como siempre lo bancaron, pero además su carisma se compró al resto de la audiencia.

A veces conocer a los ídolos puede estar contraindicado. Quizás muestran una faceta que no se conocía y no gusta, o sean antipáticos, o desganados, o ingratos. A veces también, los ídolos envejecen mal, ideológicamente hablando. Con los varones del rock esto último pasa mucho. Nada de eso pueden decir ellos de Juanse. Por el contrario, sus encuentros reafirman y potencian la admiración. Sobre aquel volantazo espiritual, dicen: “El tipo siempre siguió haciendo rock and roll, siempre y con quien sea. Si vos te ponés a buscar, es el único que grabó con todos. Hasta juntó a Pappo y a Charly cuando estaban peleados. Nunca fue careta y nunca cambió, por eso es que temas de hace 30 años siguen sonando, y a quien los escucha se le da por hacer así con el dedo”. El Ratón extiende el índice y lo sacude de forma holgada. Es un gesto simple, cualquiera podría imitarlo. Pero intuyo que para quien no es fanático resultaría en eso, en una imitación.

Aunque sí hay una banda con la que Ratones tuvo pica: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, a cargo del Indio Solari, la más convocante de Argentina e instigadora del pogo más grande del mundo, al que hoy varios centennials extranjeros reaccionan por stream. En este punto vale decir que el público argentino, en su totalidad, es bastante especial. Cuando se separa Patricio Rey (2001), en los recitales de Ratones se empieza a corear, entre otras cosas, “Hay que saltar, hay que saltar, que Los Redondos no existen más”. En 1991, Juanse le compuso “Ya morí” a Solari (No trates de encontrarme / no salgo ya a ninguna parte / prefiero caminar por mi mansión). Dos décadas después se disculpó.

Saltemos al presente: el viernes 13 de octubre de 2023, después de otros seis años y en conmemoración a sus cuatro décadas, Ratones Paranoicos vuelve a tocar. Estarán en escena Quiroga, Sarco, Juanse y Memi. Subirán, de invitados, Facundo Soto, el líder de Guasones, Fabián “Zorrito” Von Quintiero (miembro durante 10 años de la banda, en los teclados) y justo antes de otro himno rolinga, el “Rock del Gato”, aparecerá el mismísimo productor Andrew Oldham, motor de una época de oro.

Creer en algo para toda la vida, como impulso y como ancla

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Antes de ingresar al estadio me encuentro a Mafalda, que me dice que entró a las 6 con Juanse (el recital está anunciado a las 9), pero que está yendo y viniendo para poder hacer pasar a mucha gente, a varios que han viajado de otras provincias. Habla con fanáticos, con seguridad y con la policía, me los presenta a todos, me dice “hacele un reportaje a él, hacele a ella”. Está Rolli con su mujer y su hija. Está el Chino. Pero están distribuidos y, parece, trabajando. Es imposible juntarlos para una foto. Durante el show finalmente veré la bandera de 25 metros desplegada a lo largo del campo, que cubrirá a los fanáticos como un manto sagrado de amparo, de bendición. “Son muy importantes las banderas”, había comentado el Ratón ese domingo en Ituzaingó.

Mientras los miro ir y venir, ordenando a fans que los aclaman, recuerdo otra cosa del asado, algo que dijo el Chino: “Muchos deben pensar que esto es un negocio”. Lo afirmó después de contar que hablaron con la municipalidad para que tocaran ahí, en el Oeste: “muchos deben pensar que esto es un negocio, pero la organización es parte del amor”. Entonces Mafalda volvió a cambiar el curso de la entrevista, como había hecho antes para contarme de una novia, de la mujer de uno de los muchachos “que lo tiene gobernado”, para sacarnos una foto y enviársela a Juanse, para ofrecerme bebida y para servirme comida y para retarme de forma simpática porque no estaba comiendo tanto, para hacer una videollamada, presentarme a su interlocutor y de inmediato cortar porque le estaban haciendo una nota; Mafalda interrumpe y dice “Así somos, no hablamos de otros, sólo nos importa si les sumamos a ellos, que siempre han estado y van a estar en nuestras vidas”. Luego, retomando esa gestión del recital en sus pagos, me pregunta: “¿Para vos quién es el jefe acá?”. Después de que contaran una decena de anécdotas de personas parándolo a él para pedirle fotos, de otras agrupaciones queriendo hacerle una especie de Golpe de Estado involucrando a su propia gente y demás, ha quedado claro que Mafalda es el jefe. Eso le contesto, y me dice “bueno, para mí son todos, cada uno de ellos”.

Siempre surgen, dice Darío. Entre estos hombres, Ratones Paranoicos cumple una especie de Ley de Godwin: en algún momento, cualquiera sea el tema de charla, la infancia, la escuela, las relaciones, la comida, los planes, los problemas, en algún momento se los nombra.

Antes de apagar el grabador para pasar de lleno al asado, con mujeres e hijos sentados en una mesa y La Banda del Oeste en otra, Rolli me apunta: “la canción que nos identifica a nosotros es ‘Caballos de noche’”. En esa canción, Ratones habla de su gente, de negros y pobres como nosotros −agrega−, y canta: Soy de un barrio pobre donde todo es metal / la sirena suena por acá sin parar / las peleas son algo serio, las muñecas no tienen miedo / cuando alguien falta es porque ya no está. Sin embargo, el bombo que llevan a todos lados hace décadas tiene otra inscripción: “Sólo dejo de llorar si te veo”.

Es un verso de la canción “La fuga”, de 2003. Pero entre líneas podría leerse otra cosa. Una honestidad que bordea la locura intentando no cruzarla. O una emoción que anida en la infancia. En la madre. O la forma que encontraron los bravíos, los indómitos, los tipos más pesados de esta escena para bajar la guardia y expresar, ante su Cristo, la entrega. Creer en algo para toda la vida, como impulso y como ancla. Esa vulnerabilidad que, frente a todo aquello que los salvajiiza, los hace desesperantemente humanos.

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