02 de mayo de 2025

Muchas personas van quedando solas también en esta “era”. ¿Solas cómo? Solas sin recursos de defensa. Solas viéndola pasar. Todos los gobiernos desde el 83 dejaron víctimas, pero quizás ninguno como el gobierno actual se afirmó sobre la “virtud” de esa inevitabilidad. Milei dijo y cumplió la Motosierra. Y no es que no haya habido ajustes desde el 83, sólo que nunca se votó estrictamente el ajuste. Brotó una “nueva conciencia” del ajuste. Los manuales se quemaron.
Punto 1: ¿Dónde había un relato para las víctimas?
En el desenlace del siglo 20, cuando la humanidad asumió con toda razón que el comunismo resultó complicado, un recurso de defensa para los que perdían, quieran que no (y sin ser el único), era la existencia del clásico progresismo. En 1989 o en 2001, entre esas caídas existía de fondo un progresismo de estilo “reserva moral” en su rol de gran narrador de las crisis. No tenía una economía alternativa (sí, había grupos o fundaciones que escribían buenas intenciones), no era un “partido” (sí, había partidos o movimientos sociales testimoniales), y ni ahí constituía un “pueblo de izquierda”, pero sí un relato que parecía recordarle el límite melancólico a la racionalidad económica: los países, como los clubes sociales, no quiebran. Veámoslo en figuras tipo Campanella, Pino Solanas, el Kairós de Farinello o León Gieco, esa Argentina se vivía como panteón de víctimas, donde finalmente habría un agridulce final feliz compensador: el espíritu colectivo revivirá. No es que fuera la música o el cine que miraban esos caídos del mapa, pero todo eso (y mezclando nombres que trascienden eso y otros que vivían para eso) pavimentaba un clima sensible a su padecimiento. La Argentina tenía su relato progresista a mano. La muerte de Lanata (mentor de Página 12 en el otoño de la primavera democrática) nos recordó ese itinerario. Un viejo amigo llamaba a eso: la hegemonía cultural de los vencidos.
Las lecturas más “trascendentes” sobre estos cambios me apunan. Que Musk, el fin del orden global, las sectas sionistas o las derechas y el cambio de régimen. Todo parece inminente a un gran cambio. Me empasto ahí
Los años kirchneristas vinieron, entre otras cosas, con la definitiva estatización del progresismo. Un día, en ese maridaje de ideas, llegó al poder. (Y este tema es para un historiador que la sabe lunga: Eduardo Minutella.) Pero en ese salto simbiótico entre peronismo y progresismo (que dio por resultado al kirchnerismo), el progresismo se sumó ya como parte del problema y no fue más de la “solución espiritual”. Previo a Milei, se diría que en Argentina se probó todo desde el 83. Y la democracia les manchó las manos a todos. Cualquier supremacía moral viene con boleto picado. Y hoy este rechazo (con matices un poco importados) a la cultura woke, es también quizás la versión mundial de este ciclo cumplido, más allá de que progresismo y wokismo no son sinónimos. Pero una pregunta es: ¿dónde hay relatos para esta crisis? Maradona era un gran relato argentino. No un relato “populista”, ni de las “venas abiertas”. Era un relato de nuestra astucia sentimental para salir adelante. Pero murió sin herederos.
Hipótesis: este retroceso donde se equivalen Pedro Sánchez, Soros, Sabatella, algún comunicado perdido de la CGT escrito con X o viejos guerrilleros reciclados, donde todos son comunistas y dueños del orden global, termina encontrando en Francisco y su cristianismo sólido, un posible último refugio. Francisco podría decir lo que dijo Mariano Grondona en los años noventa: yo no cambié, el mundo giró demasiado. Su teología del pueblo, su decencia (aún con sus “cálculos geopolíticos” errados) y la tradición de una Iglesia clásicamente iliberal que a la vez no puede renegar tanto de la globalización y sus instituciones (¿o qué es la Iglesia Católica sino un primer poder supranacional?) funciona como última barrera de los descartados (e incluso de esas mismas minorías anticlericales que hasta hace diez minutos lo combatían). La Iglesia fue semilla de pueblos y naciones (tuvimos curas patrióticos antes de tener patria), y esa izquierda que no puede soñar encuentra contención o consuelo en la versión de la Iglesia de Francisco. Mal que mal, el cristianismo es la religión de la víctima. Un dios encarnado que fue crucificado. Pero Francisco no es un hombre de “ideologías”. No tiene un libro rojo. Amor al prójimo es su “novedad” esencial.
Ante el anuncio de las primeras medidas de Donald Trump como presidente de los EE.UU., la obispo de Washington le pidió misericordia por los inmigrantes, los niños LGTB y de las personas que huyen de la guerra. pic.twitter.com/Z0GRxOiyNf
— 🇵🇪 Wayka (@WaykaPeru) January 21, 2025
Pero volvamos al punto. Ahora muchas personas en la embrionaria era Milei van quedando solas. Solas y sin defensa. Y con un tipo de soledad que la época hace a un lado. Un pequeño abismo privado que nos recuerda a unos versos de Joaquín Giannuzzi: “Quizá nadie resuelva un destino estrictamente privado. Quizás la marea histórica lo resuelva por uno y por todos”. Esa percepción del poeta se acerca a una verdad. La actual “marea histórica” aparece también como ajena a muchas voluntades individuales. Y excluye a su paso cualquier “sensibilidad” sobre las víctimas. Esta época desmonta la pedagogía progresista que, es cierto, llegó a su agotamiento (una pedagogía sin educación financiera, ni valor al mérito, que propone pura “estatización” de cada problema y lleva encima capítulos de corrupción que abonan a su vacío moral). Pero así, dejando atrás los escombros de ese fracaso, caminamos por el andarivel de algo que propone no reconocer víctimas al paso de la marea. “El viento de la Historia no está en los detalles.” Acelerar sin ver el costado de la ruta, como toda doctrina que hace de la Historia un Dios. En su inagotable inventario de hechos que pueden ser metáfora (salvando las abismales distancias, sería deshonesto no hacerlo), podríamos decir que, en 1945, después del Holocausto, no había “época” para oír el grito de las mujeres alemanas violadas por el ejército rojo. Fueron miles. Se hace verosímil este video de una mujer en la frontera, aunque sea fake. Sola, deambulando por un limbo de ignominia:
"Lost German Girl", a beaten woman filmed on a country road near the Czech border during the surrender of German troops in May 1945.
— Time Capsule Tales (@timecaptales) January 19, 2025
To this day, her identity & what happened to her before or after this is unknown pic.twitter.com/kT92CrCy4a
Punto 2: ¿qué hacemos con las víctimas cuando no hay lugar para los débiles?
¿Qué va a pasar con los que tienen que adaptarse o morir y no puedan adaptarse, y que forman parte de la mayoría silenciosa que este gobierno no ve (así como otros gobiernos no vieron otras mayorías silenciosas)? Los sin recursos y sin voz, los débiles más débiles en una época que fabrica y “fusila” débiles. Gómez Bolaños, dramaturgo exquisito de América Latina, ideó una frase que reabsorbía todas en el desenlace violento del siglo 20: “oh, y ahora, ¿quién podrá defendernos?”. Un anti-héroe contracara de los superhéroes del Norte. Su valor era el miedo. ¿A qué le tenía miedo el Chapulín? A todo. Muchas personas finalmente quedarán solas. Como lo estaban en Pandemia, en el aislamiento (al que muchos al principio adherimos), solas para despedir muertos sin despedida, solas en las colas de comedores, solas mandando solicitudes para ligar beneficios públicos o vacunas. Y ahora solas en esta transición del país. Pero, como ocurre con ciertos vientos de época, el dolor se empieza a asordinar y no hace sistema. Es dolor fuera de moda.
“Vivan los trabas, viva Perón”, cerró su monólogo Flor de la V, sin saber que el efecto estaba gastado, sin filo, por el hartazgo de un mundo de víctimas. La trans más famosa quería sostener a como dé lugar su supremacía moral. Y cayó en el vacío. Acá, un año atrás, Eugenia Arpesella apuntó a que “sin dudas, hay una enorme comunidad de sufrientes que se abre paso y pide reconocimiento”. Y se preguntó, atinadamente, “¿esto significa que el lugar de víctima se volvió un nuevo aspiracional?”. El voto a Milei parece contra esa aspiración: es el voto de los que no son carne para llenar el “cupo” de nada, los sin “identidad”, ni bandera de colores. La Marcha de los que no tienen Marcha.
Que el votante con su voto puede tirar la piedra y esconder la mano. Que los consensos se deshacen. Que la gente va al frente, al acecho, a poner el cuerpo, a sacarlo, a “ver qué pasa”
Entonces, también el ajuste es un ajuste de cuentas sobre esa “aspiración” a víctima. Ajustar el Estado, distinto a los noventa -que se hizo contra la inutilidad de ENTEL y contra los “melancólicos del 45”-, acá versa sobre el anudamiento entre la idea de víctimas y Estado. Donde hay una necesidad, nace un derecho traducido oficialmente en que donde había un derecho, había una subsecretaría de tus asuntos. Así, bajo este trazo grueso secular, entonces todo dolor, cualquier dolor, será señalado de woke o comunista. Sin lugar para los débiles. Y esa cuenta para el ajuste se fue haciendo más palpable tras la Pandemia, y con base en el corazón de la parte sufriente de la sociedad que tuvo siempre que “ganarse el mango” mientras mira a la otra parta estatizada que, desde el último orejón del tarro de una AUH hasta cualquier asesor premium, tiene su ingreso al día. “El progresismo no abolió el capitalismo, pero impuso en sus invariables críticas al capitalismo la burocracia de sus privilegios”, es la cuenta (a veces exagerada y otras veces legítima) que hicieron muchos. Pero el precio a pagar, ahora, ¿es este oscurantismo y esta indolencia?
Si víctima es una palabra gastada, hagamos un “giro lingüístico”, cambiemos de palabra, una más impersonal. Todo ciclo engendra sus derrotados. Hay derrotados que hoy viven revisando papeles, que viven como en “La Terminal”, pero dentro de una oficina de ANSES, de PAMI, de la Prepaga o una Obra Social. Los ajustes son caminos demoledores que hacen millones poniéndose “al día”, se gestionan en silencio, metidos para adentro. Los que sobran. Los podemos listar: el enfermo oncológico sin medicación, el trabajador despedido de una empresa pública o privada, el que cierra el negocio aniquilado por tarifas, el jubilado que se come los ahorros o la ayuda familiar y resulta ya un “plomo” para el resto. Y por más que algún medio vuele en círculo sobre ese dolor, el corazón del ajuste no será televisado. Los miles que de a poco, a ojos de los otros, terminan siendo el jarrón chino que nadie sabe dónde poner. Eso que pasa por abajo, al ras de la vida ordinaria y familiar, y no empezó con Milei, pero que vive ahora un tiempo que exaspera su costado indolente: apártate del camino si tu vida no ocurre “de acuerdo al plan”. Los años anteriores fueron de una política paliativa, como diría Byung-Chul Han, que funcionaba como “acompañante terapéutico de la crisis” y terminó en este largo presente en que pagarán justos por pecadores, una suerte de simbiosis forzada donde todo el que pierde será, un poco, la cifra de lo woke para nombrar cualquier derrota. A un obrero despedido de una planta de Volskwagen cuando pregunta por qué lo despiden, el de Recursos Humanos hasta podría tener a mano una respuesta de época desconcertante para ambos, imprecisa y contemporánea: “no sé, ¿por woke?”. La transición, esta transición que se le propone al país, este “retorno a Occidente” y sus valores, da vuelta como una media otros valores que también fueron originarios de Argentina y Occidente. Y que también nos hicieron Grandes. En el país donde tirabas una semilla y crecía una sociedad de socorros mutuos. Occidente llevó el hombre a la luna y la clase obrera (un rato) al paraíso. En Argentina lo mejor que se hizo no fue el Estado. Fue la gente. Que supo hacerse digna, incluso, antes del Estado. Y acá se construyó una clase media inmensa, el hecho maldito del país peronista.

Punto 3: ¿quién mató a la política?
Vamos para atrás. Los últimos quince años de política fueron para atrás. Ya se dijo. Política disociada de responsabilidades, polarizada en una grieta que producía la exclusiva “responsabilidad” de representar tu metro cuadrado ideológico. Y mientras tanto, por abajo, se vivía un deterioro socioeconómico creciente. Si soluciono no represento, era ley no escrita. Cualquier solución implicaba transgredir tu metro de verdad, o trabajar a espaldas de tu gente en acuerdos con rivales. El fin de la política lo hizo la política. ¿Cómo se estabilizaba una economía sin “romperle el alma” a tus amigos de Facebook, sin la auditoría de la Asociación Argentina de Actores? Aquel rezo autonomista de John Holloway que decía “cambiar el mundo sin tomar el poder”, veinte años después encontró su versión real: “tomar el poder sin cambiar el mundo”. Ganar elecciones se volvió “fácil”, gobernar se volvió intrascendente. La Argentina de a pie encontró en Milei la piedra con la que romper esa inercia. El espejismo del poder.
"Cambiar el mundo sin tomar el poder" pic.twitter.com/fLJdKeUulB
— Mariano Schuster (@schusmariano) June 12, 2021
Pero Milei no es una piedra, es un político hábil que maneja la técnica. ¿Querían grieta, polarización, populismo? Bueno, vino el que polarizó a todos, el que pateó la torre de marfil. Años de grieta, de incendio controlado, “felices” en la aventura de reconstruir los polos con que Alfonsín, Di Tella y Kirchner soñaron (el polo popular y el polo republicano) hicieron perder plasticidad, pragmatismo y ejecución a la política. ¿Fenómeno mundial? Pinto mi aldea: acá “lo ideológico” fue el bosque que tapó cosas concretas (país sin moneda, inflación y pobreza, informalidad laboral, Estado tosco, bancos vacíos enganchados a la timba de los bonos, corrupción pública). Años de impostar el viaje al Vaticano para besar el anillo del Jefe Espiritual, pero nunca tomar de él que la unidad fuera superior al conflicto o la realidad superior a la idea. El Estado argentino tardó veinte años en decir su verdad tras un último secuestro (el de la caja de ahorro en dólares): no te voy a quitar los ahorros, voy a hacer que no ahorres. Mejor cepo que corralito. Tu ahorro es vulgaridad. Y esa “transferencia” picó sobre la percepción general. Entonces, el régimen de esa grieta se rompió. Todos los consensos y tabúes post 2001 son los que Milei vino a quebrar. Chau inflación, adiós piqueteros y hola dólar. Es exactamente lo que voté. No sabemos cuánto puede durar, y todo se puede deshacer en cinco minutos en un siglo de olas donde Trump gana, Trump pierde, Trump vuelve a ganar, pero Milei fue una consecuencia de gente que prefirió acelerar con él antes que vivir en el día de la Marmota. Demasiados años de votar para que nada cambie. Principio muy básico: Milei no tenía razón, los que lo votaron sí. Quedó, como escribió Lorena Álvarez en 2020, el “cuerpo social” al desnudo. La pospandemia dejó de saldo el desprecio al estatizado. Gente que se sintió desigual frente al Estado, antes que frente al Mercado. Esa es la pata paradójicamente “igualitarista” de Milei. Él, que quiere a darle el tiro de gracia al país igualitario, también lo quiere hacer en nombre de una desigualdad. En su boca, la peligrosa amenaza de romper el Estado significa sepultar un instrumento de privilegios. Con una idea de libertad como lo que trajo Lola Melendi en su crónica del voto a Bolsonaro: si no voto al que me defiende, voto al que me deja defenderme a mí mismo. Pero entonces el costo social, los pobres diablos trastornados por este cambio, ahora quedarán eclipsados bajo la marea histórica del “cambio” y perdidos por la des-legitimidad de cualquier opositor que quiera representar ese dolor (sin que en ese gesto de representación no parezca afirmar su propia lucha por el privilegio perdido). El Estado fue un tema. Tal vez hubo que leer más “Pacientes de Estado”, la investigación de Javier Auyero sobre la eterna espera, que cartas y teorías de la batalla cultural. Un Estado imprevisible, decía Auyero, en el “siéntese y espere”, en esa subordinación de la espera mientras la violencia rampante rodea a los pobres; ese viaje al corazón kafkiano de la paz social: mucha gente esperando la respuesta de ANSES, de PAMI, de un ministerio, para quienes la idea de “romper el Estado” a lo sumo es romper esa casa embrujada. Milei propone el fin de esa espera, porque propone volar esa casa. Un vacío peor.

2025 será un año de prueba. Milei lo encara compitiendo con lo que compiten los gobiernos: contra sí mismo y los “propios términos” en que eligió ser evaluado. El fracaso pasado ya dio lo que tenía para dar. Milei puede sentir que no tiene oposición y se encamina a hacer de esta elección un plebiscito. Lo que hicieron todos los presidentes. Salvo De la Rúa, que inventó las testimoniales antes de Néstor Kirchner, cuando en octubre de 2001 dijo que él no perdió las elecciones porque no fue candidato. Separó al político del partido, como la obra del artista, y dos meses después lo pasó a buscar un helicóptero por Balcarce 50 para depositarlo en el basurero de la Historia.
Milei está ocupado también en hacer su partido. Macri hizo el partido y ganó la elección. Milei ganó la elección y ahora hace el partido. Con PASO, sin PASO, con el macrismo sin Macri, con Macri sin el macrismo (nadie mortificó más al ingeniero que Milei), con una Gran Coalición Nacional para Desterrar al Kirchnerismo o en un juego microfísico de dividir “las oposiciones” (que en su vocación antropofágica se dividen solas). Lo que sea, pero a Milei no le queda otra que llamar plebiscito a estas elecciones de medio término. Es su hora politológica. Es su ahora o nunca. Y es tal su vocabulario exitista (“¡no la ven!”, “fenómeno barrial”) que es difícil imaginar su punto de retorno si le va mal. La inflación bajó, el rebote económico es un ponele, el campo -aliado natural- sufre el atraso cambiario y ahora lo empiezan a compensar, todo está vaso medio lleno o medio vacío, pero el relato es triunfalista porque se basa en que la política cambió, que alguien después de años al fin tomó el poder, lo que se decía en 2003: “recuperar la autoridad presidencial”.
¿Y qué hará si gana? Entre las lecturas de verano seguimos a las cuentas de X que se le atribuyen a Santiago Caputo. Caputo parece tentado a extremar el procedimiento ya clásico de los usos juveniles de la política en tiempos “posmodernos”: edificar un liderazgo opaco y con confianza hegeliana en la Historia. Como un Máximo Kirchner sin mito colectivo o un Marcos Peña sin niños exploradores del voto. “Las cosas ocurren de acuerdo al plan”, dice su filosofía. Y no importa quién ejecuta el plan: si la política económica, las operaciones, el mercado o todo junto. O las carambolas. Su estilo aspira a que los hechos, implacables, le dan la razón. TMAP. Su escritura denota la aceleración de que se van comiendo etapas. Pasó poco más que un año de gobierno y ya están en el ajo frito de la batalla cultural. Todo viene con Omitir Intro.

Pero las lecturas más “trascendentes” sobre estos cambios me apunan. Que Musk, el fin del orden global, las sectas sionistas o las derechas y el cambio de régimen, que la Argentina será irreconocible en breve. Todo parece inminente de un gran cambio. Me empasto ahí. Soy optimista de la gente, pesimista de los acontecimientos. Lo de Milei también tiene su lado simple, cree en lo que creyó Cristina, Menem o Alfonsín: el pueblo ha tallado en piedra mi nombre. Y sabemos por viejos que el voto se escribe en la arena. Que el votante con su voto puede tirar la piedra y esconder la mano. Que los consensos se deshacen. Que la gente va al frente, a poner el cuerpo, a sacarlo, a “ver qué pasa”. El voto es secreto y permite macanear, “Yo no lo voté”. Mollo y Arnedo, fronterizos del rock, cantaron una vez:
De la uva al vino, de la papa al puré,
de la papa al vino y al voto después.
Entre chiste y chiste, se me confundió
si me lleva el pingo o el pingo soy yo.
(Foto de autor: Eugenia Kais)