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05 de enero 2023

Emmanuel Taub

SE MURIÓ MI PAPÁ

Tiempo de lectura: 5 minutos

 Cuando Eze Kopel, amigo y editor, me dijo que escribiera un texto sobre el duelo, y específicamente por el que estoy pasando por la muerte de mi padre, lo que no sabía era que el primer manuscrito que le envié, ajeno y formal a un duelo real, pertenecía a una conferencia que tenía que dar meses atrás en México y se había cancelado. La propuesta de escribir desde lo que hoy siento y casi no puedo razonar, de eso se trata sentir, me dieron palpitaciones en el corazón –causa de la muerte de mi papá–, situación que resolví con un Trapax sublingual que rápidamente me bajó de la ansiedad. En mis ataques de ansiedad siento que las extremidades de mi cuerpo dejan de actuar en conjunto y estarían cerca de parecerse a los bateristas que manejan sus extremidades desdoblados; en mi caso son solamente dos brazos y dos piernas queriendo escapar a cuarto destinos diferentes.

 Mi primer libro fue de poesía, salió en 2003 publicada por la bellísima Último Reino y se llama La lucha eterna. Era un libro de poemas pensados, para lectores con lecturas y bibliotecarios. Era un libro de palabra raras y puestas donde tenían que estar, pero esos poemas no tenían alma. Y porque no tiene alma es un librito transhistórico, siempre se acomoda bien en la zona de confort. Cuando se publicó el libro mi papá espero que terminara la presentación, sin dejar nunca de colaborar y me dijo dos cosas, una de ellas está en mi archivo que me acompaña en la vida. Me dijo: “ahora empiezo a entender algo de lo que hacés, pero siempre acordate de hacer cosas que las pueda leer y entender yo, porque soy  referencia de todo laburante, o que se pueda explicar fácil”. Siempre amé que su sabiduría, la que te iba a marcar la vida, no venía en una conferencia, sino en un súper chino comprando pan lactal.

"Después de casi cuatro semanas en terapia intensiva el corazón dijo “basta”. Ese corazón que siempre presentó como de un superhéroe, que entraba y salí de boxes, esta vez se subió a la banquina y se apagó.."

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 Los poemas, los libros, la economía, la ingeniería o el diseño, saber de cada hijo y aprender diferentes formas para hablar y evitar viajar. Siento que todas sus palabras desde hace un tiempo fueron prolegómenos para no sufrir ni pensar la operación del corazón que tenía que hacerse, volver a terapia intensiva y que el corazón no se detenga. Lamentablemente, esta vez, todos sus miedos que escondía dando y dando y dando al otro se hicieron realidad y después de casi cuatro semanas en terapia intensiva el corazón dijo “basta”. Ese corazón que siempre presentó como de un superhéroe, que entraba y salí de boxes, esta vez se subió a la banquina y se apagó.

Fueron dos operaciones y un coma inducido. Cuando algo se arreglaba otra cosa fallaba, y pasaron los días y todo se hizo muy largo. Y mientras más tiempo pasa aparecen dos caminos: el de la recuperación milagrosa, o el del final y la ausencia. Entre la muerte y el duelo se abre el vacío de la ausencia. La ausencia se convierte en ese dolor suave y prolongado en la boca del estómago, como un sabor amargo que nunca se va. Porque la muerte es el instante, y el duelo es el abrazo interrumpido a la muerte. Un abrazo que se pierde en el tiempo cuando es el tiempo el que somete la muerte al olvido. Pero la ausencia es siempre un aquí y ahora, un vacío que nos acompaña siempre.

Hay dolores que no se comparten, porque el cuerpo necesita experimentarlo para saberse vivo. Esos dolores son el vacío de la ausencia: se tragan, se pegan a la piel, se sienten sobre los hombros. La ausencia duerme en tu cama abrazado a vos. Los dolores de la ausencia primero tienen que volverse cuerpo, para sobrevivir. Es un dolor que no se comprende, no tiene explicación, porque no tiene palabras ni lenguaje para decir. Ninguna muerte es igual a otra, ninguna ausencia es igual a otra, ningún dolor es igual a otro.

"Hay dolores que no se comparten, porque el cuerpo necesita experimentarlo para saberse vivo. Esos dolores son el vacío de la ausencia: se tragan, se pegan a la piel, se sienten sobre los hombros. La ausencia duerme en tu cama abrazado a vos."

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Lo fui a ver de a ratitos, nunca me quedé más de una hora. Iba y volvía cada día para mirarlo, hablarle de lo que estaba escribiendo o del mundial; pero sobre todo –y hasta que llegaron mis hermanos de  EEUU– iba a darle un beso a mi mamá, y luego que llegasen a mis hermanos que pasaban allí su tiempo. No pude más que eso y fue la forma de estar que tenía, aunque hubo vaivenes como en la segunda cirugía o en el coma, llevo duelando a mi padre hace por lo menos diez años. Duelar es pensar en la posibilidad que alguien muera y cómo habitar el periodo de duelo. Esta anticipación te permite trabajar sobre la muerte y su muerte. Y más allá que estés preparado para el duelo del ido, cuando se muere de verdad tu padre, como en mi caso, sentís el golpe de una locomotora en el medio del pecho. Por la muerte en realidad es el instante que se lleva una vida del presente.

"Mi viejo era un gran hombre, con fallas como todos. Era un mensch como se les dice en idish a estos hombres trabajadores, con la mirada y el oído puestos al otro y la bondad para alimentar al pobre y vestir al desnudo."

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El tiempo parece más lento en una internación, como una tiempo a-temporal. Mi viejo con el tiempo vivido poco a poco empezó a disfrutar el silencio para poder gozar de la escucha. Se sentía entre épocas y eso hizo que nos pida siempre historias de nuestros trabajos, y sobre esas historias reflexionaba. Eso también produjo que tengamos tiempos sin tensión o por explotar. Mis padres vivían en Mar del Plata y sabíamos sin decirnos nada que después de seis o siete días visitándolos empezaban las tensiones. Eso hacía que me vaya y vuelva una semana más tarde. Ya habíamos anulado hablar de fútbol y política, pero siempre mientras hacía el asado mi viejo me buscaba. La última tensión que recuerdo en la que todo voló por los aires y mi viejo pasó todo el almuerzo gritando que cuando me veía hablar como un extremista con un chaleco lleno de dinamita. Por supuesto le respondí que me estaba viendo bien. 

Mi viejo era un gran hombre, con fallas como todos. Era un mensch como se les dice en idish a estos hombres trabajadores, con la mirada y el oído puestos al otro y la bondad para alimentar al pobre y vestir al desnudo.

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