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QUÉ LINDO, PERO QUÉ CAGADA

Tiempo de lectura: 8 minutos

Vida con y entre otros, donde es preciso renunciar a la satisfacción inmediata y compulsiva de los antojos y caprichos individuales. De lo contrario, volveríamos a la mal llamada “ley de la selva”. Ningún derecho puede subsistir ahí. Sin malestar, es decir sin legalidad, no hay sujeto. El malestar es la bendición de la cultura, condición de posibilidad y suelo necesario para la existencia social y subjetiva.

Diana Sperling. Posteo en facebook (24/11/2019).

Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos. 

Sigmund Freud, “El malestar en la cultura

El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable. 

Sigmund Freud, “El malestar en la cultura

La lectura del libro Y sin embargo el amor. Elogio de lo incierto de la psicoanalista Alexandra Kohan despabiló esta reflexión en el preciso momento en que, una vez más, colisionó la imperiosa necesidad de la estatalidad para enfrentar la peste contra una narrativa new age que insiste frenéticamente en el merecimiento de una vida de placer sin límites. 

Arriesgamos que la tensión entre lo colectivo y lo individual, que tiene siglos de debate en la arena pública, también se halla en las relaciones amorosas con sus singularidades. Soñamos con que en ambos escenarios, la síntesis evite la guerra. Quizás se trate de asumir que justamente en la invasión de los otros, como en la “irrupción de Eros”, es donde radica el nosotres. 

***

El orden social, precondición para vivir juntes, es un entramado de normas jurídicas y valorativas que configuran y posibilitan nuestras acciones y las relaciones sociales. El origen, las mutaciones, los horizontes y los contornos de ese ordenamiento societal han sido, hasta el presente, pivotales en las reflexiones humanas. Una de estas preocupaciones refiere a la tensión entre el carácter gregario de nuestra condición humana y la propia individualidad, a la amenaza de que una aplaste a la otra. Esta cavilación marcó el pasaje a la modernidad capitalista con los debates en torno a la libertad individual, el rol del Estado y el contrato social, extendiéndose hasta nuestros días. 

En un veloz ejercicio historiográfico, se observa que los acuerdos que se forjaron sobre esta pregunta fueron inestables: un loop que se reproduce bajo la disputa entre la tiranía del individuo y del mercado versus el totalitarismo estatal y comunitario. Entendida de esta forma, como una tensión individuo-comunidad, parece no haber salida sino ciertos consensos espasmódicos y efímeros que no logran desarmar la dicotomía libertad-igualdad.  

En un intento por matizar esta contradicción, el justicialismo propone la convivencia en comunidad, es decir,  entender esa relación ya no como antagonismo, sino como unidad conflictiva. Así busca su armonización como horizonte -es decir, como norte que guía la acción aunque nunca se concrete- y resulta igual de inestable que cualquier otra unión, pero que lleva la promesa agonística del consenso conflictual (Mouffe, 2014) que, ante lo inevitable del enfrentamiento, presupone que éste sea con arreglo a valores, reglas y límites. ¿Lo mismo puede valer para las relaciones amorosas? Sí, también allí encontramos esta tensión que es, en definitiva, constitutiva de nuestra condición humana: “El extrañamiento de sí, suscitado por el encuentro con Eros, es la posibilidad de fundar la hospitalidad como acto (…) hospitalidad comparte la raíz latina hostis- a la vez “enemigo” y “huésped”- y es entonces que la hospitalidad no supone condescendencia, en la medida en que no refracta ese enemigo, esa otredad, también la aloja, le hace lugar (…) no hay amor sin odio, no hay amor sin opacidad, sin oscuridades” (Kohan, 2020: 179)

"Frente a esta incomodidad, se ha articulado una narrativa new age que promete evitarnos la tensión, la contradicción, la fragilidad, la compañía. Así, se propone el imperio del placer individual en la consecución de la felicidad y la libertad como metas alcanzables y, en ese devenir, extermina la otredad"

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Frente a esta incomodidad, se ha articulado una narrativa new age que promete evitarnos la tensión, la contradicción, la fragilidad, la compañía. Así, se propone el imperio del placer individual en la consecución de la felicidad y la libertad como metas alcanzables y, en ese devenir, extermina la otredad bajo el “ideal de desapego, de indolencia, de indiferencia, de prescindencia, de esmerada desatención al otro: con tal de no sufrir (como ofrecen algunas religiones), desistir de esas innecesarias debilidades, del amor y del deseo, del riesgo sentimental de que alguien nos importe y de que podamos importarle a alguien, en favor de un principio de autarquía personal que encaja a la perfección en lo peor del individualismo neoliberal” (2020: 131).  Para explayar la libertad individual, para alcanzar la felicidad plena, en definitiva, para no sufrir, la receta es que no haya  otredad.  El costo de salir indemne de lo social, de lo amoroso, es alto y en solitario. Habrá que asumir, a decir de Angilletta, que “estar vivos implica ser vulnerables” (2021:100)  y que “pretender que el otro no nos afecte (…) es rechazar la angustia, es llevarse puesto al otro como tal dejándonos demasiado encerrados en la pretensión de garantías y sin poder pensar (Kohan, 2020: 121). 

Entonces, aún cuando la extensión plena de nuestra libertad y de nuestra felicidad este limitada por el otro, lo cierto es que sin el otro no hay posibilidad de existencia. Ni social, ni amorosa. Si gana uno, no gana el nosotres. Entonces, en verdad, no habrá nada que valga la pena. 

***

La vida en sociedad implica, indefectiblemente, una renuncia a la absoluta realización de las libertades individuales. Algo parecido ocurre cuando decidimos vivir en pareja: perdemos la mitad de la cama, los gastos se duplican y los platos sucios también, las manías y los rituales cotidianos sedimentados por años entran en competencia con los ajenos. Hay horarios, ritmos, formas, expectativas, berretines y caprichos que se derrumban, que nos son arrebatadas y, hasta peor, que entregamos a cambio del encuentro, de la coincidencia, de la conversación, de compartir. Así de lindo es apropiarse de lo extraño, así de cagada es despojarse de lo propio. Es justamente eso que Kohan propone en Y sin embargo el amor: “una pareja es un intento de hacer de la otredad una mismidad” ( 2020: 44). Pero no desde la construcción idealizada y esencializada.  Ese es el drama del amor que “lo que le falta a uno no es lo que el otro tiene” (Kohan, 2020: 45). 

Hasta ahora, está bastante chequeado que no hay forma ni estrategia capaz de evitarlo. La irrupción del amor “no tiende a la armonía ni al Bien” (Kohan, 2020: 71) y es esa misma descolocación la que arrasa con lo propio. Quizás ahí radica el problema, en que vivir significa renunciar a cosas, elegir unas es dejar de elegir otras. Y eso resulta insoportable. Más en este tiempo en que el neoliberalismo persiste en su afán de filtrarse en nuestras subjetividades, acechando como programa civilizatorio. En este escenario, hacer algo por/para/con otre, fundamento de la vida en comunidad y del amor, tiene malísima prensa.  El liberalismo -y su falsa promesa de que podemos elegir todo, de que nuestra libertad es libre y que tenemos más derechos que obligaciones- se ha enraizado en nuestra cosmovisión, individual e institucional. Ha calado hasta el ego y desde ese fundamento tan hondo  trastoca repertorios de acción, promueve consignas y habilita discursos que se exaltan cada vez que aparece el límite, poniendo en peligro a la otredad y la comunidad. Se pretenden más y nuevas libertades individuales en un mundo cada vez más individual y desigual. 

Hoy, en medio de esta crisis socio sanitaria derivada de la pandemia, arriesgamos a pensar que la narrativa del “ya fue” -que circula tanto como contraseña para entrar a las fiestas clandestinas, para relajar los cuidados u olvidar el barbijo- resulta ejemplificador: se entroniza la imposibilidad propia (“me tengo que quedar en casa”), indiscutiblemente dolorosa e insoportable, al tiempo que se borran las implicancias de la propia acción sobre el resto de la sociedad. Así, el ”si total nos vamos a contagiar” o el “yo no me voy a vacunar”, en su impertinente liviandad, sólo es posible cuando las balas no pican cerca o se desconoce la pesadilla que se vive día a día en los hospitales. Estas proposiciones se fundan en el imperativo de la expansión elefantiásica del goce, de no sufrir, de no sacrificar nada, de tenerlo todo.  Sentencia que, en definitiva, “pretende que lo propio no se forje en el campo del Otro, como si no fuera la alteridad radical lo que nos constituye como sujetos, y que, si hay algo propio, sólo puede inscribirse en el orden de los bienes” (Kohan, 2020: 139). 

Construir narrativas donde lo único propio es lo que se compra, atenta contra la construcción de lazos comunitarios y pretender la absoluta  felicidad resulta  “un modo de negación, de no querer saber aquello que somos en efecto” (Kohan, 2020: 145). Porque, en definitiva, lo social radica en eso que hacen otres para sostener lo que es de todes y no lo vemos, en eso que hacemos nosotres para sostener lo que es de todes y no lo vemos, en eso que hacemos juntes para sostener lo que es de todes y no lo vemos. Hasta que no está más. Como con el amor.

También en esta línea, Luciano Lutereau en Ya no hay hombres sostiene que “hoy vivimos en una época en que el nombre del Otro ya no nos afecta. Vivimos juntos, convivimos, pero sin que nada nos afecte. Nos parece terrible, una merma (a la libertad individual) que el ser del Otro nos fije un destino. Somos cada día más libres, pero vivimos cada vez más atados a nosotros mismos”. (2020: 68). A nadie le agradan los límites, pero si es lo único que asegura el resto, acaso ¿no vale la pena?

 ***

Las reglas -más o menos visibles- que constituyen al orden social, que encorsetan la libertad individual, son las que nos evitan el regreso al estado de naturaleza, al todes contra todes. Esas normas no son algo natural sino producto de lo social, de una circunstancia y justamente ahí radica su necesariedad: en que son la condición del encuentro, aún cuando no alcancen para mitigar el conflicto, ese que es parte del orden. Y si la tensión y la distensión son una misma unidad,  habrá que aprender a convivir con ello. Esta verdad de perogrullo, leída desde los feminismos resulta potente para evitar salidas individualizantes, meritocráticas y neoliberales a las urgencias de la hora. Urgencias que se dan en un mundo cada vez más riesgoso, donde la incertidumbre atraviesa toda la existencia, y que se ha explicitado grotescamente con la pandemia. Por ello, se vuelve ineludible soslayar la atomización liberal que desacopla los intereses individuales de los destinos colectivos. Porque, quizás más que nunca, se volvió evidente que nadie se salva en soledad. 

"La vida en sociedad implica, indefectiblemente, una renuncia a la absoluta realización de las libertades individuales. Algo parecido ocurre cuando decidimos vivir en pareja: perdemos la mitad de la cama, los gastos se duplican y los platos sucios también, las manías y los rituales cotidianos sedimentados por años entran en competencia con los ajenos."

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En este marasmo, una clave es que podamos construir lazos comunitarios, combatir al individualismo y a las narrativas new age del imperio de la libertad absoluta, del bienestar personalísimo y de la liviandad con los asuntos generales. Ciertamente, algunos feminismos reproducen la esencia de estos discursos, cuando  se ha vuelto evidente la trascendencia de la presencia del Estado para protegernos frente al riesgo e igualarnos. Por eso, el devenir justicialista del feminismo es consecuente con esta etapa como cruce productivo. 

Desde el Ni Una Menos, nos hemos demostrado que somos poderosas, que hemos sido un movimiento que ha tomado el espacio público y ha generado debates y transformaciones como ningún otro en nuestro país. Pero esa lucha no puede seguir avanzando si se profundiza el neoliberalismo. De nada nos sirve ser iguales en un mundo que cada vez precariza más la existencia. Tenemos que darnos el debate sobre la igualdad: ¿iguales con quiénes?; ¿quiénes pueden ser iguales a los varones?; ¿todos los varones son iguales? Lo mismo sobre la libertad: ¿libertad es hacer lo que quiero cuando quiero?; ¿ser más libres cómo?; ¿cómo construir una autonomía que incluya al Otro? Formular e intentar aproximarnos a responder estas preguntas nos permite complejizar las polémicas, esquivar los slogans y pensar cómo seguir con la disputa de poder. No para tener un espacio de género en cada ámbito, sino para que los feminismos sean un movimiento que siga ganando terreno en la política y en lo político, construyendo otros modos de pensarnos juntes, para ser barrera al neoliberalismo.     

Habrá que encontrar un equilibrio que va a ser, además, efímero.

Habrá que asumir que todo es una cagada. Pero qué lindo. 

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