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22 de septiembre 2023

Martín Rodríguez

MARIO

Tiempo de lectura: 5 minutos

“Se me ha muerto como del rayo”, decía Miguel Hernández, poeta de las dos Españas. La muerte tiene esa ráfaga. La muerte sobrenatural cuando más de adentro de uno es el que muere. ¿Qué pasó acá? ¿Qué es esta mañana sin el salute, equipazo? ¿Despedir a Mario? No sé cómo despedir a Mario. Con la muerte no nos podemos sentar a tomar un café, Marito. Estoy esperando que llueva, para tender la ropa y que se moje todo. Hay que poner todo a llorar. Nadie vio venir que estabas tan frágil del corazón. Y ahora parece tan fácil entrever que estaba tan frágil. “Anticipó todo en su corazón”, dice un amigo para nombrar también una espada de Damocles argentina. Alguien sacó una cuenta: no tenía un día libre últimamente. ¿De parar no hablamos nunca? El que oficia de parar la pelota es el que no para nunca. Así es la paradoja del generoso.

Como no le dabas pelota al vino, y yo creo que por algo el vino es el primer milagro, de golpe sentí que nos faltó un vino. Uno solo, aunque sea, ya que hubo tanto asado, tantos encuentros, pero ese aceite de uva en el medio de nosotros nos hubiera forzado a decirnos las cosas que igual ya sabíamos que nos íbamos a decir. El respeto, la amistad sagrada, la cuerda filiatoria, saber que un día tocará extrañarse como toca ahora, es lo que el vino acelera muchas veces. Adelanta ceremonias, el más allá y el más acá. ¿Dónde hay un Mario para desahogarse por la ausencia de Mario?

Una vez comentaste un elogio, alguien te había dicho no sé qué, te tiró flores, y dijiste: “viste cuando te dicen algo que no sabés dónde poner”. Tenías ese olfato especial: el de cierto pudor bien puesto. La sobriedad del siglo 20 que obligaba a lidiar con el narcisismo, a ponerlo en la guantera. La incondicionalidad nuestra era otra cosa. Era sabernos, no se decía. Jugar de memoria. La pertenencia ciega, amor incondicional. Como cuando nos rajaron de la radio. Todos juntos, nos sacamos una foto, en la puerta, en el hall, cantamos en el minuto final al aire, el coro de los desafinados, sin hacernos las víctimas. Las víctimas son otros.

Conocí el Mario de la radio. Todos tendrán el suyo, el mío es ese. Y la radio pública, el programa “Gente de a pie”, creo, es el que contiene a todos, es el Mario que reabsorbe a todos, es la madre última, todas sus cocinas. Donde ser él y donde ser para los demás. Editorial en primera persona cada puto día y armar equipo. Mario quería saber qué se podía desatar en cada uno. Cada quien tiene sus temas, sus obsesiones. “Agenda propia”, pero algo más. ¿Eso qué significaba? Café, café. Laburar con Mario tenía el peaje en “Lucio”, y puedo repetir de memoria: “para mí un americano con un poco de leche fría”. Bajaba de la cascada. La “Gente de a pie” la hacía gente de a pie también. Así logró que un productor pueda ser un columnista. Que hable, que cante los viernes. Toda profesión es más profesión si te dicen: hacé lo que te gusta. A mí me dijo en 2010 “vení y sé vos”. ¿Quién te dice algo así?

Y una jefatura completa. La masa salarial debía ser respetada y actualizada para todos. Mario tenía una campera de Ubaldini cada comienzo de año. Había un llamado de él clásico: el de tu paritaria. Valemos oro, cobremos buen cobre. Te cerré tanto, te decía. Secretario general del sindicato de a pie, compañero Wainfeld. Y también el programa era un tumulto, un montón que merecían la oportunidad de mostrar un don, pasar vergüenza hasta no pasarla más. Si te perdés, devolvele la pelota a Mario, era la consigna. Y la mayor prueba de humanidad es en lugares incómodos, donde se juega la miseria, la ambición de ser vertical, el chiquitaje que también tiene el mando. Mario fue un gran patriarca. Amasamos la amistad desde ahí sabiendo que había de todo: filiación, complicidad, lealtad, diferencias, pero “el columnista es soberano”, decía, se decía, se mordía los labios. Una vez me llegó una propuesta laboral, un plan chino, vidrioso. Y así como entraba a la “mesa de entradas” la propuesta, derivaba en un café con Mario, en “Lucio”, y entre la discreción de la charla, las medialunas impecables, pasábamos en limpio las conveniencias. Saber decir que no. Como las cosas que él dijo que no, y que no quiso que se sepan. Acá quedan, sshh. Como con todos los imprescindibles que te importan de verdad, también cocinás la amistad en desencuentros y reencuentros. Porque hay un camino. Casi doce años de radio juntos tienen encima las cuatro estaciones y para adelante. Ser todo menos la versión envilecida de las cosas. Soportar las diferencias haciendo una diferencia: poniendo el corazón por sobre todo. No siempre se puede. Hay que poner lo que hay que poner. Y también se saldaba así: la carcajada limpia por dentro y por fuera. Severidad y ternura. Nos cagamos de risa estos largos años, Mario.

“Gente de a pie” era la forma con la que alguna vez hicieron su decálogo. Y eso me llevo tatuado al porvenir. A ver, reescribamos a Mario: que la salud pública no la explica sólo el ministro sino también la enfermera; que si los periodistas deportivos aman el fútbol los periodistas políticos deberían amar la política; que la forma más generosa de la inteligencia es también decir “de esto no sé”; que la política es un Plan Marshall y un cierre de listas en el municipio de Chimbas; que nunca hay que agrandar tanto nada que al final achique la Argentina; que no se hace leña del árbol caído (no se le pega al que está en el piso jamás); que lo cortés no quita lo valiente; que al oyente no se lo irrita porque en dos horas de radio tenemos un tiempo para pasar juntos con él; que los viernes se canta. Mario pretendía un análisis de punta a punta para hacer fácil lo difícil, y su gesto -que podía parecer en un momento campechano- corría el riesgo de imitarse mal: creer que proponía una flexibilidad infinita. Lo que él sabía y quería que sepas, era algo simple: que la política es humana. “Puede fallar”. Como fallan todos en este país, los duros y los blandos. Y como los caminos torcidos de su Lealtad, de su renovación, de su Frente Grande, de su diario. Los caminos.

Mario era de la raza criolla que cree que en un café se pueden solucionar muchas cosas. Entre la sangre y el tiempo, el café. A la vez: los que se saben dueños de algo innegociable. La sangre que no se negocia. Como buen porteño, ruso. Como buen porteño, cantar en italiano bajo la ducha, que es la lluvia de los desafinados. Como buen porteño, boga, y laboralista, “los matarifes me esperaban en el pasillo del juzgado”, arrancaba contando, las venas cerradas de los tribunales, la república sucia del barrio San Nicolás. Esa memoria parlante que cada vez más era también la radio, el programa, monólogos de una ciudad que ya casi no existe. Lavalle y Paraná.  

Mario fue peronista y progresista sin nunca dejar de ser las dos cosas a la vez, sabiendo que una cosa no es exactamente la otra. Escribió dos libros para entender la Argentina y para entender personas, fue fundador de la mejor revista política que dio la democracia (“Unidos”), tuvo cinco hijos, amó a una compañera de fierro. Leíamos a Mario porque dice lo que pasa o para que pase lo que dice. No estamos hechos para mirar de frente todas las épocas. Estamos hechos para morir en la nuestra. Somos dueños de un cuento, nuestro cuento de la patria. El de Wainfeld cruzaba los inmigrantes, Ucrania, los pogromos, las abuelas con medias de lana, los abuelos bilingües que no querían contar lo vivido, apagaban una lengua, porque la patria es la tierra de los hijos. La bodega sucia de un barco que ya era tan argentino como los diaguitas. Lo grabado en el agua. Lo que queda flotando. Las memorias de donde salen las fuerzas que hacen, harán, invencible a este país.

No te tardes, compañero. Tenemos que hablar de muchas cosas.

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