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23 de junio 2021

Martín Rodríguez

LA CÁTEDRA NACIONAL

Tiempo de lectura: 4 minutos

Hay un don exquisito en pocas personas: el pudor, y el pudor conjugado con humor. Ahí se teje el parentesco de Horacio González con Borges. Dos extremos que se tocan. No había nadie que se tomara más seriamente no en serio a sí mismo que Borges. Fue su mejor personaje. Se lo hizo saber a todo el mundo. González también tenía ese don. Y lo que en Borges eran las bibliotecas hechas de laberintos, alephs y espejos, en Horacio eran bibliotecas montadas entre textos, papeles, cuerpos, restos fósiles del Estado. Horacio era un guía de ese laberinto argentino. De su moho, también. De lo barroco después de lo barroco. ¿Y si se sale por abajo? Fracking a la Historia. Leer a Horacio en los años finales de los noventa, cuando mi generación lo leyó, leer su “Restos pampeanos”, en una parte era como tener un ladrillo del muro de Berlín, y en otra parte era como la agonía de una criatura en brazos… tanto valor y patrimonio tiene que ser promesa de futuro. Cuando todo se iba a la mierda, había algo de esa época que era indecible y secreto: había esperanza. Y para muchos de nosotros la melodía gonzaliana viene de ahí, del profesor que traía a José Ingenieros, a Ramos Mejía, a John Cooke, o a un poema de Juana Bignozzi, y entonces las cuentas se hacían solas porque un país que había producido tanto, que tenía todas esas chimeneas industriales, que de pronto González activaba en tu cabeza, como una noche metafísica en la mismísima mishiadura, podía ser un viaje al pasado con una sola condición de futuro: un país no pudo haber sido algo tan en vano. Detengamos la mirada en ese esfuerzo metalúrgico que hacía Horacio para que todos esos textos que eran también los restos de la Nación no se perdieran. “Lugones supone estar ofreciendo una poética de Estado que coloca la poiesis intelectual por encima de los estamentos armados…” decía, y así seguía con esa oralidad llena de pliegues que eran como electricidades por un segundo en el aire y vos sentías que ese conocimiento te produce un estado de fragilidad parecido a la lectura de los versos más etéreos de Juanele Ortiz, esos versos que leés una vez y no querés volver a leer porque sentís que si los leés de nuevo se rompen, “la pasión de la luz antigua abriéndose en flores encendidas para mirarse en el espejo humano”.

Hay cosas que se leen una vez. Hay cosas que se escuchan una vez. Como la mañana de una clase en la sede de la calle Tucumán que me paré para irme, González esa mañana anodina de la Argentina del arranque del kirchnerismo había estado sublime, había dicho cosas que no se pueden repetir porque vos pensás que a esa cima se llega una sola vez, y no aguanté, agarré mi bolso, encaré la puerta por el pasillo del medio, me miró y me dijo: “¿ya te vas?”. “Voy al baño”, le dije. Mentí. Volví. Lo mejor de Horacio no está escrito. Su obra supera su obra. El esfuerzo con que podía ser capaz de colocar la vibración de su pensamiento en una charla sin grabador es el pliegue de su ética docente: la generosidad gratuita. Darlo todo.

Horacio González murió en la tragedia del COVID. El destino, como dijo él mismo, “esa porción desconocida que amenaza al resto”, que amenaza la voluntad, se cumplió. Horacio como Borges, como Charly García, vivió enchufado al sustrato argentino. Volvamos a Borges. La foto de Borges con los ojos cerrados. La vimos todos. No sólo los cierra, lleva la expresión de cerrarlos como si ahogara, comprimiendo aún más el músculo (los ojos son músculos), la oscuridad de su misma ceguera. Ordenar la memoria, esos cables sueltos, enhebrar y encender la luz argentina: la provincia humilde. En una secuencia imaginaria Horacio González también tuvo esa expresión hundida de los ojos: cerrarlos para encender la luz interior… ¿qué pasa si uno se metió la Argentina adentro?

Lo mejor de Horacio no está escrito. Su obra supera su obra. El esfuerzo con que podía ser capaz de colocar la vibración de su pensamiento en una charla sin grabador es el pliegue de su ética docente: la generosidad gratuita

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Es muy difícil contar a Horacio González porque muchos de nosotros nos sentíamos contados por él. Había muchas formas de espaldarazos, incluso algunas amables formas severas con las que Horacio era capaz de decirte cosas, soltaba sus “leí con temor eso que escribiste”. Decía temor para poner una mínima dosis de piedad. Si eras su alumno, si eras un militante, si eras un escritor con un manuscrito bajo el brazo, y lo que dijimos todos: “profesor, ¿le dejo esto por si tiene tiempo de leerlo?”. La docencia, esa mesa de entradas. Y en el medio del ruido existía una especie de código, de mito o leyenda, de que antes de que pisara el aula a Horacio se le alteraba “la escena”, un poco, para jugar con su capacidad de asociación libre. Entonces siempre en el aula algún alumno había hecho una intervención, ya sea copiando una frase o pegando una imagen, y eso disparaba en Horacio un desvío, o al menos otro punto de partida. Caramba, diría. Ese “mito” escenifica muy bien para muchas generaciones su acuerdo pedagógico.

Hace poco releí una entrevista legendaria que le habían hecho Horacio y el grupo del “Ojo Mocho” a Fogwill. Una entrevista muy profesionalmente provocadora donde se lucía Fogwill. Una cantidad de frases que organizaban una discusión sobre la transición democrática, los derechos humanos, la guerra argentina y la estética del porvenir. Pero en un momento dado Horacio le pregunta “¿Y qué había que hacer?”, y Fogwill se repliega y dice: “Yo no doy línea”, y entonces Horacio le dice: “pero no se puede decir todo esto en vano”. Hay algo para detenerse en ese no decir en vano. Algo de otro pliegue de su ética que era: ¿para qué se escribe, para qué se habla? No es la línea. Supe que no guardaba sus notas; una vez le pregunté por un artículo sobre la crónica política que había publicado a fines del gobierno de Menem, en 1999, y que daba vuelta por completo la percepción de esa década justo cuando estaba terminando, había sido publicada en un suplemento de Página 12, y él me dijo “no lo recuerdo, no lo tengo”. Eran unas clases en la Universidad de las Madres. Le importaba más la Argentina que su obra; y esa generosidad lo definió.

Nos (mal) acostumbramos a tener en Horacio González un relator de las pérdidas. La primera ausencia de su muerte es esta: falta un Horacio que despida a Horacio. Hace difícil pensar que no está, incluso para los miles que no éramos su círculo de amistad. Es el agujero del agujero. Somos los salieris de Horacio. Te robamos melodías a vos. Chau, profesor, en el aula dejamos colgado un letrero: GRACIAS PARA SIEMPRE.

(Ilustración: @elchara)

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