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25 de julio 2023

Luciano Chiconi

EL PODER O LA GLORIA

Tiempo de lectura: 11 minutos

La novela política argentina no nació (en tanto género moderno) concebida como el proyecto literario de sucesivas oleadas de autores, o como el núcleo de ideas de un grupo de escritores encuadrables en una generación. No nació de una creatividad vanguardista impuesta a la sociedad lectora. En la Argentina, la novela política surge de un hecho político concreto: la caída del peronismo en 1955. Ese final impuso una ambiciosa libertad estética para narrar, desde distintas direcciones, algo más grande que ese final: la literatura política argentina se proponía narrar los trances de la masividad social que moldeaba el sube y baja de la Argentina moderna. Vulgarmente, se podría decir que la novela política se concibió como bestseller y testimonio de la huella que el poder político deja en la carne humana de la sociedad. La ficción política argentina es literatura de divulgación, es el libro de autoayuda de los ’60 y los ’70 que induce a un tono (y este no es un dato menor) en la discusión política real de la época.

En 1964, mientras monitoreaba la monótona y poco combativa temporada baja de la resistencia desde Puerta de Hierro, Perón tuvo que leer El incendio y las vísperas, la novela más leída del país, la novela más leída por la clase media en general, para después salir a criticarla públicamente y generar su propio “hecho político” en la discusión cotidiana que mantenía con milicos, balbinistas o vandoristas.

Beatriz Guido había estudiado Letras, pero cumplía con un requisito profesional clave para escribir esta clase de novela nacional: había militado. Conocía los dos lados del mostrador, y tenía una visión sagaz de la transfiguración de los ciclos de poder político en relación a las masas entre los ’30 y los ’60 (por ejemplo, veía una cultura íntima inexpugnable en la continuidad conservadores-peronistas frente a “los pobres” y entendió a Frondizi como el final social de los problemas políticos de los ’40 y ’50) que le permitieron construir estereotipos políticos creíbles en el paisaje no romántico de la literatura del poder (el guapo de comité Guastavino en Fin de fiesta, la joven parejita posperonista de Laura y Miguel en La mano en la trampa, el empresario Cambón como un Graiver patagónico en La invitación).

"La novela política argentina no nació de una creatividad vanguardista impuesta a la sociedad lectora. En la Argentina, la novela política surge de un hecho político concreto: la caída del peronismo en 1955"

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En El incendio y las vísperas, Guido elabora la opinión pública sobre el peronismo en los años decrecientes del mito: la acción se inicia el 17 de octubre de 1952, un feriado lluvioso sin gente en las calles de Buenos Aires, donde la política sucede puertas adentro, en las opiniones hostiles de la familia Pradere -una familia que Guido satura con todos los excesos estéticos atribuibles a una familia oligárquica de Recoleta- que oscilan entre la insoportable persistencia burocrática del régimen a pesar de la señora muerta y un Perón alejado en mil y una internas con la Iglesia, la Marina, la prensa, la clase media, los sindicatos que no aceptaban el período especial del pan negro, y el lamento infantil por los sirvientes que se tomaron ese día y no les fueron a laburar a la casa.

En esa escena inicial, los Pradere proyectan una crítica política de doble intensidad: por un lado destilan una frivolidad de clase que Beatriz Guido utiliza para relativizar la causa del odio antiperonista de los “chetos” y quitarle barbarie soviética al peronismo, y por otro lado expresan un hartazgo opresivo sobre la situación social -los controles a la libertad política, los controles sobre la opinión pública general- que se extiende como una vivencia común de otras “clases” y que son indudablemente atribuibles al desgaste del aura peronista. Aquí se produce el primer impacto realista de El incendio y las vísperas: la autora podrá ser caprichosamente antiperonista, pero la novela registra un malestar político coral que identifica a la época específica que se narra.

Beatriz Guido contrapesa la militancia calculada de los Pradere con la antítesis sociológica de la confluencia antiperonista de esos años: Pablo Alcobendas, un estudiante universitario socialista de clase media pobre que milita en los comandos civiles. Todas las noches, en la oscuridad de su casa suburbana en Adrogué, Alcobendas espera la llamada clandestina de algún jefe anónimo que le ordene “entrar en acción”. Alcobendas vive para la militancia, denigra a su novia apolítica que prefiere el matrimonio antes que voltear a Perón y santifica a una madre viuda anarquista que le reclama la cabeza de Perón por encima del título de abogado.

En esa tensión privada que tortura al personaje, Beatriz Guido expone los dramas existenciales de la izquierda cultural: la militancia como un calvario ético de privaciones, el amor no correspondido con la clase obrera, la autopercepción superior de la militancia ilustrada, el desprecio a la buena vida de las clases altas aliadas aun durante el peronismo. Allí radica otro de los éxitos de la novela: la descripción realista del consenso antiperonista no evita que se haga un corte transversal sobre “las dudas” que unen y separan a ese bloque, esbozando cierta sensación de “proyecto inconcluso” que impregna el tono general (¿el mensaje?) del libro.

Desde el punto de vista político, el éxito comercial de El incendio y las vísperas se fundó en la inteligencia de Guido para aplicar una técnica testimonial que funcionaría como respuesta literaria a Operación Masacre de Walsh. Una respuesta estética llena de excesos políticos (el suicidio de Alejandro Pradere ante la quema del Jockey Club, el parentesco de Alcobendas con Di Giovanni), “mal escrita”, sentimental, militante y justamente a partir de ese estilo, de una tremenda eficacia política.

"En 1964, Perón tuvo que leer El incendio y las vísperas, la novela más leída por la clase media, para después salir a criticarla públicamente y generar su propio “hecho político” en la discusión cotidiana que mantenía con milicos, balbinistas o vandoristas"

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Hasta El incendio y las vísperas, nadie había escrito el diario de un clandestino en los diez años de poder peronista. No había un folletín moderno de esa clase media (u obrera de izquierda) que asumió una “lucha”. En ese sentido, la novela de Beatriz Guido invierte el salmo de Walsh y dice: acá, de este lado, también hubo fusilados que viven. La fibra sensible que toca el libro es la huelga ferroviaria de 1951, esos días donde una Evita falangista decidió salir a la una de la matina rumbo a los talleres de Remedios de Escalada para preguntarle a los “muchachos zurdos” que hacían la huelga cuándo pensaban levantarla; en esa huelga y en la actitud de Evita quedaba sintetizada cierta debilidad radicalizada del peronismo de esas noches: la lectura del conflicto como una ofensa personal a Perón. Guido narra la denuncia: hubo sindicalistas muertos, hubo basurales con cadáveres en Villa Martelli.

La hipótesis no explícita que surge de la novela (y que es compatible con la visión política de Guido) es que existe un estado de violencia latente en el poder peronista engendrado por su condición originaria de partido militar (el GOU como una transición autoritaria entre conservadurismo y laborismo); el peronismo desgastado del 52 se vuelve tan partido militar como sus enemigos militares.

"La fibra sensible que toca el libro es la huelga ferroviaria de 1951, donde una Evita falangista decidió salir a la una de la matina rumbo a los talleres de Escalada para preguntarle a los “muchachos zurdos” que hacían la huelga cuándo pensaban levantarla"

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El incendio y las vísperas opera como el testimonio de la militancia civil contra ese poder deformado, desbocado: en esa convergencia conflictiva hay estudiantes, sindicalistas, jóvenes aristocráticos, ex funcionarios de la vieja hegemonía conservadora, pero no hay militares. La novela le pone nombre y apellido a esos héroes civiles en inferioridad de condiciones frente al poder peronista: Ovidio Zavala, Emilio Gibaja, y se hace la misma pregunta que Walsh se hacía sobre Lizaso, Livraga o Troxler: ¿están vivos, están muertos, están desaparecidos? En ambos casos se narra un poder que somete y construye (y justifica) el antagonismo. El acierto literario de Beatriz Guido consiste en no aceptar una coalición militar como alternativa al peronismo porque la sociedad posperonista de la década del sesenta no lo aceptaría (no lo votaría); la superación de los ’50 como lucha antiperonista es un patrimonio exclusivo de la sociedad civil. En esa idea quedaría reflejada, también, la expectativa de Guido ante el frondicismo inconcluso como la única oportunidad política viable de una superación del partido militar.

Hay un hilo conductor eléctrico que distingue a El incendio y las vísperas del resto de la literatura antiperonista: el socialista Alcobendas y José Luis Pradere, hijo varón de la gloriosa familia oligárquica que arma Beatriz Guido, comparten la universidad y una célula de un comando civil. Participan en un operativo para rescatar a dos obreros socialistas que van a ser trasladados en un camión policial de una comisaría a la prisión, o a la muerte; la acción es exitosa, los obreros liberados, pero Alcobendas resulta herido; el cheto Pradere, parte del grupo de apoyo del operativo, lo rescata en su lujoso MG importado (otro de los excesos de Guido) antes de que lo agarre la policía, y lo guarda en el desván de la mansión familiar de Recoleta. Toda la acción transcurre en unas pocas manzanas entre Barrio Norte y Recoleta, cuna de la guerrilla urbana montonera, Montevideo esquina Santa Fe. Una operación porteña: la que narra Guido en su libro y la que narrarían Firmenich y Arrostito en La causa peronista.

Una familia culta, divertida y conservadora le da cobertura a un cuadro socialista: Alcobendas conoce a Sofía, la hija de la familia, una ni-ni liberal de veinte años que oscila entre la jactancia de su precoz profesionalidad sexual y el melodrama existencial de la insatisfacción amorosa; Sofía es “buena” para coger y “mala” para el matrimonio, y se siente excitada por la novedad de este socialista clandestino y pobretón en la casa. Alcobendas se siente excitado por la frivolidad dolcevitista de la pendeja que lo libera del celibato militante. En esa atracción irremediable, Beatriz Guido despliega todos los rasgos culturales de la grieta íntima del frente antiperonista: el desdén irónico de Sofía por los “negros” incomoda a Alcobendas, pero al mismo tiempo lo incomoda que ella tenga una vocación demasiado mestiza por el placer y los tipos, o que sea antiperonista pero no asuma el rigor marcial de la militancia. En algún tramo de su vía crucis heroico, Alcobendas se hace la pregunta del millón: además del odio personal a Perón o el hartazgo social ante la deriva del poder peronista, ¿qué nos une?

A su vez, la familia Pradere habla del huésped socialista a sus espaldas, le sacan el cuero político. José Luis Pradere se burla de su compañero de célula: la frivolidad de la familia torna aguda la crítica de la militancia política contra el peronismo. En un punto, hay “demasiada política” en Alcobendas, demasiada soberbia heroica para juzgar a la sociedad. “Después de todo, la clase media puede permitirse esas explosiones histéricas” dice José Luis Pradere refiriéndose al enojo político de Alcobendas por la falta de un mayor compromiso sacerdotal en la “lucha” por parte de esa familia aliada que lo cobija. Como si en pleno 1952 y con el país al borde del incendio, disfrutar de la buena vida aristócrata fuera más importante que voltear a Perón. Y lo era, como lo refleja Beatriz Guido al describir las relaciones de poder de la familia Pradere con el gobierno peronista.

"Toda la acción transcurre en unas manzanas entre Barrio Norte y Recoleta, cuna de la guerrilla urbana montonera, Montevideo esq. Santa Fe. Una operación porteña: la que narra Guido en su libro y la que narrarían Firmenich y Arrostito en La causa peronista"

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Hay diálogos, pactos y acuerdos entre los Pradere y los funcionarios del peronismo, hay veraneos compartidos en Punta del Este entre los “apellidos” y los nuevos ricos de la burguesía nacional. Todo eso existió al mismo tiempo que el antiperonismo. Una de las mejores escenas de la novela se produce cuando Guido narra, en la voz de las mujeres Pradere, la ropa, la forma de hablar y la conducta “vulgar” de las esposas de los funcionarios del gobierno peronista con las que se reunían a almorzar o tomar café. La frivolidad se transforma en realpolitik, y en un plano más general, Beatriz Guido parece marcar los límites de la obsesión antiperonista: ni todas las familias de Barrio Norte tienen una foto de Aramburu o Marcelo T. de Alvear en la casa, ni todos los ranchos del Gran Buenos Aires están decorados con fotos de Perón y Evita. En ese aspecto, y a diferencia del resto de la literatura antiperonista, El incendio y las vísperas se preocupó por exponer las crudas contradicciones sociológicas de la política antiperonista (un drama que obstaculizó el éxito político de la lucha) como una realidad equivalente a la escalada autoritaria del peronismo en crisis.

Juan Duarte tomando sol en la terraza del Jockey Club. ¿Qué es esto? ¿Eso fue real, es testimonio o ficción? La sombra de Duarte recorre varios caminos dentro de El incendio y las vísperas: desde esa “increíble” apropiación cultural de las costumbres oligárquicas hasta condensarse como el símbolo excluyente del realismo peronista de esos años finales. Minas, negocios, farándula, corrupción, la primavera financiera de la CGE, los gloriosos ’52-55. Juancito no es la cosecha de la política, es un producto del poder. Lo maldito de Duarte no surge de su pobreza o negritud, sino del ascenso impune que da el palacio, el lobby, la casta. El cuñado y quizás la hermana tenían votos, pero Juan Duarte no y a partir de ese detalle, Beatriz Guido diseña una visión del peronismo que se distancia de la clásica cuestión cromática de los escritores cultos: a ella no le interesa escarbar en la cultura de los negros, no se quiere meter en una villa, no está obsesionada con el preciso cinismo racial del gran Julio Cortázar en Las puertas del cielo, a Guido le interesa mostrar al peronismo como un poder político puro, amablemente burocrático y trágicamente violento, un poder sin rumbo, un poder sin sociedad. La figura de Duarte como estampa reventada del parásito político que se pasea por el Jockey “para provocar” tiene una fuerza política mucho más visceral y tangible que solazarse con la mucama que llora porque Evita está muerta.

Ahora todos se reúnen y son muy pocos (…) otro de los jóvenes, con una risa nerviosa, sin orden ni mando, respondiendo quién sabe a qué precisa consigna, patea un biombo chino (…) Otro de ellos, el que parece dirigirlos, busca en su bolsillo una caja de fósforos. No hablan, no ríen, no gritan…”

Beatriz Guido escribió libros de mucha precisión política y valor poético como La mano en la trampa y Fin de fiesta, pero El incendio y las vísperas los supera porque es una especie de Ilíada del antiperonismo, una novela que buscó atrapar todos los hechos políticos que destruyeron un mito y una época para narrarlos en una serie épica desmesurada. La quema del Jockey Club es presentada como un proceso autómata que no surge de ningún calor revolucionario ni de la convicción de una lucha organizada. El incendio es la piña al aire de una militancia aislada, el peronismo ya no es pasión de multitudes. El incendio es un evento inevitable en ese verano violento y faccioso de 1953. Es el principio de un largo fin, y la novela se cierra con más incertidumbre que esperanza.

"Beatriz Guido diseña una visión del peronismo que se distancia de la clásica cuestión cromática de los escritores cultos: a ella no le interesa escarbar en la cultura de los negros, no se quiere meter en una villa"

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El incendio y las vísperas fue la gran novela de masas de los sesenta-setenta y mantuvo cierta vigencia en los ochenta, cuando la autora fue agregada cultural de Alfonsín en España. Después, la novela política desapareció como género. Nadie “redescubrió” el valor literario de Beatriz Guido ni se reeditaron jamás ninguna de sus obras. Pero a principios de este año El incendio y las vísperas resurgió de sus cenizas y a caballo del clima de época, se volvió a editar después de décadas. ¿por qué vuelve este libro olvidado?

No se puede disociar el oportunismo editorial de este retorno del largo ciclo de crisis cultural que arrastra el peronismo en la última década. No se trata del clima bélico que puedan ensayar políticos antiperonistas contra el “PJ” o figuras políticas puntuales, sino de una valoración hostil de su identidad (histórica o actual) que se sedimenta como sentido común en amplias franjas de la sociedad politizada y no tanto (votantes, instituciones, memes, Mabeles, clase media, repartidores de pizza, editoriales periodísticos); la famosa opinión pública.

Pero la palabra sesgada de políticos, el análisis express de un periodista o el hartazgo de un ciudadano porteño que marcha o cacerolea no alcanzan para explicar cada uno de los pliegues problemáticos o contradictorios, frívolos o irónicos, fuertes y débiles, de esa tierra no peronista realmente existente. La patria halcona no tiene quién le escriba esta nueva época (su época) porque no hay una literatura política con la voluntad de contar todo, desde los fanatismos a las sombras que suelen escaparse a través de la ficción, y que ayudan a construir un paisaje verosímil de la realidad política. En ese sentido, El incendio y las vísperas vuelve a tener vigencia porque a pesar de contar otra historia (que está sepultada por el pasado, por el fin del partido militar como berretín político), hace renacer las certezas y temores sociales que le hacen falta a esta nueva y genuina moda antiperonista (más líquida, más democrática) para ser más creíble, masiva y mejor contada.

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