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21 de diciembre 2016

Ezequiel Meler

UNO, DOS, TRES PERONISMOS

Tiempo de lectura: 3 minutos

El peronismo nació a la vida política bajo el signo de la irrupción obrera en el espacio público, un elemento que condicionó, en buena medida, a sus primeros analistas. De este modo, una alianza nacional policlasista fue muchas veces reducida a su componente urbano, obrero –es decir, a aquello que lo volvía disruptivo en la mirada de la intelectualidad antifascista de aquellos años-.

Pero esas perspectivas que enfatizaban sus componentes obreros ocluían percepciones más profundas. En efecto, conforme la mirada se alejaba de la provincia de Buenos Aires, el hecho laborista que apasionó a tantos historiadores dejaba paso a una argamasa de elementos tradicionales, conservadores o radicales, cuando no ambas cosas. El peronismo se parecía así menos a una novedad absoluta que a una oportunidad para el reposicionamiento de dirigentes de algún modo ya integrados a la vida pública, aunque fuese en líneas subalternas.

Ya para los años sesenta, el peronismo podía descomponerse analíticamente en dos coaliciones bien definidas: una coalición metropolitana basada en el apoyo obrero y popular, y otra de orden periférico, que aglutinaba sectores medios y bajos en las provincias menos urbanizadas y desarrolladas. En ese momento, algunos autores trazaron una hipótesis poco revisada: la correlación negativa entre peronismo y desarrollo.

En efecto, los años ochenta, y en menor medida los años noventa, mostraban la relativa estabilidad en el aporte electoral y político de la coalición periférica, mientras avanzaba la erosión, producto de factores diversos, de la coalición metropolitana. La estabilidad del voto peronista ya no venía de las barriadas populares del conurbano, sino de las provincias menos desarrolladas del interior. La capacidad del peronismo de revertir esta tendencia y mantener guarismos aceptables en las áreas más desarrolladas estuvo en relación directa con la expansión del fenómeno de la nueva pobreza, que resultaba del brutal desguace del paisaje industrial acontecido en el último cuarto del siglo pasado.

Esta evolución pudo ser conjugada en el tiempo con una relativa unidad partidaria en la medida en que el control del Estado permitió atenuar los conflictos mediante un generoso uso de los recursos fiscales. Ausente la voz ordenadora de Perón, sólo quedaba la unidad, siempre federativa, por el poder y los recursos. Pero la dificultad de congeniar ambas coaliciones se hizo más profunda en el tiempo, y fue llevando a la emergencia de nuevas alianzas regionales que ponían en disputa el categórico dominio electoral del peronismo.

La democracia peronista que vivimos por más de un cuarto de siglo ha tocado a su fin

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La explosión de estos conflictos, posiblemente, haya llegado a su punto más alto con el agotamiento del modelo kirchnerista. Entre 2008 y 2015, en el centro del país, un fenomenal desafío político dio lugar al triunfo de una coalición electoral opositora. Se ha remarcado que esa coalición aprovechó en buena medida la división del peronismo, pero quisiera sostener que, en rigor, ese peronismo ya estaba dividido. Los distintos turnos electorales (2005, 2009, 2013) habían mostrado que existían sectores del peronismo que no aceptaban la idea de una conducción nacional contraria a los intereses sociales que representaban. Ya no era posible compatibilizar el crecimiento de la industria y del sector rural, como nos mostró el conflicto de 2008. La política social generaba contestaciones al interior de los sectores medios, que sufrían una fuerte carga tributaria. La persistencia de la marginalidad generaba nuevas demandas de imposible resolución, como aquellas vinculadas con la inseguridad. Como resultado, el peronismo se convirtió en un campo plural, cada vez más diverso. Y cada vez menos compatible.

¿Fueron las elites peronistas las que dividieron al gigante, o fueron sus votantes los que abrieron la brecha de representación que hizo posible, si no obligado, dividir los territorios del imaginario peronista? Es difícil contestar  a esa pregunta. Lo que está medianamente claro es que toda coalición que intente, en una situación de relativa normalidad, reconstruir la vieja fortaleza peronista de los años 1989-2015 chocará con poderosos intereses surgidos al interior de esa larga experiencia de gobierno. Ello no quita que puedan existir momentos de relativa hegemonía en el campo pan-peronista, pero será solo eso, una hegemonía relativa antes que una unidad imposible. La democracia peronista que vivimos por más de un cuarto de siglo ha tocado a su fin. No hay, en ningún horizonte, una posibilidad viable de volver atrás el reloj. Y con ello, la unidad del peronismo se convierte en un artículo digno de una tienda de antigüedades. Quizás el propio peronismo, en tanto partido hegemónico, también lo sea. Al fin y al cabo, los peronistas deberán conformarse, setenta años después de la aparición de su fuerza política, con ser, apenas, un partido más. Si es que logran, al menos, ser un partido.

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