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04 de julio 2017

Ezequiel Meler

OPERACIÓN VALKYRIA

Tiempo de lectura: 5 minutos

-Pero mirá, Florencio, que esto no tiene vuelta atrás. Si nos va mal…

Podemos imaginar la escena. Un vasto salón, una mesa larga, con pocos ocupantes en una cabecera. Las dudas de los participantes a flor de piel. Alguna salida apresurada para tratar de convencer, celular mediante, a alguien que se muestra remiso, que no aparece, que se borró. Y al fin entre los pocos participantes, la voz trémula que se anima a plantear el otro escenario: bajarse.

-Eso ni loco. Llegamos hasta acá. Ahora hay que jugar.

La escena puede haber sucedido de este u otro modo, pero refleja un poco las incertidumbres de un cierre de listas que deparó sorpresas, especialmente en el distrito al que todos, gobierno y oposición, prestarán mayor atención en octubre, la provincia de Buenos Aires.

La ruptura está consumada. Cristina Kirchner ha abandonado el sello del Partido Justicialista para competir con su propia armada en octubre. Un poco como en 2005, la ex presidenta sabe que para imponer condiciones a un peronismo receloso de su autonomía no le queda otra que quebrarlo en las urnas. De paso, incluirá en sus listas a los más puros entre los puros, los leales entre los leales, aunque no sin novedades. No estará en los primeros planos la gastada vieja guardia de hace doce años, que será relegada a puestos menores, como escondida de la vista ciudadana. Tampoco hay mucha visibilidad para La Cámpora, la agrupación ultraoficialista que acompañó a la ex primera mandataria en casi todos sus avatares políticos desde 2011. Lo nuevo no puede ser igual a lo que había.

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Cristina Kirchner sabe que ésta puede ser una de sus últimas jugadas, al menos en el ciclo histórico que comenzó con su ascenso fulgurante a un poder del que no se despidió nunca, no del todo. No negocia nada, elige nombre por nombre. Los intendentes no le merecen confianza, tampoco los sindicalistas de la CGT. Los peronistas en general la han defraudado con sus dudas. Algunos son tan ambiciosos como para querer diseñar su propia carrera. No, ella no quiere delfines, no todavía. Quizás nunca los quiera. Elige entonces apoyarse en muchos aliados y militantes del llano, con vasta experiencia como segunda o tercera línea, pero sin representación concreta. O, si se prefiere, con una representación invertida, como la describía Botana: no de las bases ante el liderazgo, sino del liderazgo sobre las bases. Entramos de lleno en la política después de los partidos. Lo que importa es el candidato. El que decide es, también, el candidato. Suyos son los votos. ¿Por qué no serían suyas las condiciones?

Un poco como en 2005, la ex presidenta sabe que para imponer condiciones a un peronismo receloso de su autonomía no le queda otra que quebrarlo en las urnas.

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Se ha reparado con acierto en que esto no es completamente nuevo. Por un lado, María Esperanza Casullo nos recuerda que los liderazgos, en el peronismo, hay que ganarlos: el poder no se entrega al sucesor. Hay que pelear para retirar al jefe. O a la jefa, en este caso. Por el otro, Pablo Touzón, más atento quizás a la historia inmediata, señala que, en rigor, no es la primera vez que Cristina ensaya una construcción personal, que desconfía del peronismo, que elude las mediaciones tradicionales. Lo intentó con Unidos y Organizados, lo consuma ahora. Esta vez, me toca agregar, va mucho más allá: ni siquiera los que hicieron carrera gritando su lealtad han ingresado a la lista.

La desconfianza hacia las mediaciones estuvo siempre. Con la CGT, la presidenta no dudó en definirse ella misma como trabajadora: ella conocía los problemas laborales mejor que los sindicatos. Con el peronismo, no dejó de apelar a retóricas movimientistas. No aceptó, y no ocupó jamás, puestos partidarios, a diferencia de su marido. Hoy apela a una nueva sigla, pero también a una nueva estética, casi a una reinvención. Quiere salir del cerco del kirchnerismo, producir un espacio que sea de ella, pero que trascienda las barreras de lo heredado.

Tampoco habría que exagerar la ruptura. En la mayoría de las provincias, el liderazgo peronista no ve motivos para cambiar de nombre. No hay forma ni necesidad de modificar el equipo si funciona. Y vaya que funciona: en muchos distritos el PJ gobierna desde hace décadas. ¿Qué querrá Cristina, se preguntan los gobernadores? Seguramente, una posición para mejor negociar después de octubre, arriesgan algunos. Sabe que con el nuevo frente puede no alcanzarle, a menos que perfore los cuarenta puntos y se transforme en la referencia obligada del peronismo. Y quizás ni aún entonces.

Pero lo cierto es que Cristina está dibujando, en Buenos Aires como en Santa Fe –aunque no en la Ciudad, donde otro formato ha funcionado- algo nuevo, algo distinto. Que se suturen el orto, dijo hace poco del PJ, en una conversación privada que jamás debió salir a la luz, pero que expresa su pensamiento más íntimo.

Del otro lado, la apuesta de Randazzo se desvanece en el aire. No pudo aglutinar apoyos suficientes, quizás en la hipótesis de que Cristina se retiraría del campo de batalla al ver al viejo aparato. Nada más equivocado. No pudo forzarla a competir por el FPV. Puesto menor, diría ella. En la lógica de la ex mandataria, ella no necesita ataduras: ella, en cambio, es lo que necesitan quienes la siguen. Randazzo se aferra a lo que le queda: sacarle puntos, meter diputados, darle representación a un peronismo que arriesga, en la provincia de Buenos Aires aunque no en el resto del país, a ser desechado al basurero de la historia. Randazzo es la última posibilidad de una política que la ex presidenta ve como tradicional, una política de dirigentes, de mediadores, de servilletas redactadas a varias manos, de poderes compartidos. Una política de negociaciones, de consensos, de compromisos. A ella no le gustan los aliados, no le interesa compartir. Desconfía casi patológicamente de los acuerdos privados, que tampoco suele cumplir.

Randazzo es la última posibilidad de una política que la ex presidenta ve como tradicional, una política de dirigentes, de mediadores, de servilletas redactadas a varias manos, de poderes compartidos. Una política de negociaciones, de consensos, de compromisos.

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Cristina dice querer ampliar las bases de sustentación, elevar la mirada. Ha adoptado con mucho entusiasmo la lógica del marketing político, como demostró en Arsenal. Aprendió del enemigo, pero no para copiarlo, sino para mejorar su propia propuesta. Arsenal fue, todavía, un acto político. Pero casi no hubo columnas con banderas. El formato 360, el desfile de los castigados por el modelo macrista. Y ella, la única que puede revertirlo. Ella, ante una multitud de rostros anónimos. Rostros que representan muchos otros rostros. Ella, solo ella. Las trompetas que suenan pueden ser las últimas. Y en la hora final no confía en casi nadie. Este es su último intento por no salir del escenario, por no perder centralidad. Como dicen que le dijo a Randazzo en aquella cumbre final, “somos la gente y yo. Nada más.”

¿Podrá ella sola? Las apuestas, casi todas por conveniencia, corren desde ahora.

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