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09 de septiembre 2021

Said Chaya

TIO SAM Y SUS VEINTE AÑOS DE GUERRA EN MEDIO ORIENTE

Tiempo de lectura: 7 minutos

“Aunque cruce por oscuras quebradas, / No temeré ningún mal, / Porque Tú vas conmigo”. Con esas palabras, que corresponden al salmo 23, el presidente George Bush (h.) se dirigió a los estadounidenses en la tarde del 11 de septiembre de 2001. Los atentados contra el Pentágono y las Torres Gemelas constituían una herida sin parangón contra el que, por entonces, era el foco de poder indiscutido en el plano internacional. El territorio de Afganistán fue invadido un mes más tarde, cuando los talibanes se negaron a entregar a Osama bin Laden, responsabilizado por los ataques. Era el comienzo de una cruzada internacional contra el terrorismo, que tenía al Medio Oriente como epicentro. Acusado en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de albergar armas de destrucción masiva y de asociarse con terroristas, Irak sufrió la misma suerte en 2003.

La determinación de Washington se desvaneció con el correr de los años. Cuatro lustros más tarde, ha mostrado en Medio Oriente un rostro difuso, atrapado entre las promesas electorales de retirar las tropas, las dudas crecientes de sus aliados y los avances de sus adversarios en el tablero regional. Sin cargar toda la culpa sobre los hombros de la Casa Blanca, es posible afirmar que las acciones y omisiones de los Estados Unidos han contribuido a moldear esa estratégica zona en los últimos veinte años. Para ello, basta repasar algunos de los conflictos más importantes que tuvieron lugar en este tiempo.

Sin cargar toda la culpa sobre los hombros de la Casa Blanca, es posible afirmar que las acciones y omisiones de los Estados Unidos han contribuido a moldear esa estratégica zona en los últimos veinte años.”.

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En Irak, Estados Unidos apostó su prestigio y perdió. Es que la mentira tiene patas cortas: si no lo creen, pregúntenle al secretario de Estado estadounidense, Colin Powell. El funcionario fundamentó la invasión a un Estado soberano a través de engaños que incluyeron la presentación de pruebas falsas en el Consejo de Seguridad, donde la inteligencia estadounidense respaldó la existencia de laboratorios móviles destinados a armas químicas y vínculos de Bagdad con la organización terrorista Al-Qaeda. La desmentida de los organismos especializados de Naciones Unidas llegó cuando el mentado “cambio de régimen” promovido por Washington ya había sido puesto en marcha. En la comunidad internacional, el golpe a la credibilidad estadounidense se hizo sentir. La aparición de enfrentamientos sectarios y étnicos afloraron en una sociedad que todavía permanece dividida y se convirtieron en campo fértil para el surgimiento de grupos armados y organizaciones terroristas, como el llamado Estado Islámico. El asesinato del líder iraní Qassem Soleimani en el aeropuerto de Bagdad incrementó el rechazo a la presencia de las tropas estadounidenses en el país. En ese contexto, la Casa Blanca duda y trata de imaginar para esos soldados un cambio de funciones que signifiquen un respaldo para los aliados que le quedan en el territorio.

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En Siria, Estados Unidos no logró instalar alternativas viables que fueran afines a su pensamiento, a pesar de casi una década de presencia militar. La reelección inopinada de Bashar Al-Assad el pasado mes de mayo fue prueba suficiente de ello. La “línea roja” que Barack Obama advirtió al líder del partido Baath que no debía cruzar se convirtió en una muestra de debilidad en lugar de una herramienta de negociación flexible. Más tarde, la aparición de la organización conocida como Estado Islámico puso nuevamente a Washington contra la espada y la pared, forzándolo a trabajar incómodamente con sus vilipendiados adversarios: Rusia, Hezbolá y el propio Al-Assad. La salida de sus tropas en 2019 colocó a Vladimir Putin como garante de estabilidad, ante quien se inclinaron sin alternativa hasta las milicias kurdas. A Arabia Saudita, el gran socio regional, no le quedó otra opción que saludar la reelección de Al-Assad con una llamada telefónica, mientras los Emiratos Árabes Unidos reabrían su embajada en Damasco y la Liga Árabe consideraba el retorno de Siria a su seno tras diez años de suspensión.

El desastre de Afganistán, marcado por el regreso de los talibanes a Kabul en agosto pasado en medio de la fuga de las tropas estadounidenses, constituyó el espectacular telón de fondo de estos veinte años. Allí, pretenden reeditar una trágica gestión como la que llevaron adelante entre 1996 y 2001, esta vez oculta tras un falso velo de amplitud ideológica y diálogo democrático. En 2001, cuando Washington invadió y destituyó a los partidarios de Muhammad Omar, lo hizo por sus conexiones con Osama bin Laden. A partir de entonces, la Casa Blanca contribuyó a construir un nuevo poder de espaldas al interior rural, mayoritariamente conservador, que reclamaba con fervor la salida de las tropas extranjeras. El gobierno de Hamid Karzai y también los de sus sucesores estuvieron marcados por la debilidad: nunca logró hacerse con el control total del territorio. Los talibanes, por su parte, levantaron las mismas banderas de los noventa. Tras la salida de los Estados Unidos, el atentado en el aeropuerto de Kabul realizado por la organización Estado Islámico del Gran Jorasán brindó la posibilidad a los talibanes de remozar su imagen y convertirse en adalides en la lucha contra el terrorismo, en un escenario lleno de incógnitas. Los enemigos de ayer podrían ser los aliados de mañana. En las fronteras externas de una región difícil de definir, Afganistán asoma como una nueva amenaza para el subcontinente indio y Asia central.

Cuando Washington destituyó a los talibanes, lo hizo por sus conexiones con Bin Laden. A partir de entonces, la Casa Blanca contribuyó a construir un nuevo poder de espaldas al interior rural conservador, que reclamaba con fervor la salida de EE.UU.

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Algunos meses después de los atentados del 11-S, George Bush (h.) incluyó a Irán junto a Siria y Corea del Norte en el llamado “Eje del Mal”, ubicándolo como uno de los promotores internacionales del terrorismo y colocando sobre él y sus pretendidos socios un oscuro pronóstico. Veinte años más tarde, demostró su incapacidad para contener los avances de Teherán en la región, que incluyeron el fortalecimiento de Hezbolá, que ahora operaba no solo en Líbano sino también en Siria; las simpatías hacia el accionar y la causa de los hutíes en Yemen; sus socios de Badr y otros miembros de la Alianza Fatah en la Cámara de Diputados iraquí, así como con Hamas en Palestina, son muestras de la efervescente actividad de Irán en Medio Oriente. El intento de contener esos avances limitando su poder nuclear tampoco arrojó los resultados esperados: menos de tres años después de su implementación, el Acuerdo Nuclear anunciado por Barack Obama se convirtió en letra muerta. Las fuertes sanciones económicas estadounidenses y europeas que pesan sobre Irán y sus funcionarios son, por ahora, uno de los incentivos que tiene el gobierno de Teherán para mostrarse dispuesto a dialogar con la Casa Blanca, en un contexto en el que, con el presidente Ebrahim Raisi a la cabeza, los ayatolás controlan los resortes del poder en primera persona.

Algunos meses después de los atentados, Bush (h.) incluyó a Irán junto a Siria y Corea del Norte en el llamado “Eje del Mal”, ubicándolo como uno de los promotores internacionales del terrorismo y colocando sobre él y sus pretendidos socios un oscuro pronóstico.

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Finalmente, su condición de árbitro en el conflicto palestino-israelí atravesó en estos años un profundo descrédito. Además de no poder encauzar el plan de paz, tampoco logró formar consensos consistentes junto con otros actores regionales y globales que promoviesen políticas activas tendientes a lograr al menos algunos avances. La persistencia de la ocupación militar israelí en Cisjordania y la anquilosada estructura político-administrativa palestina demostraron que los Acuerdos de Oslo no envejecieron bien. La mudanza de la embajada estadounidense a Jerusalén, la propuesta conocida como “Acuerdo del Siglo”, que no contemplaba los reclamos árabes, así como los pactos de normalización de Israel con los Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Marruecos y Sudán, negociados junto a Estados Unidos a espaldas de los intereses de los palestinos, fueron los principales hitos de una agenda reciente donde no hacen falta pruebas para confirmar que Washington ha dejado de ser un negociador justo para las partes en pugna.

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Mientras tanto, ¿qué ha sido de los socios de Estados Unidos en la región, en este contexto de descolorida pesadumbre? El Estado de Israel, por un lado, dio muestras de creciente autonomía en la sociedad que lo unía con Estados Unidos, exhibiendo margen de maniobra y dando por sentado que aliados de larga data también pueden tener, en ciertas ocasiones, intereses contrapuestos. Arabia Saudita, por otro, se prepara para negociar con Irán, reconociendo su victoria en Siria y trayendo nuevamente al redil a Qatar, a pesar de sus impulsos por disputarle espacios de poder en la región. Ambas naciones dialogan con Rusia y China, y no se muestran incómodas de ello. Como decía el general Charles de Gaulle, será que las naciones no tienen amores, sino intereses. Solo buscan sobrevivir.

Como decía el general Charles de Gaulle, será que las naciones no tienen amores, sino intereses. Solo buscan sobrevivir.

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Este retroceso de los Estados Unidos en los últimos veinte años marcó una reconfiguración del balance estratégico en Medio Oriente, en el que sus aliados del Golfo Pérsico también se vieron debilitados. Acorralado por las problemáticas que no supo resolver, sus actitud dubitativa y sus malas decisiones jugaron a favor del fortalecimIento de Irán, un actor con quien sus intereses colisionan, y la mayor presencia de Rusia, habituada a disputar espacios y recursos, y más recientemente, de China, siendo este último su principal adversario global. El polvoriento final de aquella cruzada imaginada hace cuatro lustros solo puede coincidir con una nueva época, porque Estados Unidos no resignará gratuitamente su protagonismo en una región de persistente centralidad.

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