02 de mayo de 2025

1
Dentro de “La historia oficial”, la película ganadora del Oscar al mejor film extranjero de 1985, hay una escena que siempre me llamó la atención. Héctor Alterio, que interpreta a un inescrupuloso empresario, Guillermo Battaglia, en el papel de un padre anarquista con ideas incólumes, y Hugo Arana, en el rol del hermano menor, un laburante que apenas sobrevive, discuten en pleno almuerzo familiar. Los tres hombres se pasan facturas porque el padre no aprueba la manera non sancta en la que el hijo mayor ha ascendido en la escala social. El personaje de Alterio es el que peor termina en esa discusión, pues la economía era un tema muy ríspido en aquellos años post dictadura, la procedencia poco clara de muchas fortunas, con financieras mediante y asuntos turbios salpicaba la honorabilidad.
Se trata de un tema que casi todo el cine de la época reflejó desde varias aristas. Desde “Plata Dulce” -de las últimas en rodarse en dictadura- hasta “El año del conejo” -también dirigida por Fernando Ayala- el dinero es un nudo primordial. En esta última, el relato se centra en la crisis existencial de un cincuentón que deja un buen y rutinario trabajo para meterse a timbear con las finanzas. “Pasajeros de una pesadilla”, el film que intentaba ahondar sobre un asesinato que sacudió a la opinión pública de esos años (el crimen del matrimonio Schoklender) también se zambulle en la oscura economía de la pareja. Parecían tenerlo todo hasta que aparecen sin vida en una paqueta avenida de la ciudad dentro del baúl de su auto. Sus hijos, que son los principales sospechosos de cometer el homicidio, abren la caja de Pandora de una familia que detrás de la fachada envidiable vivía un infierno mezclado con negocios sucios. “La Clínica del doctor Cureta” -basada en una historieta de Meiji y Ceo, publicada en la Revista Humor-, desde otro ángulo mostraba la ambición desmedida de un médico corrupto, propietario de un nosocomio privado, que hace las mil y unas fechorías para birlarle dinero a sus pacientes.
Así empecé a acompañarlo a un bar donde paraban tanto clientes como fabricantes. “La oficina”, era el principal lugar de reunión. No sé llamaba así, pero sus parroquianos la solían nombrar con ese mote. Once, en ese entonces, era un epicentro de “buscas” mezclados con empresarios
Tampoco la gran comedia de esos años, “Esperando la carroza’, dejó el tema de lado. Antonio y Norita los tíos pudientes no pueden explicar con claridad el origen del dinero que los ubica, dentro de esa familia decadente, como “los ganadores”. Al pasar, la adolescente Matilde le espeta a ese sospechado tío interpretado por Luis Brandoni: “dicen que sos de la pesada” (terminología aplicada en aquel entonces a aquellos que hacían el trabajo sucio de la dictadura).
Pero mientras el cine refleja con una mirada impiadosa los años del deme dos, el quiebre del aparato productivo y la inmensa deuda heredada, en la cotidianidad de la vida emergieron en la clase media algunos nuevos gustos: lo importado, veraneos en la Meca de Uruguay (Punta del Este) y el deleite por palpar dólares. Casi imperceptiblemente la lógica general mutaba. Tanto que el muro acá se había caído antes: Adelina Dalesio de Viola enamoraba a jóvenes votantes, mucho antes que Javier Milei los conquistase con su “¡Viva la libertad, carajo!”, con un: “socialismo ¡las pelotas!”. La “negra de la Ucede”, como ella misma se había rebautizado, había conquistado almas libres de mercado en plena primavera democrática.

Ya no éramos los mismos. Éramos gente de bien que había dejado atrás la dictadura, a la que se la acusaba de endeudarnos y ser corrupta, y nos poníamos en manos de una democracia que además de darnos de comer, curarnos y educarnos, debía ofrendarnos dólares. La timba financiera estaba mal, pero no tan mal. El verde que nos obsesiona hasta hoy, abría paso a ser más laxos en términos de cómo conseguir billetes. El infierno suele ser un camino plagado de buenas intenciones, dicen.
2
“Un lugar en el mundo” fue de las cintas más taquilleras de los primeros años 90. Adolfo Aristarian dirigió a un dream team de estrellas en un film donde otra vez la dignidad y el cómo se hace guita está muy en discusión. Al igual que la taquillera “Tango feroz”, de Marcelo Piñeyro -que en el tráiler nos avisaba “que todo no se vende ni todo se compra”-, inundaban de lágrimas los cines ante la historia de alguien que anteponía sus convicciones al vil metal.
Algo que a su vez no se reflejó al año siguiente del estreno, ya que en las urnas ganó Carlos Menem. Su reelección, con más votos que en 1989, se basó en aseverar que era inamovible el peso igualado al dólar. Aunque esto implicase mantener altos índices de desocupación. Un país que multiplicaba sus remises y canchas de paddle en pos de cuotas, viajes y vivir una fiesta en la que ya no nos invitaban, aunque soñábamos que, por error, al menos, nos incluyeran en el convite. El bronceado ya lo teníamos.
Siempre había uno que oficiaba de ejemplo a alcanzar. Es que estaban ahí, pululaban entre las mesas: los caídos contando historias de otros caídos que se llegaron a levantar y en una temporada se compraban “el derpa”
3
“Pizza, birra y faso” de la dupla Stagnaro- Caetano en 1997 sacó a la luz el lumpenaje que había quedado bajo la alfombra durante los años de la manteca al techo. En paralelo con “Mediodía con Mauro” -el show periodístico de la tele, conducido por el inefable Viale-. La decadencia de varios años florecía entre desocupación y chicas que bregaban por un minuto de fama a pesar de ser parte de un caso policial.
Picos de ratings mezclando policías, el esposo de una vedette, una madre y una hija, venidas a menos y lo más variopinto del medio. Rascando la olla por un sueño a la hora que los desocupados almorzaban. Cada vez menos.
4
La gran película que inaugura el siglo es “Nueve Reinas” de Fabián Bielinsky que se adelantó un año al corralito pero mantiene intacta la idea de escalar, de llegar, de cambiar el destino. La escena donde la ciudad es una tremenda trampa en medio de la jungla es tan perfecta que más de veinte años después no debe cambiar un ápice. Aún las mecheras son el terror de la calle Avellaneda y los pungas tienen la habilidad para dejarnos sin celular en cualquier colectivo en hora pico. (Habría que añadirle los esquemas de Ponzi solamente).
El detalle colateral e increíble: en 1983, el año de la elección presidencial que inaugura estos cuarenta años de democracia, Ricardo Darín dejaba su rol de galancito para demostrar lo buen actor que era protagonizando una comedia en donde un peronista se enamoraba de una radical. Inaugurando la grieta y adelantándose al rol que lo lanzó a la fama cinematográfica. La historia se llamaba “Mi chanta favorito”. Título que bien podría haber tenido la emblemática “Nueve reinas”.

5
En el 2000 cuando la crisis macera el pronto estallido, con quien era mi marido empezamos a vender accesorios al por mayor. Él había tenido un local en los 90 y conocía a muchos proveedores de la zona de Once. Sin laburo, empezamos a fabricar unas chalinas de hilo batik. Era el hit de la temporada y la que nos permitió una salida laboral módica pero digna
Comprábamos el hilo, unas señoras desocupadas del barrio con máquinas de tejer familiares marca Knittax las tejían, yo me encargaba de hacer la magia del color y mi marido de venderlas. Así empecé a acompañarlo a un bar donde paraban tanto clientes como fabricantes. “La oficina”, era el principal lugar de reunión. No sé llamaba así, pero sus parroquianos la solían nombrar con ese mote. Once, en ese entonces, era un epicentro de “buscas” mezclados con empresarios. Un perfecto cóctel de salvación. Fue allí donde conocí el poder del relato sobre salvados y caídos.
Que la pareja de F. y S. habían llegado al primer millón de dólares gracias a la importación de los noventa porque “la vieron”. Que a F. el éxito se le había subido a la cabeza y que cuando se divorció de S. cometió el error de abrir un pelotero con su nueva joven mujer perdiéndolo todo mientras S. en cambio, que siguió en el rubro, pudo comprarse el local y ahora era millonaria. Qué R.R. la había levantado en pala en Mar del Plata con unas chucherías. Qué H.P era mal tipo porque había creado una especie de diario de novedades en cuyas páginas aparecía la lista de los que habían tirado cheques de dudosa calidad, mezclando runflas con pobres caídos en desgracia. Qué M.M era un genio para descubrir “los bolos” -así se los llama a los éxitos de cada temporada, un pañuelo, aros, gorritas o cualquier producto de moda tan efímero como masivo-, pero que esa habilidad era tan inmensa como su pasión por los burros o el casino, lo cual lo llevaban en una sola temporada “levantar un paquete” pero también a perderlo. Qué el Turco A. con unos lentes de sol chinos hizo fortuna y se construyó un pequeño edificio. Que C.B era un mediocre, pero gracias a la constancia de su mujer, la que de verdad era un as en la venta, siempre tenía una buena temporada.
El personaje de Alterio es el que peor termina en esa discusión, pues la economía era un tema muy ríspido en aquellos años post dictadura, la procedencia poco clara de muchas fortunas, con financieras mediante y asuntos turbios salpicaba la honorabilidad
Levantarse y caerse. Jugársela. Arriesgar con bijou de lentejuelas, o pulseras de Las chicas Superpoderosas, todo en medio de la esperanza de pegarla. Siempre había uno que oficiaba de ejemplo a alcanzar. Es que estaban ahí, pululaban entre las mesas: los caídos contando historias de otros caídos que se llegaron a levantar y en una temporada se compraban “el derpa”. Claro que, en mis jovencísimos oídos de entonces, todos me parecían cuentos que sólo servían para seguir adelante entre crisis y crisis.
En esa época no me importaba la calidad de aquellas fábulas, básicamente porque esos hombres, que parecían salidos del libro de Jorge Asís, Los Reventados, me parecían fascinantes para llevar los sacudones con entereza. Con los años me di cuenta que muchas historias eran ciertas, otras exageradas y algunas mucho más loables que en los relatos.
Es qué si te tropezabas pero que desde el fondo del pozo “la veías” siempre te podías levantar. Y no era cuestión solo de trabajo. Era también una cuestión de ojo. Lástima que casi todos aquellos cuentistas de bar ya estén muertos. Hoy me encantaría escuchar esas historias de fe mientras se timbea en el Titanic.