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11 de septiembre 2021

Tomás Rodríguez Ansorena

¿SE VAN POR EL PETRÓLEO?

Tiempo de lectura: 8 minutos

En el frondoso catálogo de aventuras de negocios de los años 90, ninguna supera la audacia de Carlos Bulgheroni en Afganistán. Ya se conoce suficiente la historia de su viaje a Turkmenistán tras la caída de la Unión Soviética, el desarrollo del campo gasífero de Yashlar, las misiones comerciales de sus lugartenientes de Bridas con uzbekos, kazajos y tayikos, su encuentro con la premier pakistaní Benazir Bhutto y sobre todo sus negociaciones con los Talibán. La célebre foto del picnic con latas de Pepsi en la estepa afgana muestra el calibre de su ambición. El hombre que murió siendo el más rico del país en el ranking de Forbes llegó a abrir una oficina en Kabul en el edificio que había abandonado la embajada de Alemania y se trenzó en una disputa geopolítica y judicial con Unocal, la petrolera californiana que entre su staff de lobbistas tenía a Henry Kissinger. Y a Robert Oakley, antes embajador norteamericano en Pakistán, y a Zalmai Khalilzad, futuro embajador en Afganistán. La gesta de Bulgheroni era casi imposible: construir un gasoducto que conectara las reservas del Mar Caspio con el puerto de Karachi en Pakistán. Una estructura de caños y bridas que 30 años después sigue siendo una promesa. Una que los Talibán, otra vez en poder del territorio, una vez más se empeñan en sostener. 

Bulgheroni colgó los guantes antes de que finalizara el siglo. Bridas, que hoy se llama Pan American Energy tras la fusión con Amoco primero, con British Petroleum después y finalmente con la china CNOOC, le reclamó 15.000 millones de dólares a Unocal por básicamente haberles robado la idea, perdió el juicio y volvió a concentrarse en Cerro Dragón y sus otros activos fundamentales de América Latina. El gasoducto TAPI (Turkmenistan-Afganistán-Pakistán-India, también conocido como CentGas) y desarrollos análogos fueron la explicación que encontraron algunos analistas, dentro y fuera de EEUU, para explicar la invasión a Afganistán tras el atentado de las torres. Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, sostiene esa tesis. ¿Quién podía creerse que la inteligencia de Bush había decidido invadir Afganistán solo para combatir al riadí Osama Bin Laden y su multinacional Al Qaeda? ¿De qué eran culpables los talibanes afganos? ¿de proteger a un terrorista o de impedir un negocio de Unocal -que en 2005 fue comprada por Chevron- o de Halliburton u otras decenas de contratistas? Estas mismas preguntas son todavía más incómodas puestas a pensar la guerra en Irak.

¿Quién podía creerse que la inteligencia de Bush había decidido invadir Afganistán solo para combatir al riadí Osama Bin Laden y su multinacional Al Qaeda? ¿De qué eran culpables los talibanes afganos? ¿de proteger a un terrorista o de impedir un negocio de Unocal -que en 2005 fue comprada por Chevron- o de Halliburton u otras decenas de contratistas?

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Lo cierto es que la invasión a Afganistán tras el atentado a las Torres no factibilizó el proyecto. Aún con la gestión del favorable Hamid Karzai durante los 10 años que ejerció la presidencia o la de su sucesor, Ashraf Ghani. La “liberación” afgana no permitió explotar el potencial del Mar Caspio. Afganistán validó su chapa de cementerio de los elefantes. Ni los británicos ni los soviéticos ni los yankees torcieron su destino preexistente, el de ese país al que, quizás como ningún otro, “la geografía determinó su historia, su política y la naturaleza de su pueblo”, como escribió Ahmed Rashid

Lo explican todas las necrológicas que hoy lamentan el regreso de los Talibán: entre Irán y la India, un tapón para Asia Central; presionado por la influencia rusa al norte y la influencia china al este. Afganistán, una “región” ultrabalcanizable que naturalmente hubiera debido sucumbir ante cualquier imperio y sin embargo mantuvo su unidad y a fin de cuentas también su independencia. Los valientes hombres a los que está dedicada Rambo III habitaban hasta hace muy poco un territorio estratégico, una suerte de aduana por la que necesitaba cruzar el petróleo y el gas del Asia Central (entrampado también por Irán y la inestabilidad del Cáucaso hacia Occidente).

Pero una serie de factores hoy hacen pensar que Afganistán no solo está acechado por la sharia hardcore de los Talibán sino también por el fantasma de la irrelevancia. Por un lado, porque China desarrolló una ruta de evacuación de los recursos del mar Caspio, una salida por arriba de la inviabilidad del TAPI; por el otro, la transición energética y la revolución del shale en Estados Unidos, que parecen ser las condiciones para hacer realidad eso de yankees go home. Nadie lo dijo mejor que Trump tras el asesinato de Qasem Soleimani en enero de 2020 (había arrancado tranqui el año de la pandemia): “We do not need Middle East oil”.

La cruda realidad

El 18 de diciembre de 2015, el Congreso de Estados Unidos puso fin a la prohibición de exportar petróleo que en esos días estaba cumpliendo 40 años. La decisión fue tomada durante el gobierno de Gerald Ford en 1975, en la época de la campaña WIN (Whip Inflation Now!). La economía más poderosa del mundo se ponía proteccionista frente a la crisis del petróleo de 1973, hecho bisagra para el desarrollo del capitalismo. El embargo que impuso la OPEP tras la guerra de Yom Kippur funcionó como condensador de los flujos determinantes de la etapa que estaba naciendo: el fin del patrón oro, la aparición de los traders de commodities, el empoderamiento del sector financiero, la consolidación de Medio Oriente como la madre de todas las batallas, la centralidad de Israel, las semillas del fundamentalismo, e incluso el inicio de la agenda de la transición energética. Estados Unidos tardó exactamente 40 años en resolver el problema de la dependencia petrolera (que en 1979 le produjo otro golpe durísimo) y la solución no estaba en ninguno de sus patios traseros sino en su propio subsuelo. El desarrollo conjunto de las técnicas del fracking y la perforación horizontal permitieron liberar los recursos del shale en las cuencas de Permian (Texas/N. Mexico), Eagle Ford (Texas) y Bakken (N. Dakota), entre otras. En 2013, Estados Unidos produjo más petróleo del que importó por primera vez en dos décadas y en 2015 se convirtió en el mayor productor de petróleo y gas del mundo, por encima de Rusia y Arabia Saudita.

Pero una serie de factores hoy hacen pensar que Afganistán no solo está acechado por el Talibán sino también por el fantasma de la irrelevancia. Nadie lo dijo mejor que Trump tras el asesinato de Soleimani: We do not need Middle East oil.

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Además, otra revolución hidrocarburífera menos publicitada también se produjo en Canadá. Las arenas bituminosas de Alberta revitalizaron la producción canadiense (hoy cuarto a nivel global), lo que le aseguró a Estados Unidos un proveedor más confiable. 

El precio del petróleo fue un factor determinante en este proceso. Si no se hubiera disparado el súper ciclo del precio del barril entre 2002 y 2014 (que pasó de ~US$ 30 a ~US$ 100 con un pico de ~US$ 150 justo antes del crack de 2008), nadie en sus cabales hubiera invertido tanto en desarrollar la tecnología que luego, entre otras cosas, haría posible el boom de Vaca Muerta. Los efectos del 9/11 en esta escalada son ambiguos. Por un lado, la inestabilidad en Medio Oriente siempre empujó los precios hacia arriba (de la revolución iraní a la Guerra del Golfo), y no hay dudas de que la prolongada guerra en Irak contribuyó a inyectar incertidumbre. Pero sin la recuperación asiática y el crecimiento de China, no hubiera habido semejante consenso alcista. 

Estados Unidos tardó exactamente 40 años en resolver el problema de la dependencia petrolera (que en 1979 le produjo otro golpe durísimo) y la solución no estaba en ninguno de sus patios traseros sino en su propio subsuelo.

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Si en 1990 era vital para la seguridad económica nacional evitar que Irak invadiera Kuwait, en 2021 lo que ocurra en aquellos pozos es menos relevante. Al menos para Estados Unidos. La Guerra del Golfo tuvo lugar durante el consenso del llamado “Peak Oil”: el punto en el que la producción tocaría su máximo y desde el cual empezaría a caer por el declino natural de las reservas globales. Hoy, el consenso sobre el Peak Oil es exactamente inverso: el punto máximo de producción y consumo se tocará más temprano que tarde por el declive de la demanda. La electrificación del transporte y la incorporación de las renovables y probablemente también la energía nuclear relevarán al petróleo de su trono. Quizás ese punto sea el verdadero final del siglo XX.

El gas es otra historia. Por su menor emisión de gases de efecto invernadero (sobre todo respecto del carbón), su reemplazo por otro tipo de energías tardará más. Ese diagnóstico mantendría la ventaja competitiva de Afganistán como peaje geográfico. Pero la historia avanzó más rápido. El gas del Mar Caspio siempre tuvo cuatro destinos posibles: Rusia hacia el norte, India y Pakistán hacia el sur (vía Afganistán), el mar arábigo vía Irán o Turquía y Europa a través del Cáucaso. En el siglo XXI se sumó China, que financió y concretó aquello que Pakistán, Arabia Saudita, India y Estados Unidos no pudieron (quizás una reivindicación de Bulgheroni). El gasoducto Asia Central-China es una obra monumental que atraviesa Uzbekistán, Kazajstán, Kirguistán y Tayikistán para darle energía a la hambrienta matriz china. Empezó a construirse en 2007 y es uno de los puntos más altos, por escala y eficiencia, de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, la nueva ruta de la seda de Xi Jinping. En 10 años, Turkmenistán logró multiplicar por 10 sus exportaciones de gas hacia China y así liberarse de su dependencia histórica de Rusia. El nuevo monopsonio no deja de ser un riesgo para la región, pero en lo que a esta nota importa, el cambio es de 180°. Por otro lado, si es cierto que en términos bélicos el Mar Chino es el nuevo Golfo Pérsico, el gasoducto es una fuente de ingreso de gas mucho más segura que la importación a través de los barcos de GNL (Gas Natural Licuado) que flotan frente a las costas de Tailandia, Hong Kong o Japón. Nunca antes desde el inicio del siglo del petróleo, el Asia Central dependió menos de sus incómodos vecinos: Rusia, Irán y Afganistán. O de su cada vez más distante amigo/enemigo: los Estados Unidos de América.

20 años es un montón

Fahrenheit 9/11 arranca con una ucronía inquietante. ¿Qué hubiera ocurrido si a Al Gore no le robaban la elección del año 2000? Nunca lo sabremos. Pero es interesante indagar en una “verdad incómoda” para los demócratas: si es cierto que el petróleo y el gas que llenó los bolsillos de texanos como George Bush es el motor de la violenta historia de Estados Unidos en Medio Oriente, fue el petróleo y el gas texano el que hoy permite la retirada. Sin fracking no hay paraíso. La dependencia energética es tan material como el suelo afgano o la chapa blindada de un Humvee: se puede tocar, se puede sentir, te puede reventar la economía y enturbiar tu mente durante la noche más oscura.

Joe Biden asumió la misión histórica verde y pretende transformar la matriz energética de su gran nación, pero sabe que los hidrocarburos todavía son una prioridad. Medio Oriente nunca saldrá de su agenda hasta que eso cambie definitivamente, y por eso en agosto pasado le pidió a la OPEP que aumente su producción de petróleo. No puede permitir que sus compatriotas paguen la gasolina más de 3 dólares por galón en medio de la recuperación post pandemia. Un dilema incómodo para el jefe de John Kerry, que no quiere soltarle la cadena a los Estados petroleros y busca la selfie con Greta Thunberg, pero también adivina que el viento y el sol son tan renovables (renewable) como inestables (unreliable). Al menos por ahora.

Si es cierto que el petróleo y el gas que llenó los bolsillos de texanos como George Bush es el motor de la violenta historia de Estados Unidos en Medio Oriente, fue el petróleo y el gas texano el que hoy permite la retirada. Sin fracking no hay paraíso

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Puede decirse que en 1973 inició una transición energética cuyo capítulo más actual quizás no sea el reemplazo de los fósiles sino su descentralización: el gran paradigma de nuestra época. El repliegue de Estados Unidos hacia adentro puede explicarse en esos términos, o al menos en parte. La geopolítica del petróleo es completamente diferente a la de aquella mañana de 2001 sobre la que ya no se puede decir nada original. Que Medio Oriente se mantenga “estable” parece ser hoy una responsabilidad de otros. Quién sabe cuál es el Gran Juego que reinicia otra vez.

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