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SAN LA MUERTE VA A HOLLYWOOD

Tiempo de lectura: 10 minutos

EL DIA DEL TRABAJADOR NO CAE EN MAYO

Weekend At Bernie’s (la película de 1989 dirigida por un director americano que nunca produjo nada de valor y a quien nunca se le cayó una idea) es la realización perfecta del zeitgeist electoral del país del Norte. Larry y Richard son dos jóvenes profesionales precarios: trabajan en el fondo de la jerarquía de una financiera, no tienen fines de semana ni vacaciones, nadie les paga el sobretiempo. Richard vive con sus padres y Larry en una zona criminal infectada de cucarachas. Es verano en Nueva York, el piso es lava y la empresa solo le paga el aire acondicionado al CEO.

El argumento de la película es simple. Larry y Richard, dos bufones de su propia juventud, descubren un fraude financiero en la redirección de una serie de fondos hacia la cuenta de una persona muerta. Bernie, el jefe de la empresa, señala los méritos de su descubrimiento y los invita, como recompensa corporativa, a pasar tres días en su casa de playa en los Hamptons. El fin de semana – el día del trabajador – funciona como señuelo: Bernie, que está detrás del panorama del fraude, intenta asesinarlos contratando a un sicario en una escena que parece un montaje parodiado de la serie Los Soprano. El asesino falla y mata a Bernie, sin querer, con una sobredosis de heroína al principio de una jornada estival. Larry y Richard se percatan de lo sucedido pero, exaltados con el goce general de los Hamptons, deciden hacer del cadáver de Bernie una pantomima para que continúe la circulación opulenta del lujo camp.

Weekend at Bernie’s es una película barata y terrible pero, ante todo, es el diagnóstico perfecto de las elecciones que se aproximan en Estados Unidos. Su estética es de un lujo exagerado y de mal gusto, como una imitación en los ‘80 de una ostentación que sólo existe en los lobbys de los hoteles Trump. Al mismo tiempo, sin embargo, el revival del muerto es patético y parte de una comedia noir mayor que vive, desde hace un poco más de tres años, el partido demócrata. 

El partido demócrata parece estar involucrado en un viaje onanístico a lo largo su propia historia: una serie de necrófilos organizados alrededor de un cadáver, haciéndolo hablar para que la fiesta siga.

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El muerto que no habla pero que es hablado: una propuesta al interior del partido para pensar y leer a sus héroes y figurines. Ruth Bader Ginsburg, jueza de la Corte Suprema, muere y su entrenador hace flexiones de brazos al lado del cajón. Obama, frente a la DNC, habla de la Declaración de la Independencia, de la base de la sociedad, de la firma de la constitución en 1788, de JFK y de los Clinton. Como Bernie – un modelo de enriquecimiento demodé que presenta la película para exhibir cierta putrefacción de lo boomer-la comedia del discurso político está predicada, para el partido azul, sobre la incapacidad de reconocer la propia muerte. La negación funciona como un vehículo discursivo y como agravante. Hay un cadáver, algo podrido en el estado de Dinamarca, y una serie de impulsos taxidérmicos que buscan, de manera desesperada, revivir el legendario pasado difunto.

La fiesta continúa a pesar de que el anfitrión es fiambre. El derroche empeora, la diferencia entre las elites de las costas y el resto del país crece a pasos agigantados. Amazon formula avances económicos sin precedentes y sin carga impositiva, abre depósitos en cada pueblo y cada ciudad, forma pactos con las universidades de prestigio y Silicon Valley se encarga de importar la vida humana hacia su médula, una nube inasible de contenido digital albergado en granjas de servidores distribuidas por todo el mundo. El país se cubre de muertos y, mientras el avance subrepticio del capitalismo digital se acelera, los demócratas vuelven al pasado ideal de la época de Obama, defensivamente tratando de frenar la virósica retórica de crisis de Trump creando su propia crisis. El escrutamiento fetichista y melanco por un pasado cercano que parece cada vez más imposible (no obstante la insistencia de Joe Biden) habla de la propia imposibilidad de construir ideológicamente, de un impedimento de base en poder volver a captar la voluntad de las clases trabajadoras. El partido demócrata parece estar involucrado en un viaje onanístico a lo largo su propia historia: una serie de necrófilos organizados alrededor de un cadáver, haciéndolo hablar para que la fiesta siga.

LA MUERTE DE LA POLÍTICA Y LA POLÍTICA DE LO MUERTO

Operan en los encuentros entre demócratas y republicanos dos nostalgias diferentes. La de Trump intenta recuperar la virtuosidad derogatoria que desplegó en 2016 en tándem con el resentimiento defensivo que llevó al votante redneck a elegirlo. Se implica así en una visión neofascista de aquel pasado puro, familiar y blanco de Normal Rockwell y Thomas Jefferson. MAGA: Make America Great Again

La nostalgia demócrata es más compleja, en parte porque no es coherente en todas sus dimensiones. Los sectores de la izquierda demócrata liderados por Alexandria Ocasio Cortez, y el partido socialdemócrata que tomó vuelo luego de la candidatura de Sanders en 2016 se despliegan en pos de un regreso a los procesos sindicales de los años ‘20 y ‘30 y, sobre todo, al New Deal de Franklin Roosevelt, montándose sobre eslóganes como Solidarity Forever (extraído de la voz trovadora de Pete Seeger) y sobre imágenes que apelan directamente al diseño gráfico nostálgico en los pósters de la solución socialdemócrata a la crisis climática. Los demócratas de Biden – compuestos por un cuerpo heterodoxo de progresistas, financistas de Wall Street, Millennials feministas del #MeToo corporativo y algunos miembros del gabinete infame de George W. Bush –  regresan al VP de Barack con la esperanza de retornar a los años mozos, cuando el multiculturalismo de Hamilton y la diversidad triunfaron por sobre el racismo y la xenofobia. Kamala Harris, en este sentido, se postula desde el discurso oficial como retorno chic de Obama. Harris es exhibida como paradigma del progresismo nouveau: algo en su configuración identitaria como mujer negra, como californiana, como hija de inmigrantes permite eludir, de inmediato, el hecho que sus políticas se orientan, históricamente, hacia el lado opuesto. (En su lugar, Kamala es una figura contradictoria y conservadora, dueña del capital cultural de la clase media alta internacional auto-mitologizada como aliada de la clase trabajadora, con un historial ligado al control policialpolíticas empobrecedoras, de encarcelación de la gente negratrans, y daño ambiental ligado al fracking). 

En el debate de Cleveland (el primero y acaso único debate presidencial de lo que, originalmente, se había presentado como parte de una secuencia de tres) las voces de Trump y de Biden eran casi inaudibles. El modus operandi era simple, infantil: Trump comenzaba a hilar frases sin sentido hacía una serie de enunciados cada vez más alejados de los hechos. Biden señalaba la especulación y se apoyaba en los datos y en la superioridad moral-institucional de los mismos. Trump respondía en postura de bravucón, amedrentando e interpelando–llegó a mencionar al hijo de Biden, involucrado en un pseudo escándalo de corrupción, y a quien acusó (sin fundamento) de haber sido despedido deshonrosamente del ejército. Biden interrumpía guardando el decoro y las formas presidencialistas, puntuando con ocasionales brotes afectivos su postura de Mr. President. Fue un griterío alimentado por la masculinidad nostálgica de ambas campañas. Si bien todos los debates tienden a abrir problemas que no cierran del todo, aquel fue un diálogo de besugos donde las pocas frases inteligibles se perdían en los laberintos retóricos de sus propios significados. El humillante “there’s nothing smart about you” de Trump se encontró, luego, con la postura nostálgica de Biden quien, como meme premeditado por un estudiante de segundo año de márketing, terminó por reponer: “will you shut up, man?” 

A un mes de las elecciones, el discurso escatológico se impregna en Estados Unidos casi tanto como cuando se cayeron las torres gemelas, quizás más que luego de la caída del muro de Berlín. Mientras que AOC y su equipo demandan el desfinanciamiento de la policía, Joe el constructor repite y repite–ante la pregunta de Trump con tono de jaque–que quiere ayudara la policía a hacer mejor su trabajo. Cuidando las formas, Biden no supera nunca los modales de la política, retrotrayéndose sobre una modalidad Kennedy recientemente fallecida; la postura de superioridad que lo connota, inmediatamente, con la mecanicidad feminizada de Hillary Clinton. Por contraposición, la vulgar y artificiosa transparencia de Donald–insultos, interrupciones, lobbys de hotel llenos de oro falso–lo acercan a la fantasía trabajadora, rural y blanca sobre la riqueza urbana de los años ‘80. El acting de autocontención de Biden, confirmado en exabruptos perfectamente calculados, responde con alergia protestante a una ostentación que percibe de mal gusto e intenta, al mismo tiempo, desplegar cierta candidez clasemediera a la hora de responder. En ese sentido, la postura irónica y casi asqueada demócrata es además una postura que desmerece las aspiraciones del proletario blanco, desdoblando y subrayando la desigualdad económica radical y el impulso defensivo racial que genera aquel odio.

A un mes de las elecciones, el discurso escatológico se impregna en Estados Unidos casi tanto como cuando se cayeron las torres gemelas, quizás más que luego de la caída del muro de Berlín

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LA MEDIOCRIDAD DEL MAL

Durante la semana posterior al debate, los miembros internos del partido republicano fueron diagnosticados, como la muerte roja de Poe avanzando sobre la Casa Blanca, con COVID.El New York Times, entre extasiado y morboso, reportó uno a uno los avances del virus superponiendo sobre una foto de la oficina Oval cada caso positivo y negativo; nos enteraríamos luego que Trump evidenció síntomas incluso la mañana post-debate, poniendo en jaque la salud del otro candidato septuagenario. La cabeza del estado, autoconvencida de su relativa fuerza discursiva, se mostró débil: a los positivos de Donald y Melania Trump le prosiguieron los de Stephen Miller (corazón ideológico del gobierno), Kellyane Conway, Chris Christie y Hope Hicks, entre otros.

La muerte, como espectro y como posibilidad, asedió al centro de gobierno. En un video breve, Donald se presentó frente al público de la Casa Blanca, sacándose el barbijo como anunciando: “miren, ¡respiro sólo!” y logrando generar más preocupación por su salud aún. En twitter, los demócratas – pragmatólogos supremos – especulaban fervorosos y expectantes ante la posible muerte de la cabeza de Estado en un ta-te-ti necropolítico donde la muerte del líder implicaba, directamente, el cese de la situación de emergencia que Trump, entendido como excepción totalizante, impuso sobre EE.UU. 

La muerte de Trump como horizonte posible permitió cristalizar una serie de dinámicas propias que se gestaron en los últimos años en nichos demócratas: un pánico moral llano y agresivo, histérico y por momentos falaz, donde el hombre naranja es raíz e impedimento inamovible del arco fundamentalmente progresista de la gran nación americana (narrativa, de más está decir, que se ve confirmada retroactivamente en la gloriosa campaña de Obama en 2008). Como Eichmann en Jerusalén, el fetiche demócrata asigna a Trump una cualidad sublime, terrorífica y extra-humana que inmediatamente lo implica como una excepción al sistema y como origen de la crisis actual, permitiendo olvidar los procesos endémicos y estructurales que condujeron a la debacle contemporánea. La demonización de Trump no es tanto una estrategia retórica como un giro político hacia la mediocridad: allí donde el partido demócrata podría hilar propuestas políticas, regenerarse para fomentar avances progresistas que lo renueven como actor y agente en el campo de las ideas, el odio irracional hacia Trump–que no es más que una tibia reacción a su desenfreno retórico y político–implica un corte del discurso y, con él, el corte inmediato de cualquier posibilidad de autocrítica. Mientras el gigante esté en el poder, no hay nada que hacer. Biden puede asistir a un tercio de sus eventos de campaña, puede irse a dormir a las nueve de la noche, la clase trabajadora (un actor que brevemente fue parte del panorama de la mano de Sanders) puede seguir siendo elidida como sujeto clave de la política. Trump como significante, entonces, surge como el justificativo perfecto tanto de la mediocridad demócrata como de su histeria mediática y, de paso, permite que las elites liberales (que estadísticamente sostuvieron su riqueza o la acrecentaron en los años naranjas) sigan lucrando televisivamente con el horror real en el que Donald parece lujuriar. El New York Times se enriquece, Biden duerme la siesta, todos ganan.

Las élites mediáticas hablan de una guerra civil, de la imposibilidad de acceder a los resultados de las elecciones, de un recuento eterno que extendería el mandato de Trump por varios meses, de Putin y los hackers rusos. La elección ya no es una respuesta estable a la crisis política sino su génesis. Al mismo tiempo, Trump retuitea noticias maníacamente y niega la posibilidad de una transición tranquila del poder, generando más discurso (más tráfico virtual) para el ciclo mediático liberal. Estamos frente a una crisis política que es crisis institucional pero que, ante la proliferación de ideas, ante la necesidad de decir y de repudiarlo todo, también es una crisis fundamental del discurso.

ANGELUS NOVUS

 Para Mariano Siskind, el mundo como conceptualización es el máximo horizonte político de nociones modern(ist)as de cosmopolitismo, la estructura simbólica en la cual se apoyaban las fantasías humanísticas de la modernidad: emancipación universal, justicia, igualdad. Estos ideales jamás actualizables fueron siempre los de la burguesía y el estado-nación moderno. Dentro de ellos, Siskind percibe una sensación de crisis que marca el fin o por lo menos la fragilidad de ideales que impulsaron el desarrollo del sistema político americano y que alcanzaron su auge, como marcó Fukuyama, alrededor de 1990 con el colapso de la URSS. 

Trump mismo produjo esta crisis destructora de mundo al atacar a los inmigrantes centroamericanos en su primer acto de campaña, cuando bajó de sus escaleras horribles y banales; Trump es la crisis, innegablemente, pero lo importante es notar cuánto le gusta a Donald serlo, cuánto disfruta la atención que le facilita el pánico moral inspirado por sus dichos absurdos. Entre más anti-cosmopolita se posiciona Donald–anti-inmigración, anti-derechos humanos, antiglobalización–más estrafalariamente reacciona el partido azul, defendiendo eternamente las instituciones democráticas que el presidente pone en peligro. 

el fetiche demócrata asigna a Trump una cualidad sublime, terrorífica y extra-humana que inmediatamente lo implica como una excepción al sistema y como origen de la crisis actual, permitiendo olvidar los procesos endémicos y estructurales que condujeron a la debacle contemporánea

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Eternamente a la defensiva, los demócratas abandonaron la novedad y la construcción ideológica y se abocaron a hacer eco de la disrupción momentánea de las lógicas discursivas tradicionales y liberales de la política. Para Donald la crisis es el otro, para la DNC la crisis es Donald, y en este encadenamiento repetitivo no nos queda política ni novedad, sólo crisis. Ante su incapacidad de pensar el futuro, los demócratas vuelven al ilustre pasado de Obama para escapar la agonía, liderados por Joe y Kamala. La melancolía infecta y corrompe la máquina ideológica demócrata; se disuelven en sus derivas atemorizadas cualquier futuro alternativo al presente, mientras Kamala defiende el fracking y al conocimiento científico apasionadamente. No se trata, aquí, de defender la existencia de un mundo feliz, pero el apocalipsis precede y explica a Donald, y la ineptitud conceptual demócrata para divorciar sus propuestas políticas del territorio del Hombre Naranja los convierte en sus voceros y agentes políticos. 

“Necesitamos una conceptualización del duelo que nos ayude a lidiar con nuestra pérdida cuando no hay promesa alguna de resolución, o de pasaje seguro a un plano supuestamente auto-reconciliado y post-traumático donde nuestra reinversión libidinal suponga también la reinstitución del mundo.” Como sugiere Siskind, ante los discursos de crisis ni la nostalgia ni la rendición se presentan como apuestas viables, ya que llevan en última instancia a un corrimiento de las problemáticas del presente y sus causas históricas. Trump no es la verdadera crisis, y operar dentro de la crisis que él nos fabrica imposibilita su derrota.

Democratic presidential candidate former Vice President Joe Biden stops to speak to members of the media as he walks out of the Queen Theater in Wilmington, Del., Thursday, Oct. 1, 2020, after pre-taping his speech for the Al Smith dinner. (AP Photo/Andrew Harnik)

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