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23 de octubre 2021

Pablo Dacal

¿QUIÉN SE BAJA LOS PANTALONES?

Tiempo de lectura: 7 minutos

La primera vez que vi a Charly García era un punto lejano en el escenario. Estadio Obras, 1983. Yo estaba parado sobre mi asiento y no llegaba a distinguir el rostro. ¿La mirada de los niños tiene el mismo alcance de su edad? ¿Porqué los recuerdos se agigantan con el tiempo si la visión es tan limitada? Había un motivo por el que no perdía su cuerpo entre los equipos y los instrumentos: su traje era rosa. Un punto rosa saltando sobre el escenario. ¿Se entiende? En los años ochenta el patriarcado estaba a flor de piel, al menos en Villa Crespo, y el rosa era el color de las niñas y los homosexuales. La peste pantera rosa. Charly vestía el color de las chicas y saltaba por el escenario y yo ya conocía todas sus canciones, de “Yendo de la cama al living” hasta “Antes de gira”. Todas. Había escuchado el concierto por radio, una y mil veces, relatado por Badía y grabado en un cassette. Un cadillac, treinta mil personas, una Buenos Aires dentro de otra Buenos Aires. Así también lo había retratado mi padre y así lo estaba viendo ahora con mis propios ojos: un punto rosa saltando a través del escenario. Una Buenos Aires dentro de otra Buenos Aires. A mi abuelo lo fastidiaba. A las familias tradicionales les daba miedo. ¿Tiene el bigote blanco o negro? ¿Se lo tiñe? ¿Se lo pinta?

Las pinturas vendrían pocos años después, cuando la perversión ya parecería evidente y se bajó los pantalones en escena. Dejó de ser un tema de discusión: estaba loco. Solo un pervertido muestra sobre el escenario lo que todos buscan ocultar. Yo conseguí un recorte de la revista “Casos policiales” y lo clavé en la pared con cuatro chinches: una foto en el aeropuerto de Mendoza, esa tierra fatal, en la que vestía de negro y tenía el pelo corto y caminaba sin destino. Había algo en su pelo, en su caminata, que lo asemejaba a un Charlot desgarbado y con resaca. Los pantalones, evidentemente, parecían seguir cayendo. Después lo supe: nunca usaba cinturón y los pantalones se le caían solos.

Lo que tocaba lo convertía en rocanrol de oro: unas flores, una pared, la ducha de un baño. Yo jugaba a realizar el concierto y hablaba con Nito y miraba a Buenos Aires desde el noveno piso. Noveno dieciocho, sobre Corrientes. En la avenida todos eran puntos que andaban frágiles y lejanos pero nadie saltaba ni vestía de rosa. Los años ochenta: el Proceso se retiraba lentamente. La ciudad se veía muy lejana desde el noveno piso. Tiré bombas de agua, muñecos de plástico y una tarde, por la ventana del baño, un nuevo testamento que me habían regalado en la calle. La religión era una mala palabra aunque todos formábamos parte de ella. Nueve pisos sobre el depósito de una quesería: ni el olor podía llegar tan alto. No llegaba a tirar las llaves para que suban los amigos ni hubiese podido escaparme jamás. La libertad del cielo es la cárcel en la tierra: en el departamento, en mi habitación, una ventana a la altura de los más altos por la que miraba la esquina en que se asomaba el colectivo que me perdería en el centro. A esa habitación corrimos cuando Lalo Mir presentó la versión del himno. Subimos el volumen de la radio, nos quedamos callados y lloramos en silencio.

Yo conseguí un recorte de la revista “Casos policiales” y lo clavé en la pared con cuatro chinches: una foto en el aeropuerto de Mendoza, esa tierra fatal, en la que vestía de negro y tenía el pelo corto y caminaba sin destino

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Mi abuela lo quería: un loco lindo, divertido e imprevisible. Todos convenían en que era un tipo demasiado inteligente. Lo sabían los abogados y los comerciantes de Canning. ¿Viste lo que le hizo a la Susana? Le rompió los papeles en cámara y la volvió loca. Loca. Nadie podía bajarlo, decían los rumores. ¿Cómo se puede estar tan arriba? Yo estaba en el noveno, dos guitarras en el ropero, el volumen al taco. No conocía las escaleras, totalmente inventadas. Bajaba por la baranda como si fuese un tobogán, robaba el de Clarín debajo de los felpudos y en la tapa estaba él, con la Rickenbaker o el traje de Batman. Conocimos a Prince y a Steely Dan porque los nombraba, pero también a Litto Nebbia y a Manal.

“La hija de la lágrima” la fuimos a buscar con De Caro cuando el Musimundo de Corrientes recién levantaba las persianas, un sábado en la mañana, con tormenta y frío. Sin dormir, de tanto tomar café y mirar películas de Woody Allen. Naufragábamos sin químicos: había que estar muy despierto para que los noventa no te pasen por arriba. Al caer la tarde seguíamos sorprendidos por esa superposición de sonidos que hacía divagar a las canciones. No las encontrábamos. Un día me llamó mi amigo Santiago, destrozado. “Se va a morir”. Los conciertos se ponían peligrosos. Yo había ido al segundo Rex, el que no había suspendido, y en un momento rompió todo. Se respiraba un peligro similar al de los Redondos, pero si en Huracán temías que alguien en el público pueda matarte, acá sentías que te iban a disparar desde el escenario. “Say No More” sonó a volumen once, con rostro desencajado, la casa vacía y el aire tenso. La violencia del pastiche había llegado a su paroxismo: quien daba play tocaba a un hombre. Todo concierto podía ser el último. Kurt Cobain: la muerte rondaba cerca. Hoy todo aquello parece un mito, los discos casi no existen y las canciones siguen sonando. Todos estábamos agonizando pero seguimos andando. Él nos va a enterrar a todos, dicen por lo bajo. Tirate al pozo.

Rock & Roll Yo

Cuando entraba en un bar el bar se transformaba: eso es cambiar el mundo. ¿Nothing gonna changes your world? El efecto García: así lo definió González. El concepto constante. Sentado en un rincón, leyendo a Dylan Thomas, en inglés y a viva voz. No lo vi pero me lo contaron. ¿Quién no contó algo de Charly García alguna vez? Otra vez me echó de su mesa y le dije la mitad de lo que hoy les cuento. Resopló fastidiado, me miró por arriba de los anteojos y siguió su camino. El whisky me lo terminé solo, mirando los teclados, que colgaban de las paredes pintados con aerosol.

También llovía la única vez que visité su casa, un domingo a la noche. Nos tiró las llaves adentro de una tela roja. Sería la humedad porteña, lo que suspendía ese tul en el aire que todavía sigue cayendo, sobre la avenida Coronel García. Cuando subimos estaba leyendo el Clarín. Un cigarrillo en la boca, solo en la habitación. La misma cama que había visto en el mismo diario tantas veces. Clarín es la argentina, mal que les pese. González lo sabía y García lo intuía, como a todo. ¿O era al revés?

Los conciertos se ponían peligrosos. Yo había ido al segundo Rex, el que no había suspendido, y en un momento rompió todo. Se respiraba un peligro similar al de los Redondos, pero si en Huracán temías que alguien en el público pueda matarte, acá sentías que te iban a disparar desde el escenario

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En el baño no había nada. Nada. No digo que no había cepillo de dientes o papel higiénico: digo que no había cortina en la bañera ni tabla sobre el inodoro. Nada. También los genios van al baño, dicen los escépticos. Es otra mentira de los que tiran para abajo junto al mundo: Erik Satie cagaba en los rincones y algunos van al baño nada más que para pegarse un tiro. Hay vidas sin lugares comunes, es bueno que lo sepan. El sentido común es la ilusión de los mediocres para los que todo perdió sentido. Solo eso les queda: la tiranía de lo común.

La noche fue perfecta, vámonos. Lo dijo para irse de Olivos y dejar al Turco rebotando contra las paredes. Cuando nos fuimos nosotros, un par de horas después de llegar, le di un abrazo y toqué un acorde en el piano: fa sostenido. Es la nota en que vibra todo a su alrededor. No pude decir nada. ¿Qué podés decir ante la mirada que cambió tu vida? Había un disco de Bob Dylan, un plato vacío y la ciudad en la ventana. Buenos Aires en la palma de su mano. Yo creía que ya era mía pero aquí estaba su dueño.

En otro baño lo salvé de una golpiza. ¿Es una jactancia decir que de algo pude haberlo salvado? Me honra pensar que pude haber disipado cualquier tragedia. ¡Demasiado Ego! Yo estaba en un retrete con mi novia: no pregunten que oscurece. Estábamos en lo nuestro y afuera se armó quilombo. Se escuchaban gritos. Cuando abrimos la puerta estaba tirado en el piso, una amiga desmayada encima y una mina furiosa que quería fajarlo a carterazos. Patearlo. Su cabeza contra la puerta y afuera todos empujaban: se venía el desnuque. No puedo recordar cómo la convencimos de abandonar el sucucho, calmamos a los de afuera y logramos cierta paz. Me senté en el piso para acariciarle la cabeza y él me explicaba la situación como si fuese un niño, algo divagante y siempre tan hermoso. El rocanrol es así, infantil y salvaje. Nos levantamos todos y fuimos para afuera, a sentarnos en un sillón y seguir la noche adelante. Tu mamá se asustaría, con solo imaginarlo, pero a mis amigos me los elijo yo.

¿Cual es tu anécdota con Charly? Todos tiene una pero él las tiene a todas. La vida como una aventura: lo que podamos contar ya lo vivió por medio siglo y día tras día. Mirá para abajo. Salí al balcón y mirá para abajo: son nueve pisos. ¿Hay una pileta? No lo hagas en tu casa: Charly García hay uno solo y tiene 70 vidas. ¿Algún espectador indignado?

Yo estaba en un retrete con mi novia: no pregunten que oscurece. Estábamos en lo nuestro y afuera se armó quilombo. Se escuchaban gritos. Cuando abrimos la puerta estaba tirado en el piso, una amiga desmayada encima y una mina furiosa que quería fajarlo a carterazos. Patearlo

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Lo que ves es lo que hay

Todos lo imitamos alguna vez y hay quienes se perdieron en el intento. Cuando alguno se le parece, aunque sea un poco, irradia una luz diferente. ¿Dónde está Charly? ¿En la piel? ¿En los anteojos? ¿En los genes? ¿En los acordes ambiguos? En México y en España falta Charly García. En Estados Unidos Bob Dylan sigue girando pero en New York a Lennon lo mataron. Charly García es nuestro.

Siempre que pudo haber alardeado con su talento nos dejó inconclusos, no por falta de atrevimiento sino por exceso de osadía. No lo entienden, pensaba yo, escuchando su música en Berlín. Es demasiado Argentino. Pero eso, que parecería un defecto, no es lo que parece ni tampoco una virtud: no hay forma de valorizar lo que nos identifica y constituye. El karma de vivir al sur: nuestra gracia y condena. ¿Cómo podríamos avergonzarnos de ser nosotros mismos?

Él reivindicó el orgullo de nuestra imperfección. Somos nada más ni nada menos que esto: chupate esa mandarina. Él se chupo hasta el agua de los floreros y hoy sigue cantando. Hay quienes dicen que lo hace mal. ¿Quién canta bien? ¿Luis Miguel? Cada cuál a lo suyo.

El cuerpo plateado, la bragueta abierta y la jeta hinchada por pelearse con un seguridad. Está en las redes de la policía social. Lo vi en la puerta del Roxy, una mañana de navidad, apurando a un ropero para buscar un poco de acción. Por una décima de sus aventuras los pantalones se te caerían solos. ¿Te los bajarías sobre un escenario? Pero además Hipercandombe, Alicia en el país, Los dinosaurios y Nos siguen pegando abajo. Rock and roll Yo. No bombardeen Buenos Aires.

Say no more.

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