Con Mario perdimos tres o cuatro mundiales, no quiero ir a buscar ahora cuál fue el que nos salteamos, las fotos que faltan. Desde el balcón de su casa se podían gritar desaforadamente las pocas alegrías de estas décadas de sequía. Pero adentro, el living enorme de su casa dejaba de ser un ambiente de bordes precisos y se convertía en un espacio móvil y maleable, la zona de La Familia, donde eliminación tras eliminación fuimos agregando parejas, hijas, nietos, y hasta invitados desafortunados que me facturaría cariñosamente por años. Ahí era el centro silencioso, compartiendo la escena con la pantalla. Iba y volvía de todos sus odios porque sabía que el afecto y la inteligencia podían ir de la mano. La única persona de la que solo le escuché fastidio fue de Sampaoli, quizás porque la mediocridad le molestaba más cuando iba atada a la falta de pudor.
En ese living íbamos armando familia, búsqueda permanente de los huérfanos eternos. Sobre todo para los hombres, los padres son muchos, sucesivos, vínculos interesantes, cargados de sentidos, mucho más horizontales que los posibles con un padre biológico, dependientes de una entrega mutua, de un amor en construcción. Parada de mi regreso periódico a la Argentina, el mundial era la excusa para que él y Cecilia me regalaran todas las nostalgias: Las medialunas de Lucio -las del 2018 las fui a buscar madrugando una cola eterna-, los sándwiches de miga, el helado, algún regalo para mi hija. Ahí en el living nos dedicábamos a inventar ese vínculo que seguía girando a su alrededor y se hacía radial. “Cómo estarán los nietos”, preguntó mi hija ayer para hablar de la totalidad de las personas que lo rodeaban. Todos tus nietos.
Mario escuchaba. El trecho entre el histrionismo y la pausa, entre la escucha y la palabra, esa posibilidad innata de mantener la tensión narrativa, todas las cualidades de un narrador, de un porteño infinito, las que describe o inventa Horacio González en “El arte de viajar en taxi”
En la conversación de grupo se emancipaba de ese ser profundamente social y nivelado para pasar a ser Él. Terrible para quien no tuviera algo para contar o no supiera cómo hacerlo: no era su caso, las historias llenaban cada rincón incluso cuando venían en repetición. Siempre había saberes, afectos que iban transportados en las palabras pero que no siempre tenían que ver con la historia. Había amor para repartir. Pero después venía el café y ahí el tipo era una oreja, una máquina lenta de escuchar profundo, de acompañar sobre todo con comentarios de apoyo que no quitaran del centro la preocupación ajena. Con mucha más calma que la mía, me había visto desbarrancar, tocar fondo y renacer, como si todo eso hubiera sido un recorrido para poder al fin sentarnos con nuestras familias a charlar en paz. Mario escuchaba. El trecho entre el histrionismo y la pausa, entre la escucha y la palabra, esa posibilidad innata de mantener la tensión narrativa, todas las cualidades de un narrador, de un porteño infinito, las que describe o inventa Horacio González en “El arte de viajar en taxi”. Eso era.
En la última década volvíamos una y otra vez a su interés por la radio, un espacio que, injustamente, yo no podía dejar de ver como un género menor en relación a la escritura, y que él defendía menos con pasión que con amor. Era algo que le daba una profunda felicidad, inmediata y sensible. Hablar, sí, pero también escuchar o sentirse parte de algo más al otro lado del micrófono. La respuesta siempre había estado en la mesa de café, en la construcción de rutinas, en el apodo, en las carcajadas infinitas, irresistibles. En todo lo que pasaba cuando el micrófono estaba en off.
Hay luz en la pena por su muerte, es imposible que entre el llanto y uno no se interponga el recuerdo de esos abrazos y besos tremendos, de nuestros chistes infames, de las risas perpetuas, profundas, gustosas
El último mundial no lo vimos juntos. Quizás esa era la cábala que había que cumplir. Nos juramos no verlo juntos nunca más, una promesa idiota que ahora sólo podremos cumplir. Nos juntamos por última vez en un café, en algún momento entre el partido con Holanda y la semifinal con Croacia. Hacía un calor absurdo. Cuando nos íbamos me dijo que estaba más viejo que él, así como me presentaba, achatado en el asfalto. El tiempo iba acercando nuestras edades y recordamos un intercambio de unos pocos años atrás, cuando yo estaba de paso en un departamento desolado a pocas cuadras de su casa y él trataba de desmenuzar mi fijación con “Zamba para no morir”, melancolía o pulsión de vida. Con el cuero asombrado me iré/roncar al gritar/que volveré/repartido en el aire a cantar/siempre. Hay luz en la pena por su muerte, es imposible que entre el llanto y uno no se interponga el recuerdo de esos abrazos y besos tremendos, de nuestros chistes infames, de las risas perpetuas, profundas, gustosas.
Con Mario se me muere también una parte de mi Argentina, del territorio de una infancia perpetua que llamamos patria y que, para quienes vivimos afuera, es todo lo que tenemos. En nuestro último intercambio todo eso se había desdibujado, como estas décadas a punto de sucumbir. “Pesadilla esto. Weimar… En fin…” Nos faltó, aún nos falta, la carcajada final.