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08 de agosto 2022

Martín Prieto

Escritor, profesor de Literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario.

HUGUÍSIMO

Tiempo de lectura: 7 minutos

Mirábamos por televisión, hace ya más de cuarenta años, un partido de rugby. Jugaban Los Pumas, afuera del país, contra alguna potencia europea. Gales. O Francia. En aquel entonces no había periodistas especializados en un deporte en la Argentina minoritario y elitista. Y entonces, aprovechando que Arturo Rodríguez Jurado, una de las estrellas del equipo, no había ido a la gira por alguna razón, el canal, posiblemente Canal 7, lo contrató para que comentara el partido e, imaginamos, de paso, divulgara, para el potencialmente amplio público de la televisión, las enmarañadas reglas del juego. Rodríguez Jurado no cumplió con las expectativas. Prácticamente no habló durante todo el partido. Y cuando habló, dijo solamente una palabra. Siempre la misma. Inventada por él. Dada la ausencia de su capitán (el mismo Rodríguez Jurado) el peso del protagonismo del equipo en la contienda recayó sobre su medio apertura, Hugo Porta. Estratega, inteligente, superdotado y, en esa gira especialmente inspirado, era quien convertía casi todos los puntos de Los Pumas. Pero también quien, con su patada prodigiosa, devolvía el juego al campo rival o sacaba unos increíbles zeppelins al touch cuando las papas quemaban. Y cada vez que eso sucedía, Rodríguez Jurado, como única glosa de lo que se acababa de ver y, como si fuera un César Vallejo del comentarismo deportivo, convertía un sustantivo un, como se decía antes, nombre propio, en un adjetivo superlativo y simplemente decía, con una entonación porteña, subespecie San Isidro: “huguísimo”.

De esa gran palabra me acordé la semana pasada cuando nos mandó un correo Tania Diz, que lacónicamente decía: “Anoche murió mi papá. Vamos a extrañarlo mucho”. Nosotros veníamos extrañando a Hugo desde antes. Desde el momento en el que el extenso espacio común de calles, bares, parrillas, librerías, galerías, centros culturales, bibliotecas, en el que habían transcurrido partes de nuestras vidas, lentamente, imperceptiblemente, se había parcelado. Ya no pasaba más Hugo por la vidriera del Laurak Bat. Ya, si yo estaba sentado de espaldas a la vidriera, ninguna de mis compañeras, mirando en esa dirección, me decía: “Te busca tu amigo”. Y si era yo quien pasaba por la llamada “calle del oro”, ya no lo veía a Hugo entrando o saliendo de alguna de las joyerías a las que les vendía unos “relojes de fantasía” de su propia factura. Última, creo que última estación de su proverbial galería de imaginaciones artísticas: poeta, aforista, letrista de canciones (muchas musicalizadas por Litto Nebbia), collagista, dibujante, fotógrafo, pintor, director de cortometrajes, camarógrafo, actor, cantor de tangos. Desde su parcela, cuando se cruzaba con algún amigo o con alguna amiga en común, le decía: “Decile que me llame”. Yo, su buen discípulo, contestaba desde la mía: “Que me llame él”. Con eso nos bastaba.

¿Habrá estado Roberto Santucho en Rosario en 1974? Habrá ido desenmascarado, descubierto, a una librería en Córdoba y Corrientes, qué tal, Hugo, soy Roberto? ¿Habrá, el ERP, fotocopiado los poemas de Hugo y los habrá volanteado en el monte tucumano? ¿Habrá armado eso un despelote?

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En 1969, Diz entró a trabajar al diario La Capital, pero no para La Capital sino para United Press. “Los tipos, nos contó una vez, sabían que se avecinaban cosas y entonces querían tener alguien acá”. Un periodista en la calle. “Tomando nota de todo”.

“Primero lo mataron a Bello, en la galería Melipal. El pibe se cae, y el policía le pone una pistola en la nuca, y lo mata. Después lo matan a Blanco, enfrente de LT8, en Córdoba entre Dorrego e Italia. Todos corrían para allá, para arriba. El policía hace pie en tierra, con la rodilla y le tira. Yo no tenía militancia política concreta. Era una cuestión medio instintiva. Había leído cosas, los libros de la editorial Anteo, del Partido Comunista, pero no tenía militancia. A mí me interesaba el peronismo como fenómeno de masas, pero siempre supe que el peronismo no iba a cambiar nada. Por eso veía con mucho interés toda la cosa alternativa. Yo estaba, no estaba, simpatizaba con el ERP”.

Hugo Diz, al centro, en la librería Signos, años 1970.

Dos años después, publicó poemas insurrectos, en un sello fantasma: Ediciones Rosario Poesía. El mismo Diz adelantó una clave que develaría la identidad del fantasma: “mirá las siglas”. Un poema dedicado “al comandante”, otro a “los que luchan”. Y el primer poema de Diz sobre el Rosariazo. El primer poema de “las notas” que tomaba en la calle en 1969: “Rosario, partes de mayo”. Es una delicadeza. Contra la norma del subgénero “poesía política” el asunto del poema no es el acontecimiento (la revuelta, las causas de la revuelta), ni el joven asesinado, ni el asesino. El asunto son las palabras del “comunicado oficial” que, según se desprende del poema que viene a refutarlas, dan a entender que no hubo asesinato, sino accidente. “Una bala, al parecer perdida, ha/ dado muerte a un joven de solo quince años.”

“Por la humedad dicen, la bala,/temiendo/ el desenlace,/ la muerte virgen, temiendo enmohecerse,/ u oxidarse,/ solita, ella solita, decidió sola/ dispararse.// Por temor, dicen, la bala perdida/ dobló y se/ incrustó/ solita/ dicen.// Ahora los comunicados dicen/ que fue seguramente/ por el clima húmedo de las ciudades,/ tan tercas/ o tan cerca/ de los ríos”.

Pasó Hugo, vio a través de la vidriera el cuadro: Fontanarrosa, yo, dos pocillos de café y, en medio de la mesa, un grabador. Levantó las cejas, a modo de discreto saludo. El gesto quería decir, in crescendo: ¿Lo estás entrevistando al Negro?¿Ya lo estás entrevistando al Negro, como todo el mundo?

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En 1972, Diz firmó “Secuencias de mayo”, su segundo poema sobre el Rosariazo. La “secuencia” va del 17 al 20 de mayo. Salen, el 17, los estudiantes a la calle. La policía los empieza a correr: “Alguien dice que vienen/ montados a caballo,/ alguien dice que escucha/ que son detonaciones,/ alguien dice que tiran”. El poema se convierte, por un momento, en una reversión callejera, política, sesentista, del famoso poema 12 de Espantapájaros, de Oliverio Girondo. En el modelo: “Se miran, se presienten, se desean/ se acarician, se besan, se desnudan/ se respiran, se acuestan, se olfatean”. En el cover: “se corre/ se atropella/ se insulta/ se pisa/ se apedrea/ se patea/ se escupe/ se desgarra/ se corre”. Los corridos caen en una encerrona, en una galería: “Resuena/ un estampido/ en el corredor sin salida,/ un policía/ dispara por disparar,/ tira por cobardía.// El ruido paraliza.// Mientras la muerte deja un color espeso,/ el color espeso un nombre, / el nombre una bandera.”

En esos años, Hugo tenía una librería, Signos, con Juan Martini. En Córdoba y Corrientes. Me contó: “En 1974 vino a verme Santucho. Me dice: ¿Vos sos Hugo? Hicimos un despelote con tus poemas en Tucumán”. ¿Habrá estado Roberto Santucho en Rosario en 1974? Habrá ido desenmascarado, descubierto, a una librería en Córdoba y Corrientes, qué tal, Hugo, soy Roberto? ¿Habrá, el ERP, fotocopiado los poemas de Hugo y los habrá volanteado en el monte tucumano? ¿Habrá armado eso un despelote?

Hugo Diz, en el centro de la foto, fue secretario general del Sindicato de Prensa de Rosario entre 1984 y 1987.

María Teresa Gramuglio escribió un ensayo extraordinario que los historiadores de la literatura, los críticos literarios y los profesores citamos una y otra vez, titulado “La construcción de la imagen” cuyo punto de partida, como dice la autora, es que los escritores, con frecuencia “construyen en sus textos figuras de escritor y que esas figuras suelen condensar, a veces oscuramente, a veces de manera más o menos explícita y aun programática, imágenes que son proyecciones, autoimágenes y también anti-imágenes o contrafiguras de sí mismos”. Cabría agregar, aunque no sé si la estricta María Teresa aceptaría la ampliación, que esas imágenes, proyecciones, anti-imágenes, no solo se revelan en los textos sino también en las conversaciones. En la historia oral de la literatura. Y en ese caso, ¿importaría si en efecto Santucho visitó a Hugo para contarle que volanteaban sus poemas en Tucumán? ¿Importaría confirmar si las citas de autoridad que acompañaban los viejos libros de Hugo desde la contratapa -de Ernesto Cardenal, de Mario Vargas Llosa, de Fernández Retamar, de Enrique Molina- eran producto de unas profusas, mitológicas e incomprobables correspondencias o una discreta estrategia publicitaria? ¿Sería verdad que Gelman le habría reconocido haber cambiado su modo de escribir después de haber leído la liquidante reseña que Hugo le había dedicado en el lagrimal trifurca a su libro Relaciones? ¿Cómo saber si, en efecto, Borges, al entrar para una entrevista a la redacción de La Capital lo habría tomado del brazo y le habría dicho que Quita Ulla le había leído unos poemas suyos, que le habían parecido excelentes? O, la madre del anecdotario fabuloso: ¿habría sido Hugo el asistente personal de Tony Curtis en la filmación en Salta de Taras Bulba, en 1961? ¿Le habrían pagado por la tarea 40.000 dólares, que Hugo le dio, de vuelta en Rosario, a su padre, que estaba en la lona?

A principios de los 2000 le estábamos haciendo un reportaje a Roberto Fontanarrosa en el bar Augustus. Pasó Hugo, vio a través de la vidriera el cuadro: Fontanarrosa, yo, dos pocillos de café y, en medio de la mesa, un grabador. Levantó las cejas, a modo de discreto saludo. El gesto quería decir, in crescendo: ¿Lo estás entrevistando al Negro?¿Ya lo estás entrevistando al Negro, como todo el mundo? ¿No tenés un mango y lograste venderle a alguien un reportaje al Negro? Pienso que Fontanarrosa, que era tan taimado como Hugo, pero en una versión más civilizada, más simple y, de algún modo, más “buena”, leyó, en el saludo, lo mismo que yo. De hecho, habían vivido, ambos, durante años, en el mismo edificio de Corrientes y Catamarca e, imagino, bien se habrían estudiado en cada encuentro en el ascensor. Fontanarrosa venía diciéndome: “Uno accede al público al que le gustan las mismas cosas que le gustan a uno y que, además, maneja la misma información. Un chiste sobre Palito Ortega tiene un amplio espectro de público potencial; uno sobre Joe Cocker, tiene uno naturalmente menor”. Y al pasar de Hugo por la vidriera del bar, y levantar las cejas a modo de saludo, agregó: “Y si hago uno sobre Hugo Diz, bueno, ya me estoy dirigiendo a un público refinadamente exclusivo, ¿no?”

Secuencia de mayo, del día 20, que podría haber sido firmada hoy:

Luce/ deslucido/ el national city bank,/ el alquitrán es una cabellera colgante,/ luce/ un mamarracho/ el national city bank,/ el bronce fue tapado, el bronce/ de las puertas/ y de las ventanas,/ quísose/ tapar el dólar, mas véase/ el dólar/ es un gato salvaje; se defiende, es defendido,/ el dólar es un gato panza arriba, se defiende/ es defendido.

Bibliografía:

Martín Prieto, “Hugo Diz: poesía y política en la tradición de la vanguardia”, en Hugo Diz, Palabras a mano. Poemas escogidos. Tomo I 1969/ 1983. Rosario: Ciudad Gótica, 2003.

Hugo Diz, poemas insurrectos. Rosario: ediciones poesía rosario, 1971.

Hugo Diz, “Secuencias de mayo” en Hugo Diz, Palabras a mano. Poemas escogidos. Tomo I 1969/ 1983. Rosario: Ciudad Gótica, 2003.

Hugo Diz, “Relaciones, de Juan Gelman”, en el lagrimal trifurca número 9. Rosario, octubre-diciembre de 1973.

María Teresa Gramuglio, “La construcción de la imagen” en Revista de Lengua y Literatura número 4. Neuquén: Universidad Nacional del Comahue, noviembre de 1988.

Martín Prieto, “Roberto Fontanarrosa. Un escritor rosarino”. En Trespuntos, Buenos Aires, s/f.

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