02 de mayo de 2025

Todo arrancó antes de ellas y no hubiese sido lo mismo si no estaban. Al género se lo llamó Gótico Sureño y la línea temporal arranca con William Faulkner, Ambroce Bierce, más tarde Capote y Tennessee Williams. Pero fue la trinidad femenina que conformó Eudora Welty, Flannery O´Connor y Carson McCullers supo hacer su propio camino. Lo mítico, lo folclórico y lo tangible están ahí, casi por igual y todo es entorno. Es difícil saber dónde termina el Delta del Missippi y donde comienza la extremidad de un personaje. Cada una con sus matices, construyeron narraciones donde el comportamiento humano parece seguir los cursos de la naturaleza y las desviaciones súbitas tienen consecuencias que terminan en giros copernicanos. “Los freaks” son esos seres disidentes que nacen con el estigma de no ser hechos a imagen y semejanza del resto de los mortales.

Esta figura tiene una larga raigambre que dio lugar a representaciones artísticas que siguen sin perder vigencia. Los freak shows que surcaron los Estados Unidos tuvieron su auge entre 1950 y 1920. Deformidades físicas y problemas mentales se exhibían en ambiente teatralizado, donde un afroamericano con esquizofrenia se convertía en el hombre salvaje que venía de una distante isla del Pacífico.
La investigadora y autora de Extraordinary Bodies, Rosemary Garland Thompson, sostiene que estos ambientes espectacularizados operan sobre aspectos ligados a la raza, el género o la discapacidad para crear, de manera hiperbólica, una posición de autoridad normativa. El espectador, por un módico precio, paga por sentirse normal. Este tipo de espectáculos comenzaría una lenta agonía una vez que el discurso médico comenzó a ver en los asilos los únicos espacios posibles para discapacitados físicos y mentales. A medida que caía la popularidad de los freak shows, relata Thompson, aumentaba la de los concursos de belleza. Mientras que el freak es exhibido para un escrutinio físico que realiza el espectador, la aspirante a reina de belleza se somete a un desafío similar al de la destreza física. La “prueba del traje de baño” es tan deportiva como voyeuristica.
A medida que caía la popularidad de los freak shows aumentaba la de los concursos de belleza. Mientras que el freak es exhibido para un escrutinio físico que realiza el espectador, la aspirante a reina de belleza se somete a un desafío similar al de la destreza física.
Welty, O´Connor y McCullers tuvieron sus propias interpretaciones del freak, de lo grotesco y de cuánto podía explotarse como recurso en la literatura. Señoras y señores, las damas en cuestión:
Eudora Welty: el mito y lo cotidiano
Welty es la Santa Patrona de las letras sureñas. Su casa en Jackson Mississippi un museo y la ciudad tiene un día en su honor. La hija pródiga comenzó su ascenso a partir de la publicación del cuento Death of a traveling salesman, en 1936. Si bien el éxito no fue inmediato, le valió la atención y madrinazgo de la escritora texana Catherine Anne Porter. Para 1941, cuando se publica su primer compendio de relatos, Welty había forjado un estilo propio que al mismo tiempo se entrelazaba con la tradición de Faulkner y Bierce. En Welty el ambiente también nos envuelve, en un recorrido en el que los liquidámbares, paraísos y magnolias hacen de elenco estable. Al borde, pero sin llegar a la personificación, entendemos que, si somos parte de la creación, nos atenemos a ella.
El mito y lo observacional se juntan en la obra de Welty. Si en las tragédias griegas el peor error es querer apartarse del destino que los dioses nos escribieron, Eudora Welty va a utilizar todas esas figuras literarias para cubrirlas con una visión propia y alejada de los masculinismos de Hemingway. En The Wide Net (1943) un hombre llamado William Wallace supone que su esposa decidió sumergirse en las aguas de un río. Wallace, como el liberador escocés, comanda una excursión de aventureros, pero en lugar de espadas empuñan la red de pesca más larga de la zona. Cada hombre encuentra en el Río Pearl algo distinto y que al mismo le es propio. El desenlace no importa tanto como el camino.
Los giros al estilo O. Henry acompañan a los freaks de Eudora. Petrified Man (1941) es una narración que transcurre en una peluquería. Una de las clientas quiere saber quién develó su incipiente embarazo. La dueña intenta distraerla de su mal humor con anécdotas de la feria. Mientras tanto, un niño de una tercera persona juega por el local y esas travesuras le recuerdan a la clienta que es demasiado feliz como esposa para incluir la maternidad en su vida. En el freak show hay un hombre que parece petrificado. Apenas puede mover la cabeza. Si retomamos las ideas de Garland Thompson, vemos en esos personajes femeninos la fecundidad, mientras el hombre petrificado es tierra yerma. Pero Welty nos prepara una sorpresa: ese hombre no es otra cosa que un prófugo buscado por abuso sexual en California. Así como el impostor queda a merced de la ley, la clienta entiende que debe enfrentar los cambios de su cuerpo, hecho según la perfecta voluntad de Dios.

Nuestras escritoras en cuestión se criaron en un mundo de comodidades económicas. A su vez, fueron sobrias en sus aseveraciones y solo Welty vivió años para ver grandes cambios: falleció en 2001 antes de cumplir los 92 años, mientras que Flannery O’Connor murió a los 39, el año de la estocada final a las leyes de Jim Crow. Carson McCullers a los 51, al poco tiempo del asesinato de Martin Luther King. Welty vivió para dar muchas entrevistas, pero se la vio alzar la voz por primera vez en 1963. Fue cuando público en The New Yorker lo más parecido a un manifiesto civil gótico: Where the voice is coming from? Escrito en primera persona, un hombre blanco relataba la manera en que asesinó a un activista de derechos civiles afroamericanos. Se trataba de un texto urgente (powerhouse) que respondía al asesinato del militante Medgar Evers, en Jackson, la ciudad de Welty. El cuento no relata un hecho específico que desate la pulsión asesina del hombre blanco. El homicida solo siente el placer de ver morir a un negro que osaba salir televisión. El texto es una clase magistral en la construcción de una voz. Una que carga odio en cada sílaba.
Flannery O´Connor: Dios, lo humano y lo grotesco
En los ´30 se hablaba del “renacimiento del sur” como un revival de escritura con los valores intrínsecos de la región, frente al integrismo de años anteriores, marcados por la hegemonía de la costa noreste. Ni esos valores quedaron inertes frente a los cambios sociales ni alguien podía imaginar a Flannery O´Connor. Una mujer delgada de sonrisa pronunciada que podía llevar sus narraciones grotescas con una soltura que hizo que su corta carrera aun parezca difícil de creer.
Una señora mayor harta de que el toro de su vecino se meta en su jardín, intenta convencer a sus dos que la ayuden a deshacerse del animal. No sabemos por qué, pero ellos parecen no tener ningún respeto por ella. No le queda más opción que ir a buscar a un pobre empleado negro. Las astas del toro completan un cuadro sangriento. El cuento es Greenleaf (1956) y solo uno de varios ejemplos de cómo O´Connor maneja el efecto sorpresa de una manera que nos hace olvidar que existen patrones bastante claros en su escritura.
En los ´30 se hablaba del “renacimiento del sur” como un revival de escritura con los valores intrínsecos de la región, frente al integrismo de años anteriores, marcados por la hegemonía de la costa noreste.
Mientras que el Welty aún hay algunos claros indicios de una tradición iniciada antes de ella, O´Connor nos limpia los párrafos de grandes descripciones de espacio de tipo faulknereanas. Llena el espacio con costumbres y rituales de un simbolismo inconfundible. Todos los pueblos son ese pueblo, ese cine o esa iglesia.
Para nuestra suerte, la autora de Wise blood (1952) nos legó por escrito su cosmovisión o, mejor dicho, la cocina de su escritura. Some aspects of the Grotesque in Southern Fiction (1960) es un ensayo en el que la autora explica que en el sur la concepción de “lo humano” es teológica. El freak es lo que se aparta de lo hecho a medida del Cristo que alguna vez piso la tierra.
Nacida en Savannah, Georgia, O’Connor estudio en Iowa y Connecticut. Si bien siguió considerándose a sí misma cristiana, sus años de estudio le dieron una equidistancia que se vino en un sentido propio de la fe. O’Connor consideraba que la visión teológica de lo humano llega a tal punto que ya no se “centra en Cristo”, sino que la figura de Cristo la que “acecha” (hunted by) el imaginario colectivo sureño.
Es por eso que, frente al realismo social y el misterio de la vida, Flannery elige lo último. Quienes escriben suponiendo que hay un orden preestablecido que nos viene dado, intentarán crear buceando en situaciones que confrontan a un ser humano con las leyes de ese orden. Lo cómico, lo triste y hasta lo patético que nos da el grotesco es una combinación de la realidad observada y ese mundo que no podemos controlar. E incluso, aunque un buen cristiano lo intente, tampoco se puede evitar confrontar.
Para muestra está Wise blood, la novela que la consagró antes de cumplir treinta años. Protagonizada por un veterano de guerra enojado con su crianza en base al eterno arrepentimiento por pecados que nadie puede evitar. El hombre y su rabia llegan a una ciudad a fundar la “Iglesia de Cristo sin Cristo”. Se van a encontrar con un pastor que finge estar ciego, su hija y con un adolescente no muy brillante que busca que el destino se le manifieste en la sangre.

A lectores que creemos que lo real es lo tangible, O’Connor nos ofrece con mucha ironía personajes que creen en una abstracción rectora de sus acciones. Crean o no lo que predican, actúan como si escucharán voces. Nosotros los vemos trastabillar con morboso placer, mientras se chocan con lo material. Nada termina bien.
El lupus que había matado a su padre, se llevó a la escritora antes de que cumpla cuarenta. En su correspondencia de los años de estudiante en el Medio Oeste puede observarse su incomodidad frente a la integración entre blancos y negros. Con los años sella abrazó el integrismo pero se negó a recibir a James Baldwin en su casa de Georgia. Dijo que ese era un encuentro para hacerse en la segura Nueva York. Detestaba las formas confortativas de Baldwin y admiraba su trabajo. También, alguna vez sostuvo en una entrevista que sería un acto de soberbia creer que podía meterse en la cabeza de un afroaméricano, lo cual le impedía retratarlo de manera testimonial. Algo que autores negros modernos le reconocen como un honesto principio rector. Flannery O´Connor no creyó que podía cambiar el mundo. Se sabía finita y demasiado parte del entorno segregado y violento que la vio nacer. Nos queda la paleta rebosante de colores que su obra nos legó.
Carson McCullers: el freak soy yo
En 1940, una McCullers de solo veintitrés años quiso llamar a su primer libro The Mute. Pero un inteligente editor prefirió un título con una fuerza casi irrepetible: The Heart is a Lonley Hunter. Una preadolescente vive en una casa donde su padre le renta cuartos a adultos que se sienten tan desamparados cómo ella. Todos los integrantes de la casa encuentran su refugio contándole sus miserias a un educado mudo. A su vez, éste último transita un profundo duelo, luego de verse obligado a dejar a su compañero de vida en un psiquiátrico. El hombre que solo responder con gestos cumple con su estoico rol. Aunque no puede salvar a ninguno de esos outsiders de su destino ni de su condición.
El primer libro de Carson McCullers fue un cimbronazo editorial. Hoy podemos imaginar lo difícil que hubiese sido reseñarlo de manera honesta. Un libro que se construye bajo capas de discursos a media lengua, en una introducción de la disidencia sexual en el género como antes no se había visto.
El primer libro de Carson McCullers fue un cimbronazo editorial. Hoy podemos imaginar lo difícil que hubiese sido reseñarlo de manera honesta. Un libro que se construye bajo capas de discursos a media lengua, en una introducción de la disidencia sexual en el género como antes no se había visto.
Cuando The Heart is a Lonley Hunter se publicó, aún faltaban ocho años para que Gore Vidal publicara The City and the Pillar y para que Truman Capote se sumará al gótico con Other Voices, other Rooms. Es cierto que fueron infinitamente más claros en su trato de la homosexualidad (Vidal pago el precio del exilio tanto político como editorial). Pero también lo es que una mujer en esos años debía plegarse a lo elíptico. Sobre todo, una como ella: con un look casi andrógino y enamorada de un hombre con el que se casó para luego divorciarse y volverse a casar. Todo mientras mantenía triángulos amorosos con una panoplia de mujeres, tan interesantes que merecería una nota aparte.
Sus libros son parte fundamental del gótico sureño pero también de la literatura queer. Y este último concepto es utilizado una y otra vez por McCullers con el camuflaje que permitían esos años. Así como en los cuarenta el concepto de gay se relacionaba con lo “alegre”, lo queer es en los personajes femeninos jóvenes de McCullers una sensación de sentirse extrañas frente a las puertas de la madurez.
La autora no tardó en traer freaks en sentido clásico a su obra. En la nouvelle The Balad of the Sad Cafe (1951), la historia transcurre entre la relación de protección de una mujer de cuerpo enorme y masculino, y un enano que parece más interesado en las golosinas que en el prójimo. Ni personajes secundarios ni lectores terminan de entender en su totalidad esa protección No importa. Esa mujer forzuda tiene en esa relación una idea de amor. Diríamos en inglés “a reason to stop feeling queer”.
Después de The Heart is a Lonley Hunter vino The Member of the Wedding (1946) y una consagración que aún hoy resuena. Frankie está a punto de cumplir trece años pero su cuerpo luce demasiado adolescente hace tiempo. Pasa la mayor parte del tiempo en una cocina con una criada negra y un primo hermano de seis años. Carson sostiene largas escenas en ese tórrido espacio de verano. Maneja con maestría la tensión que siente una nena que solo espera juntarse con su hermano recién salido del ejército y su novia. Su (obsesiva) idea del amor se convierte en sumarse a la pareja en un largo viaje posterior a la boda. Ellos son la respuesta a la madurez: “los nosotros de mí”, dice.
En Berenice, la criada negra, surge no solo un personaje que se destaca en su complejidad, sino también la expresión de una escritora madura. En The Heart, si bien el tono empático está presente, los afroamericanos hablan agramaticalmente. Algo que se daba en el uso corriente del sociolecto, pero McCullers lo subraya de manera que hace una marca tajante que parece dividir formas de pensar. Seis años después borra esa división y Berenice es tan poco formada, como emocionalmente madura y empática para amoldarse al pequeño mundo y al cariño que implica esa cocina oscura.
En un ensayo publicado en 2001 por The New Yorker, el crítico afroamericano Hilton Alas remarca el faltante “africanista” en The Member of the Wedding. Acuñado por la Premio Nobel, Toni Morris, este término refiere a un uso que han hecho los escritores desde las épocas de Mark Twain para marcar diferencias entre la civilización blanca y el ser rudimentario negro. Por el contrario, McCullers iguala soledades entre cuatro paredes. Claro está, sin olvidar el enorme esfuerzo que Berenice hace para no cansarse de esos niños que en la post depresión y durante la guerra, tienen el privilegio de tener un sustento asegurado. Pero es consciente de su trabajo y se permite explicarle sin tapujos que hay cosas que a los individuos simplemente les vienen dadas.
McCullers entendió las soledades sin etiquetas. Su frágil salud no le permitió ver los símbolos de cambio: Stone Wall, Richard Prior y hasta los retratos de la hermandad de Bruce Springsteen y Clarence Clemons. Pero es posible que McCullers hubiera optado por mantener la prudencial distancia, retratando otras voces y otros dolores