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27 de junio 2021

Pablo Dacal

EL PENSADOR DADIVOSO

Tiempo de lectura: 9 minutos

Nos vamos a acordar de este día para siempre, dice el Negro Moreno, mientras vamos subiendo la explanada de la Biblioteca Nacional. Hasta ayer estaba soleado pero el miércoles se ha teñido de gris plomo. Me ofenden los posteos promocionando cursos de escritura o cualquier video de ocasión, en las redes, como si se tratase de una jornada común y corriente. Ha muerto Horacio González. ¿Entienden lo que eso significa? Intentaré explicarlo.

González pensaba a la Argentina cuando la Argentina no pensaba en González. Hay una infinidad de anécdotas sobre su manera de dar clases, las formas de su pensamiento, su buen humor, su compromiso político y su nobleza. Su buena leche. Están aquí, dando vueltas por las redes, y sus amigos y familiares están dando cuenta de ello. Pero me gustaría detenerme en las características que, intuyo, hicieron de ese humor, ese pensamiento y esa humanidad, una forma particular de habitar el país y el mundo.

Jazz

Horacio González daba sus clases, charlas públicas e intervenciones, como si se tratara de un concierto de jazz. Pero no de cualquier jazz. Lo suyo no era la contundente y amable organización del swing como tampoco era un pensador cool, de pocas notas y buen sonido. Llevaba algunos libros y unos pocos apuntes, generalmente escritos en las servilletas del bar de la esquina, para arrojarse a una larga y compleja improvisación de la que siempre salía triunfante. Pero la contundencia, innegable, no estaba en la pulcritud de la exposición, ni en la claridad de la interpretación, sino en los hallazgos a los que arribaba en medio de un recorrido tan salvaje como valiente. Esto lo convertía, continuando con la analogía, en un bopper.

Exponía un tema, una canción simple que podría haber sonado en las radios o en el cine, para comenzar a divagar sobre su armonía hasta límites inusitados. Primero en forma sencilla, con buen tempo, hasta que salía al cruce con una idea que provenía de otra parte, generalmente distante, y la melodía entraba en una espiral ascendente frente a la que había que estar muy atento, para no perderse. El fraseo se precipitaba, si había que perseguir una idea antes que se escape, o se rallentaba, cuando la búsqueda se detenía y era preciso observar el nuevo sitio, al que había llegado, para abrirse a la contemplación.

Pero en un momento, que ahora se me vuelve incandescente, se producía la magia. Horacio regresaba al tema principal, con cada una de sus digresiones a cuestas, para reunirnos en la melodía primera

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Seguía la cadencia de las ideas con la música del pensamiento, pero el verdadero vértigo se producía en la capacidad que tenía para reunir tradiciones tan distintas sobre una misma mesa. Cualquier diálogo era posible en su tertulia, como las notas y los semitonos de las escalas que olvidan su centro tonal y se refugian sobre el paisaje del próximo acorde.

Bebop. Oí esta comparación a Esteban Rodríguez, aunque no sé si otros lo han sentido así. Escuchar a Horacio pensando en vivo cuando lo vi por primera vez, a fines de los 90, con poco mas de veinte años y una serie de lecturas demasiado caprichosas, sin andamiaje teórico, significaba atravesar todos los estados posibles: de la fascinación al ensueño, de la perplejidad al deslumbramiento. Pero en un momento, que ahora se me vuelve incandescente, se producía la magia. Horacio regresaba al tema principal, con cada una de sus digresiones a cuestas, para reunirnos en la melodía primera. Sin dejar hilos sueltos ni olvidar los desvíos que había propiciado al lenguaje. Recapitulaba, como quien regresa de una batalla. Todo contrapunto había tenido sentido y ahora encontraba su destino. Su razón de ser. Con esos motivos, como con cada melodía de las que Charly García superponía en esos mismos años, podrían haberse escrito libros enteros. Escondían una fuerza que podía volverlos gigantes. Y en ese momento, único, lo que parecía sustraído a nuestro entendimiento se volvía claro, casi transparente, para resolver la canción con la ilusión de haber comprendido algo. No me refiero a una comprensión del tema en cuestión, que podría haber sucedido o no, sino a la honda comprensión de los caminos que el pensamiento podría tomar para iluminar el nuestro.

Pero hay algo más, que estaba en esas conferencias y no en los libros, y era la teatralidad de su performance. Su mirada, de la que tanto se habla, que se perdía vaya uno a saber dónde, con la fuerza que disponían solo aquellos ojos claros para enfrentar el vacío. Alumbraba la confusión con su mirada atenta, siendo capaz de vincular lo distante y encender la fogata que propiciase la reunión. Con sus manos, que en giros y torceduras de muñeca moldeaban algo que parecía corpóreo y que sería lanzado, más tarde o más temprano, en medio del salón. Nunca sobre el rostro de un oyente; menos de un antagonista, sobre los que cultivaba la mayor de las elegancias. Era el descubrimiento de su poética, como un presente, lo que parecía dejar en la sala con aquella dramaturgia. El regalo de un ser dadivoso.

Una tarde, en que vino Christian Ferrer a visitarnos, presencié la conversación entre mates y criollitos como quien toma una clase fuera de programa. Fui un afortunado. Después salimos a caminar para buscar el atardecer. A filosofar entre los bañistas, dijo González

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Chanza

A González los lugares comunes le causaban gracia. Pero nunca le descubrí un gesto de desdén, ni le vi utilizar las argucias del ironista inquieto, para desarticular la comodidad de un discurso previsible. Él utilizaba la pregunta inocente, como si no pasara nada. Y la gracia que se producía era en realidad la puerta de entrada al extrañamiento.

No fue un pensador gracioso: fue un pensador que utilizó el humor para desarmar las convenciones del lenguaje y ponerlas en diálogo con la historia. Era su manera de volver a inventar las palabras, al igual que su predilección por ciertos términos que la época insiste en dejar de lado. Dádiva. Requiebro. Contorno. Fisura. Centelleo. Lo que permanece. Pensaba sobre los usos y costumbres populares. Eso, de por sí, lo convertía en un sociólogo, cuando todo en su máquina de pensamiento lo llevaba hacia la filosofía y utilizaba las herramientas del semiólogo, del actor y del músico. Fue un filósofo disfrazado de sociólogo, o un filósofo que utilizaba su mirada desde el llano para desarrollar las ideas que pudiesen ampliar sus horizontes.

González interpretaba, para poner en escena la gracia, el razonamiento del distraído. Se hacía el tonto. Pero no como el tonto que no está a la altura de las circunstancias, sino como aquel que no entiende el chiste o lo entiende mal. Hacía una chanza. Y si un comentario intentaba retenerlo, a través de un guiño cómplice, podía desentender la metáfora y correrla de su contexto, junto a las frases estancadas, para construir el canal que uniese el río con el mar.

Compartí unas vacaciones con Horacio y su familia, que por un parpadeo también fue la mía, hace un millón de años en Punta del Diablo. Yo era demasiado joven, él ya era Horacio, y cuando todos se iban a la playa nos quedábamos leyendo, cada uno en su habitación. Horacio leía recostado y a una velocidad imposible: me robó La traición de Rita Hayworthy lo leyó en una tarde. Lo releyó, en realidad, porque algo estaría pensando al respecto. Yo había llevado a Puig, Los Vagabundos del Dharma y algo más, que ahora no recuerdo. Él una valija llena. De literatura contemporánea, en aquella ocasión, porque estaba repasando las ediciones del año. Una tarde, en que vino Christian Ferrer a visitarnos, presencié la conversación entre mates y criollitos como quien toma una clase fuera de programa. Fui un afortunado. Después salimos a caminar para buscar el atardecer. A filosofar entre los bañistas, dijo González, con su habitual sonrisa.

González era un comediante sencillo, pero hilarante, que exponía sus propios desaciertos a la picardía de un relato burlón. Interpretaba eso que no era, en lo mas mínimo: un intelectual celoso de sus errores

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Una noche tuve que asistirlo en una misión difícil: prender el fuego para hacer un asado. El solo hecho de planearlo provocaba risas en nuestra pequeña comunidad. Recordaban una secuencia de antología: González pinchando un chorizo y poniéndolo contra las brasas, directamente, imaginando que las cosas saldrían bien de aquel modo. Lo que estaba en juego, entonces, era el honor de los hombres en la casa: había que hacer un asado y estaba a nuestro cargo. Al caer la tarde González tiró el carbón sobre la parilla, hicimos algunos bollos de papel y comenzamos la encendida, pero en un momento confundió los elementos y empujó los carbones con el diario. Todo se prendió fuego. Estupor. Corrí a buscar agua, él sacudió la antorcha y apagamos el incendio.

La escena, con la risa nerviosa que deja el peligro tras su paso, la resolvió con una enunciación sencilla: Al asador se le quema su herramienta de trabajo. Salió del tropezón con ese giro de comediante que aún me provoca risas. Porque el encanto no estaba, en este caso, en el pliegue de la ocurrencia. Era solo el relato de lo sucedido. Lo gracioso estaba en el tono, desconcertado, con que lo enunciaba. Y ese es quizá el motivo por el que está resultando tan difícil explicar el humor de González. Porque además de su retórica exquisita y el uso de la chanza gentil, González era un comediante sencillo, pero hilarante, que exponía sus propios desaciertos a la picardía de un relato burlón. Interpretaba eso que no era, en lo mas mínimo: un intelectual celoso de sus errores. Por el contrario, aunque sin perder la perspectiva sobre sus logros, era un pensador pudoroso de sus aciertos.

Otro recuerdo: alguien observa en su vestimenta un estilo que recuerda al Mayo del 68 y González responde, entre desconcertado y gentil: la compré en el último febrero. Como si la historia y el código que nos sostiene, por un minuto, no existieran. ¿Qué es entonces lo que nos reúne?

Dádiva

El compromiso de González, del que tanto se habla, excedía el campo de lo político. Estaba ligado, intuyo, al pensamiento entendido como un arte sin fines de lucro, un juego en el que la especulación no existe como posibilidad. Esta era, quizá, una de las características que despertaban todo su interés por figuras como las de Charly García o Diego Maradona: donde muchos ven la expresión de una genialidad, acompasada por el actuar de un “loco lindo”, González veía la expresión de una voluntad sin concesiones. Y en esa decisión, inquebrantable, es donde el genio puede dar su mejor nota.

¿hemos leído a González? ¿Levantamos su donativo o lo dejamos tirado en el suelo, como el que defiende la existencia del artesano sin vestir sus collares?

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Hay algo que resulta un tanto vago en el recuerdo de su generosidad. La gentileza y la bondad eran una parte importante de González, por supuesto, pero no son los principales motivos por los que aquí lo estamos celebrando. Su ser dadivoso estaba íntimamente relacionado con ese regalo que dejaba tras su paso sin pedir nada a cambio. No era generoso por el simple hecho de cultivar la nobleza, digamos, sino por lo que parecía ser el ferviente deseo de dejar su dádiva. Su escritura continua, como una donación al presente que alentaba en su desmesura. Pero cuando la ofrenda se pierde de vista, detrás de su altruismo, yo me pregunto: ¿hemos leído a González? ¿Levantamos su donativo o lo dejamos tirado en el suelo, como el que defiende la existencia del artesano sin vestir sus collares? Su acción alumbraba encuentros inauditos y diálogos improbables que, aún hoy, precisan ser descubiertos.

A veces la muerte parece aplanarlo todo y, en ese cambalache, da lo mismo un burro que un gran profesor. No creo que esto sea así, verdaderamente. Es la conjunción entre un buen tipo y un profesor espléndido lo que hace que hoy lo estemos llorando. Porque buenas personas hay muchas (o eso queremos creer, para seguir confiando en el mundo), pero grandes maestros hay muchos menos. Y la inteligencia no conduce necesariamente a la bondad: existen auténticos genios que actúan como malparidos, mal que nos pese. Pero cuando el conocimiento es interpelado por un espíritu dadivoso, que elabora con dedicación y talento su propia ofrenda, abre frente al mundo un panorama que puede conducirlo a la sabiduría.

Casamata

¿Y cuánto he conocido yo a González para hablar así? Escucho esa voz preguntona. ¿Fui su amigo, su discípulo o al menos su alumno? Nada de eso. Conocí solo dos extremos de su persona: su vida doméstica, durante unos pocos años y hace mucho tiempo, y una pequeña parte del espesor de su obra. Mis vivencias no están a la altura de la experiencia. Fueron para mi, que pasé de la Universidad para lanzarme en la búsqueda de una canción, la única forma posible y casual de vislumbrar un pensamiento único. Se lo debo a Liliana, a Delfina y a todo el Grupo Casamata, con quienes nos juntábamos a finales de los 90, para intentar construir un horizonte que alivie aquella época triste.

Todas las épocas son tristes, cuando el pensamiento se muerde la cola y las palabras suenan repetidas. Pero en medio, con todo lo que hay en medio, pude volver a escuchar la voz de González, replicada en las mentes de mi generación que no han sido destruidas por las redes sociales. Una tarde en la Biblioteca, antes de cantar, mientras él hablaba en el auditorio y frente a Leonardo Favio, me escondí entre los pasillos para llorar en silencio. Horacio se confesaba asustado, frente al gran mito de la Argentina, mientras yo recibía con absoluta conmoción cada una de las palabras con que lo alumbraba. Era otra vez su dádiva, compuesta de todo lo que aquí intento reunir, alimentada por la lectura de sus textos, sus intervenciones y reflexiones sobre la tragedia argentina.

Eso es lo que había decidido ofrendarnos y aún atesoro. Su pregunta curiosa y dispuesta a provocar el desconcierto general, junto a un mozo, un taxista o las certezas de un joven viejo. La gracia del equívoco con que Horacio, espíritu niño, era capaz de unir las muchas puntas de un mismo lazo. Ese regalo, pienso, es el que podríamos guardar como un gentil aparte. Porque lo amamos con locura, hasta la imitación y el plagio. Ahora no me escuches cuando te digo adiós.

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